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Meritocracia y función pública: el Estado debe procurar lo mejor posible

Foto 1_Shutterstock (1)

Por Germán Briceño C.*

En su memorable fábula El arpa de hierba, Truman Capote dice de Catherine, uno de los personajes más pintorescos, que siempre se jactaba de su capacidad profesional en todos los campos, en especial aquellos en que en realidad era menos competente.

Esta idea llama a reflexionar sobre el que probablemente sea uno de los problemas más acuciantes de la gestión pública en Venezuela: un notorio déficit de competencia y eficacia. No me refiero a que no pueda haber funcionarios competentes y bienintencionados, sino a que en muchas áreas los resultados están lejos de lo ideal, y esto se hace evidente para quienes hacemos uso de los servicios. El caso del Sistema de Autenticación, Identificación, Migración y Extranjería (Saime), que mantuvo en vilo durante un mes a millones de usuarios ante una paralización total por una supuesta actualización del sistema –nunca bien explicada–, no es más que el episodio más reciente.

Meritocracia y función pública: el Estado debe procurar lo mejor posible
Crédito: El Nacional

¿Cuál es el objetivo principal de un Estado moderno y eficiente? Me atrevo a decir que se resume en tres cosas esenciales: mantener la paz y el orden, ofrecer aquellos bienes y servicios que por su naturaleza el sector privado no está en capacidad de prestar bajo la premisa del principio de subsidiariedad, y crear las condiciones para que la sociedad pueda desarrollar todo su potencial. En algún punto impreciso del tiempo, la democracia venezolana fue perdiendo su capacidad de buen gobierno para crear las condiciones necesarias que permitieran el desarrollo y la prosperidad, lo que después de una larga travesía nos ha traído hasta la situación actual.

A modo de reflexión

Por estos días Italia se enfrentaba a su enésima crisis de gobierno desde la fundación de la República. Desde entonces, los gobiernos se han sucedido a razón de casi uno por año en promedio. Sin embargo, hasta ahora el país transalpino ha logrado evitar que tales crisis de gobierno se transformen en crisis de Estado. No es que Italia no tenga problemas, no es que todas las cosas funcionen a la perfección, las tareas pendientes son muchas y acuciantes, pero nadie podría decir que Italia sea un país en ruinas o un Estado fallido, todo lo contrario, sigue siendo uno de los países más admirables del mundo.

Pero… ¿Qué es lo que tiene Italia que no parece tener Venezuela? En mi opinión tiene un Estado que procura hacer lo mejor posible –con fallos y defectos que siempre habrá que corregir– aquello que se supone que debe hacer, y que no impide que los demás, un sector privado emprendedor, pujante e innovador, hagan lo mejor posible lo que se supone que deben hacer. Sacarse un pasaporte italiano es algo que cualquier ciudadano puede hacer en poco tiempo, su plan de vacunación ante la pandemia ha sido uno de los más exitosos del mundo y los productos italianos están entre los más cotizados del planeta.

¿Y por qué tiene Italia un Estado que parece funcionar mejor que en Venezuela? En buena medida porque en Italia la inmensa mayoría de los funcionarios públicos son designados sobre la base de sus méritos y su competencia y no en razón de su filiación política. Es cierto que la inestabilidad del Parlamento italiano es proverbial, y que dicha inestabilidad le está pasando una factura en términos de estancamiento económico, pero precisamente por ello es que resalta la relativa estabilidad y profesionalidad de su administración pública, que mantiene el Estado en funcionamiento; y el vigor y la creatividad de su sector privado, que resiste y hasta se las arregla para prosperar en esas circunstancias.

Tomo el caso italiano por pura casualidad, por estar siguiendo en estos días las noticias sobre los coletazos de la fulminante renuncia de Mario Draghi a la presidencia del Consejo de Ministros, pero la situación es muy similar en cualquier país avanzado. Boris Johnson acaba de dimitir como primer ministro del Reino Unido, luego de meses de cabalgar sobre un carrusel de escándalos, pero a nadie se le ocurre pensar que su renuncia vaya a comprometer el normal curso de los asuntos británicos. Hasta el Perú, agobiado desde hace años por una endémica crisis de gobierno, da muestras de haber conseguido una mínima funcionalidad institucional y estabilidad económica.

En Venezuela, desde hace bastante tiempo, las crisis de gobierno han afectado en mayor o menor medida el funcionamiento del Estado, con el consiguiente impacto en la administración pública y los servicios. Si existe alguna tarea urgente e impostergable es el rescate de la profesionalización y la competencia en la gestión pública. Un funcionario, de cualquier nivel, debe ocupar su cargo en razón de su capacidad e idoneidad, y no por su filiación política, y sus tareas deben obedecer a reglas e instituciones, y no a las instrucciones del partido.

Un acto de justicia e igualdad

La meritocracia es tan antigua y tan nueva como la humanidad misma, aunque en ocasiones no haya sido reconocida. Presupone el viejo axioma de descubrir los talentos que hemos recibido –los nuestros y los de los demás–, hacerlos fructificar, ponerlos al servicio de todos. Hay quienes sostienen que en algún punto supuso además un cambio revolucionario sobre el ejercicio del poder, que en algunos casos puso fin o perfeccionó los sistemas estamentales que habían prevalecido durante largos periodos de la historia de la humanidad. Las clases dominantes (militares, nobiliarias, sacerdotales, aristocráticas) detentaban unos privilegios hereditarios y anquilosados. La meritocracia supuso entonces un acto de justicia e igualdad, al reconocer la valía intrínseca de personas que no pertenecían a esos grupos y abrirles campo.

La tarea de rescatarla en Venezuela no es sencilla, sobre todo en un entorno en el que es difícil ofrecer condiciones atractivas en la administración en el corto plazo, pero debe al menos plantearse como meta u objetivo. Solo en la medida en que el servicio público vuelva a ser una carrera basada en el mérito, la idoneidad, el sentido común y el respeto a las reglas e instituciones –que a su vez deben ser el resultado de consensos básicos fundamentados en la realidad de las cosas y en modelos exitosos, más que en ideologías, y que además deben gozar de estabilidad y legitimidad–, será posible que las cosas se puedan hacer mejor.

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