Por Mibelis Acevedo Donís
Es innegable que, en tanto expresión del tipo de cultura política, de las normas, valores, hábitos y reglas de juego internalizadas por una sociedad, instituciones como los partidos políticos ofrecen plataforma vital para el juego del poder. No obstante, y junto al licuado de las certezas que nos sostenían, vivimos tiempos en los que los rasgos personales del líder ejercen un peso desmedido en esa dinámica, al punto de minimizar el de las estructuras, estándares programáticos y maquinarias organizativas.
No podemos ignorar, claro está, que a la política la hacen las personas. Por ende, los atributos, fortalezas e incluso carencias de quienes asumen el rol de conductores, siempre marcan y marcarán sus irregulares pulsos. La intervención del liderazgo contribuye a dar rostro y forma precisa a las ideas, organizarlas mediante la palabra, convertirlas en acción práctica. No se han registrado hasta ahora ensayos exitosos de sociedades descabezadas ni ajenas a acuerdos regulativos, por cierto. La utópica visión de los anarquistas, su “espontaneísmo”, la repulsa al Leviatán, a la planificación en términos de táctica y estrategia, parecen condenados al fracaso. Y es que, contrario a lo que buscaría el ácrata seducido por la defensa radical de la libertad, la ausencia de dirección efectiva, de un marco de orden y controles institucionales, suele terminar favoreciendo al autoritarismo.
El trastorno surge, precisamente, cuando la amenaza a la racionalidad por culpa de egos sobredimensionados y carentes de contención objetiva y subjetiva, pone en la cuerda floja a las democracias. En la era neopopulista, lo probable es que el debilitamiento de la figura del partido, esas moledoras de egos que en el siglo XX fueron útiles para domesticar la vanidad, la acción unilateral, el impulso personalista de sus miembros, haya influido en tal desviación. Junto al colapso de la confianza en el modelo representativo, las redes sociales urden el espejismo: sustituir la dura faena de asociarse en torno a convicciones, estructuras y lógicas que trascienden nombres y circunstancias, por la creación instantánea de comunidades a la medida de los apetitos del jefe político en boga. Gracias a eso, irrumpe y se impone una nueva especie, el cibercaudillo. Así, hemos saltado de la inconveniencia de depender de estructuras renuentes al cambio, mermadas en su capacidad creadora, híperburocratizadas (Merton habla de ineficiencia por “desplazamiento de los fines”), a la de aclamar individualidades disruptivas, salvajes, sentimentales. Impredecibles.
Esa inversión en diletantes que asumen la moral como programa, no ha hecho más efectiva a la política. La ilusión de horizontalidad y el voluntarismo se imponen, sin embargo, y duran lo necesario para ganar campañas electorales. En medio de ese vértigo, de la inconsistencia en las adhesiones e identidades, del “hoy creo esto, mañana quién sabe”, los demagogos encuentran excusas perfectas para seducir, prometer e incumplir, sin el peligro de ser luego despellejados por su incoherencia. La voluntad de saltar al futuro sin hacerse cargo del presente, dice Luis Antonio Espino, parece muy atractiva. “Una cosa es ser candidato, otra gobernar”, se riposta con razón. Todo fluye, nada permanece. En esta modernidad líquida en la que estamos inmersos, la contingencia lo es todo. Lo justo sería distinguir, no obstante, las razonables distancias entre una promesa y su operacionalización, de los insalvables abismos que plantea el divorcio de la realidad.
El auge de liderazgos antisistema —no solo no afiliados a partidos tradicionales, sino promotores de la ruptura con las actuales estructuras; enemigos de la transacción con el “viejo orden”— mantiene encendidas las alarmas sobre el influjo y vigencia de los partidos. La volatilidad del espacio político, además, está restando encanto al compromiso con idearios perdurables. Al analizar la crisis de los partidos en Perú, Fernando Tuesta Soldevilla (2019) advertía sobre la “democracia sin partidos”: en ciclos cada vez más cortos, se forman franquicias políticas alrededor de líderes, que se disuelven pronto. Al llegar al gobierno, carecen de cuadros para ocupar funciones dentro del Estado, resultando en administraciones tecnocráticas, sin orientación clara. Lo siguiente es inestabilidad de la política, mercantilización de candidaturas y campañas, desinstitucionalización. La multiplicación de organizaciones de corta vida y poca cohesión interna, da fe del trastorno en Latinoamérica. ¿Significaría esto que el papel de los partidos como agentes de mediación, socialización y articulación política, de agregación de preferencias y canalización de demandas, acabará siendo eclipsado en lo adelante?
Un panorama indeseable, por decir lo menos. Hoy más que nunca, los partidos lucen indispensables para controlar y aplicar disciplina a los funcionarios electos, para facilitar la accountability, ejercer contrapesos y mantener a raya las posturas extremas. Claves, en fin, para recordar que la realidad y no el mero antojo es determinante a la hora de formular políticas. Todo lo cual garantiza cierta predictibilidad, seguridad jurídica e impermeabilidad frente a intrusiones; esto es, la unidad necesaria para dotar de estabilidad a los sistemas democráticos. En línea con Bauman, el desafío estaría en diseñar fórmulas que, en un entorno marcado por la globalización del poder y la hiperconexión, permitan manejar no sólo la paradoja interdependencia vs individualización, sino la complejidad social en ascenso.
Convertirse en instrumentos de transformación, más que de conservación de lo que ha caducado (lo cual exige audacia en la renovación de sus propias estructuras y cuadros). Abrir espacios a una sociedad civil atravesada por nuevas y disímiles demandas, auspiciando ese pacto pro-democracia que Robert Dahl designaba como Poliarquía. Favorecer la descentralización y el recambio generacional, con figuras dotadas de ambición, claridad programática, vocación de servicio y responsabilidad; abiertas a las bondades de la era digital, pero no entumecidas a priori por el amor-odio de las redes o el veredicto de las encuestas. He allí algunas de esas tareas que, marcadas por procesos de democratización interna, esperarían a organizaciones formadas por políticos profesionales, con sentido de nación, capaces de ejercer su autonomía frente a las presiones de notables, grupos de interés o rutilantes campeones de la antipolítica.
La lección que dejan las primarias en Venezuela, por cierto, —el borrado del G4, partidos castigados tanto por sus fracasos como por su cuestionable desempeño ético— sigue repicando. El camino de la reivindicación reputacional es sinuoso, lleno de incertidumbres, pero también de celadas previsibles para quien privilegia el sentido común, la mirada pragmática, no el moralismo simplón. Pensar que la recuperación de la normalidad democrática dependerá de partidos enflaquecidos y fragmentados, esos que una y otra vez han subestimado la urgencia de revisiones sustantivas, suma razones para el escepticismo. Junto al padecimiento, sin embargo, también se asoma un elemental plan de curación. En invitación “a explorar las posibilidades de desintermediación que tenemos por delante” pero “a no hacerse demasiadas ilusiones con ellas”, afirma Daniel Innerarity: la crisis de los partidos solo se superará cuando haya mejores partidos.