Por Alfredo Infante, s.j.
Como muchas madres en nuestro país, Darielvis Sarabia, docente de Tucupita, soñó con la reunificación familiar e intentó emigrar desde Delta Amacuro hacia Trinidad y Tobago, donde se encuentra –desde hace ocho meses– Yermi Santoyo, su esposo. Se embarcó con sus dos hijos, Yaelvis Santoyo Sarabia, de un año, y Danna, de dos, y emprendió viaje por la frontera marítima, travesía que terminó en una tragedia cuando funcionarios de la fuerza pública de Trinidad y Tobago dispararon contra la embarcación donde viajaba, asesinando a su hijo Yaelbis, hiriéndola a ella y separándola de su pequeña Danna.[1]
La aspiración a la reunificación familiar que llevó a Darielvis a emigrar es legítima y está enmarcada en los acuerdos y tratados internacionales en materia de derechos humanos; así lo establecen, por ejemplo, el artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el artículo 16 de la Carta Social Europea (1961), los artículos 17 y 23 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), el artículo 10 del Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y el artículo 17 de la Convención Americana de Derechos Humanos (1969).[2]
Además, esta aspiración es un principio fundamental del derecho internacional de los refugiados y refugiadas, estatus que, por justicia y a la luz de la Declaración de Cartagena (1984), le corresponde a Darielvis y su familia por el hecho de provenir de un país sometido a una emergencia humanitaria compleja y más aún cuando Delta Amacuro, lugar de origen de Darielvis, es el segundo estado más pobre de la geografía nacional, donde “el municipio Antonio Díaz supera el 73 % de pobreza extrema, seguido por Tucupita con 70 %, Pedernales con 69 % y Casacoima con 68 %”, según la Encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI).[3]
En esta lamentable tragedia se ha configurado un coctel de violaciones de derechos humanos: a la vida, a la integridad personal, a la reunificación familiar, al interés mayor del niño y adolescente, al acceso a la información, entre otros. El dolor e indignación por semejante crimen nos ha estremecido las entrañas y ha sacudido la opinión pública nacional e internacional.
En un comunicado conjunto, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) lamentaron profundamente la tragedia, y Jean Gough, directora de UNICEF para América Latina y el Caribe, recalcó que:
Ningún niño o niña migrante debería morir jamás, ya sea viajando con sus padres o solo. Ninguna madre quiere poner en riesgo la vida de sus hijos en un pequeño barco en alta mar, a menos que no tenga otra opción.[4]
El Gobierno venezolano, a través de su Cancillería, se limitó a señalar los hechos como “lamentable incidente”, con el propósito –sin duda alguna– de hacer ver que se trata de un suceso aislado, accidental, no estructural, ocultando así el drama humanitario de millones de personas que han huido y siguen huyendo por todos los puntos fronterizos de nuestro país, y evadiendo su responsabilidad. Recordemos que, en junio de 2019, la prensa reseñó que “más de 80 venezolanos murieron o desaparecieron en el mar Caribe los últimos dos meses en tres naufragios” [5] y, en diciembre de 2020, medios reportaron la aparición en las costas del estado Sucre de casi 20 venezolanos tras el naufragio de dos embarcaciones con migrantes que navegaban con destino a Trinidad y Tobago.[6]
Migrar no es un delito, mucho menos un crimen y, cada vez más los Estados receptores criminalizan la migración violando sistemáticamente los derechos humanos. La tragedia de la familia Santoyo Sarabia no es un incidente ni un hecho aislado; es la expresión más cruel de una política sistemática y sostenida en el tiempo, por parte del Gobierno trinitense, para contener el flujo migratorio de venezolanos.
Las evidencias así lo demuestran. En julio de 2020, Amnistía Internacional (AI) contabilizaba 165 venezolanos deportados y alertaba sobre declaraciones del ministro de Seguridad Nacional de Trinidad, quien amenazó con expulsar a los venezolanos con permiso legal de residencia en ese país si “daban cobijo” a migrantes en situación irregular, pues estarían infringiendo la ley y cometiendo delito.[7]
En noviembre de 2020, igualmente AI reseñaba que unos 50 niños y niñas habían sido deportados ese año,
A pesar de que Trinidad y Tobago es signatario de la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño, que dispone que los países deben actuar en el interés superior del niño y abstenerse de detener a niños y niñas o deportarlos a situaciones en las que puedan sufrir malos tratos o correr peligro.[8]
El papa Francisco, en la Encíclica Fratelli Tutti, nos ilumina para luchar por los derechos humanos de los migrantes:
Nos corresponde respetar el derecho de todo ser humano de encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona. Nuestros esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar.
Además, la sagrada escritura nos advierte: “No violarás los derechos de los forasteros” (Deuteronomio 24,17).
Notas:
[1] es.aleteia.org
[3] www.radiofeyalegrianoticias.com
[4] www.eldiario.es
[5] www.examenonuvenezuela.com
[6] elpais.com
[7] www.amnesty.org
[8] www.amnesty.org
Fuente:
Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco del 04 al 10 de febrero de 2022/ N° 132. Disponible en: mailchi.mp