Héctor Ignacio Escandell Marcano
Por fin estaba ahí, en el medio, sobre el puente que nos separa. Debajo, un río, mil historias. Encima, un cielo gris, sin fronteras. Estaba allí, en Ureña, la última ciudad de Venezuela, al oeste del Estado Táchira, en la frontera con Colombia. Por unos minutos fui uno más de la masa, por un instante fui y estuve en la “zona cero”.
La carrucha del Saime estaba cerrada, no mostraba señales de operatividad y mucho menos de ser la oficina migratoria de un país. Es apenas un tráiler arrimado a la orilla de la vía. A un lado, unas cincuenta personas hacían fila para sellar su pasaporte y cruzar hacia Colombia. La mayoría cargaba maletas como para una estadía larga. Tomaban café, se arropaban con chaquetas y sábanas. Hacía frío, según mi celular, el termómetro marcaba 20 grados -temperatura inusual en estas tierras calientes- era viernes, primer viernes de septiembre.
- “¡Café, tortas, café!”, gritaba un muchacho como de unos veinte años.
- “¡Café, a mil pesitos, café!”, insistía el chamo ante la mirada indiferente de la mayoría.
Pocas veces en mi vida había visto tantos militares en tan poco espacio. Con mis compañeros caminamos hacia el embudo humano que señalaba el camino a Migración Colombia. Con cada paso la aduana venezolana se alejaba más y la bandera se hacía más amarilla que azul y roja. Saqué mi pasaporte e intenté cruzar la raya. Un policía me encaró: “permítame su pasaporte, por favor”. Lo entregué y esperé. “No puede pasar, señor. Qué pena, debe sellar la salida de su país”. Y me devolvió el documento. No insistí, tenía razón.
Mis compañeros de viaje sí cruzaron, tenían “Tarjeta de Movilidad Fronteriza”, poco a poco fui retrocediendo y me quedé unos minutos ahí, en la nada. Por primera vez me habían negado la entrada a un país. Recordé las mil veces que crucé a Colombia con mi cédula, las tantas veces que pasé el Río Orinoco y estuve horas caminando por Casuarito y otras tantas por Puerto Carreño, en la frontera Sur, estado Amazonas. En esos minutos sobre el puente pensé en los miles que hay por el mundo esquivando alcabalas, entrando y saliendo sin ningún otro papel que el de migrantes. Tomé fotos y contemplé el fenómeno migratorio en primera persona. Vi los ojos llorosos y los lamentos, las caras de angustia. Estaba ahí, junto a los que son y van.
Después de unos veinte minutos regresé a la aduana y pregunté a los guardias cómo hacía para cruzar, dónde tenía que sellar el pasaporte y me señalaron el tráiler del Saime, la fila de personas había crecido, unos ochenta compatriotas esperaban formalizar la separación, pero la carrucha seguía cerrada. Me acerqué y me puse de último, ya eran como las nueve de la mañana y la gente seguía llegando.
- “¿Esta cola es para sellar?”, le pregunté a la señora que estaba delante de mí.
- “Sí, dicen que más tarde viene un guardia a retirar los pasaportes”. Me respondió con tanta vacilación que no transmitía seguridad.
- “Ok, esperaremos”, le dije.
En la fila había gente de Aragua, Carabobo, Sucre, Lara, Guárico, Anzoátegui, Bolívar, Caracas, Mérida, Falcón…, se iban a Ecuador, a Perú, a España; se marchaban para la Argentina, para Panamá y hasta para Hungría. Se iban a buscar trabajo, seguridad, medicinas, recreación, se iban a vivir viviendo, de verdad, con libertad. El viaje había comenzado -para ellos- un par de días antes cuando se “encaramaron” en un bus y salieron rumbo a la frontera. Como a las diez y veinte de la mañana apareció un guardia y comenzó a pedir pasaportes, cuando llegó mi turno le dije que solo quería ir y venir, -no me iba a quedar-. Él me sugirió que no lo hiciera porque al regreso tenía que hacer la cola otra vez para sellar la entrada. Miré el reloj y desistí, mis compañeros ya iban a volver y no quería hacerlos esperar.
Estando ahí, un vendedor me dijo que las colas para sellar podían tardar hasta ocho horas y que por San Antonio la espera es hasta de dos días si no se va la luz o se va la línea. Creo que mi decisión fue la más acertada.
Comencé a caminar las calles del pueblo, en la orilla del camino me encontré con los llamados “pimpineros”, ofrecían hasta nueve mil pesos por una garrafa de gasolina. También estaban los que ofrecían pasar la frontera por los “caminos verdes” y los que te “ayudan” a conseguir trabajo en Cúcuta.
En las casas de Ureña la gente mira Caracol y escucha Radio Uno, sufren con Nairo Quintana, mientras escala la montaña en la vuelta ciclística a España. Venden empanadas y papas rellenas en el porche. En este rinconcito de la patria la gente cobra sus servicios en Pesos y no en Soberanos. La soberanía es otra cosa por estos lados.
Mientras daba vueltas y conocía, intenté comprar agua, pero en ningún lugar pude pagar con bolívares. “Eso no sirve, pelao”. Me llegó a decir una señora que trasteaba una cava rumbo al puente. Eso sí, del otro lado había montañas de los nuevos billetes Soberanos -me dijeron mis compañeros que sí lograron cruzar-. Tal parece que la moneda venezolana solo sirve allá para vender y comprar otros billetes, pero no productos y servicios.
En la frontera, el tiempo pasa lento y todo se relativiza. “Ajá, si no vendo gasolina, ¿de qué vivo?, las almacenadoras cerraron, las fábricas de pantalones cerraron, el central azucarero quebró. Aquí no hay trabajo, si no fuera por el comercio este pueblo estuviera muerto”. Me dijo con absoluta firmeza un chamín que antes jugaba fútbol y ahora se la pasa todo el día escupiendo los gases del combustible que saca de los carros con una miserable manguera verde.
Efectivamente, cuando emprendimos el viaje de regreso me preocupé por detallar los galpones abandonados, las gandolas tiradas –pudriéndose-, y el central azucarero en ruinas. También me sorprendió el abandono en el que está el aeropuerto Internacional de San Antonio; ese que alguna vez se llamó Juan Vicente Gómez.
Por el camino fuimos dejando las alcabalas de la Guardia Nacional, del Ejército, de la Policía Nacional y de la Policía Científica. También se fueron quedando las estaciones de servicio –la mayoría cerradas- y otras con interminables colas de carros que se pasan días esperando por el turno para llenar los tanques con el cupo que les controlan con un chip. Solo una bomba exhibía el nuevo sistema de identificación biométrica controlado por el Carnet de la Patria. Creo que apenas lo estaban mostrando a los chóferes, pero todavía no lo usaban.
Haber estado ahí, en la frontera con los migrantes, me permitió –por unos minutos- “ser y estar”, sentir y contemplar lo que dos millones trescientas mil almas han padecido en los últimos cuatro años, según la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Ser y estar significa vulnerabilidad, incertidumbre, angustia, riesgo y renuncia. Pero también evidencia la forma que millones encontraron para resistir y caminar en busca de estabilidad, certeza, tranquilidad, seguridad y futuro; sobre todo eso. Futuro.
La frontera más activa de América Latina se convirtió en puro realismo mágico, todo puede pasar, cualquier cosa es posible. Tres grandes puentes conectan al Táchira con el departamento del Norte de Santander, pero están cerrados para el comercio, el transporte y la integración, a la luz del día no pasa ni un solo carro, pero cuando cae la noche, algo ocurre. Nadie se explica cómo amanecen del otro lado los billetes y los productos con marca venezolana. ¿Magia?, Quizás hoy la frontera sería motivo de inspiración para que el maestro García Márquez se fajara a escribir otra maravilla literaria.
“To Be”, ese verbo gringo multifuncional hoy define a una clase de venezolanos que se arriesgan a caminar por la “zona cero”, por ese puente donde en segundos te sientes desterrado –sin patria-. Ser: ciudadano. Aquí y allá, donde sea. Estar: existir. Con derechos, con garantías, con oportunidades. Con dignidad.
Pd: La diáspora no es un invento, no es una campaña mediática, no es capricho ni un plan de turismo con 15 mil dólares en el bolsillo.
Fuente: http://puntodecorte.com/cronicas-de-hector-escandell-migrantes-ser-y-estar/