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Mayorías desesperadas

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Por Mibelis Acevedo Donís

Observaba Rousseau que era “contrario a la naturaleza de las cosas que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada”. A pesar de ese barrunto y de otras razonables resistencias, la democracia, gobierno de los más, evolucionó y se abrió paso entre sus acerbos críticos, hasta posicionarse en la segunda mitad del siglo XX como el sistema que ofrecía mayores posibilidades de progreso individual y colectivo. El principio hereditario y el de la fuerza fueron desplazados por un ejercicio del poder que, aun legitimado por la regla de la mayoría, también apelaría a una práctica razonable: así, la “mayor parte” debía responder también a la elección de la “mejor parte”. El engranaje entre la dimensión horizontal y vertical de la política aportaría identidad a un régimen cuya condición esencial está en no dar todo el poder a ninguno, ni a los más ni a los menos, sino distribuirlo de forma equilibrada. Ello contrarrestaría también la amenaza de ese “lazo formidable alrededor del pensamiento” que, a decir de Tocqueville, impone la tiránica mayoría social, y que no pocas veces se enlaza con la tiranía de los números (Sartori). 

Para ello habría que contar, idealmente, con ciudadanos más o menos conscientes de sus decisiones y responsabilidades, de su participación en un juego acotado desde el inicio por reglas inquebrantables. Hablamos de una sociedad que, amén de votar en elecciones regulares, de participar y expresar libremente sus preferencias políticas, reconoce que el imperio de la ley, las bridas que la institucionalidad le calza al poder y a las apasionadas personas que lo ejercen, son parte inseparable de esa dinámica. 

Pero, ¿qué ocurre cuando esas sociedades son rebasadas por la frustración recurrente? La respuesta la podemos encontrar en la serie de eventos que, otra vez, conducen a la democracia liberal a un paredón, acribillada a más no poder por mayorías desesperadas. El sentimiento reinante de incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad –que Bauman asocia a la desaparición de puntos fijos en los cuales situar la confianza en las instituciones, en uno mismo, en los otros y en la comunidad– hoy atenta contra la aceptación de esos límites que requiere el sistema para funcionar adecuadamente. El cálculo de los riesgos necesita un entorno estable, donde “el problema de la vulnerabilidad, de la integridad corporal y de nuestras posesiones, de mi barrio y de mi calle”, no luzca irresoluble. Si se tiene miedo, concluye el filósofo, “no se puede ser libre, y el miedo es el resultado de la inseguridad”.

El corolario no puede ser más contraproducente para efectos de valoración del desempeño democrático. La historia despliega un compendio generoso respecto a esa bestia que se muerde la cola, la tensión entre los deseos del colectivo y los del propio individuo, lucha incesante entre el Yo y el Superyó; y avisa sobre sus desgracias. Pues el miedo, lejos de contribuir a consolidar una ciudadanía ejercida con madurez, autocontrol y responsabilidad sobre el otro, tiende a infantilizar a las sociedades, a empujarlas a ceder su autonomía, siempre con dudosos efectos. La Alemania de 1933 es trágico ejemplo de ese salto colectivo al vacío. La invocación “democrática” de un Leviatán despótico suele ser reflejo de esa necesidad de protección, seguridad y contención del peligro que encarna el padre-salvador. Necesidad que es absolutamente legítima, por cierto, pero que en situaciones distinguidas por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas (Gramsci) parece colisionar con la idea de libertad; una no pocas veces reducida a simple facultad para elegir al policía, los términos de la propia reclusión. Es el sino perenne de lo humano, la contradicción que excluye y se complementa al mismo tiempo. Seguridad y libertad son igualmente indispensables, “sin ellas la vida humana es espantosa”, admite asimismo Bauman, “pero reconciliarlas es endiabladamente difícil”. 

Por tanto, defender la democracia en tiempos de neopopulismo cool, demagogia y sentimentalización de la política, requiere no solo ir más allá de la abstracción, garantizando concreciones y atención oportuna de demandas. También exige elevar la calidad general de los resultados, trascendiendo la visión procedimental minimalista. El aval (no siempre racional, también hay que decirlo) que la mayoría otorga con su voto, es regla que no debería ser violada en ningún caso. Pero lo siguiente es asegurar que esa decisión, reflejo de “lo que quiere el pueblo”, opere en un contexto que no atente contra derechos, valores y principios que orientan el siempre inacabado hacer republicano. Una mejor democracia, legitimada por los más y delimitada por la legalidad, estaría obligada a resolver, sin perjuicios, esa ardua administración de seguridad y libertad.

Pero el caso de El Salvador somete la razón democrática a nuevas provocaciones. A merced del apabullante triunfo electoral que obtuvo sin convocar un solo mitin, pero acaparando todos los espacios; desentendido de contrapesos judiciales y parlamentarios, con una oposición “pulverizada” que, según avances del propio presidente, apenas captó el 15 % de los votos, Bukele acarició una extravagante posibilidad: la del “partido único en un sistema plenamente democrático”. El vicepresidente Félix Ulloa declaraba en el New York Times que “no estamos desmantelando la democracia. La estamos eliminando, sustituyendo con algo nuevo”… ¿Nuevo? Allá y aquí, una ola de fervientes bukelistas más bien parece estar dando la razón a otro oxímoron, el Cesarismo democrático. (A su agudo creador, Vallenilla Lanz, Betancourt llegó a llamarlo el mayor exponente de “la prostitución intelectual” en Venezuela). Esto es, reelección indefinida y “legítima” del hombre apto, cuya competencia no debería ser entorpecida por la zancadilla de la alternancia. Es la receta del cesarismo: primero, progreso, así sea despiadado; luego, vendrá la legalidad.

“Pasamos de ser el país más inseguro del mundo a ser el país más seguro de todo el hemisferio occidental”, proclamó además Bukele, como si el rotundo logro dispensara por excesos que la mayoría circunstancial ya no ve como tales. El tremendismo, no obstante, puede ser serenamente desmentido. Según el Índice de Paz Global, cuyo actual ranking es liderado por Islandia –un completo estudio que mide variables como violencia y criminalidad, número de personas encarceladas, número de agentes de policía y cuerpos de seguridad, militarización, violencia en manifestaciones, criminalidad percibida, número de desplazados, inestabilidad política y respeto por los derechos humanos (escala de terror político)– el país más seguro de Latinoamérica es Costa Rica, seguido por Uruguay. Cabe resaltar que ambos sistemas políticos figuran en los estudios del Instituto V-Dem como democracias liberales. Datos, en fin, que invitan a desconfiar del dilema entre la “eficaz” mano dura y la presunta irresolución que no pocos endosan a la democracia. 

El estudio, además, concluye que esa esquiva paz se asocia al nivel educativo, de ingresos y de integración de una región. Que los países pacíficos exhiben altos niveles de transparencia y bajos niveles de corrupción. Que son los países democráticos, pequeños, estables y miembros de bloques regionales los que suelen alcanzar mejores puntuaciones. Sobre esas pistas habría que trabajar para no renunciar a una libertad que podría acabar mutando en simple obediencia al gendarme de turno. 

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