Hoy, para Masaya Llavaneras Blanco, su referencia más significativa es haber nacido en Caracas, Venezuela. Y, en esta oportunidad se dispuso a compartir para la revista SIC un poco de lo que ha sido su experiencia como migrante venezolana, frente a una realidad que describe a un país disperso, donde más de 8 millones de venezolanos han extrapolado su identidad más allá de nuestras fronteras. Bajo ese contexto nos explica su visión de “comunidades transnacionales”
Profesora de Estudios del Desarrollo, en el College Huron de la Universidad de Ontario Occidental (University of Western Ontario, Canadá); doctora en Gobernanza Global por la Universidad Wilfrid Laurier (Canadá, 2020); magíster en Estudios de la Mujer por la Universidad Central de Venezuela (2012); y licenciada en Estudios del Desarrollo (Trent University, Canadá, 2005).
Es Investigadora Asociada del Observatorio Caribeño de Migración y Desarrollo (OBMICA) en la República Dominicana y forma parte del colectivo de investigadores y activistas Venezuela Red, y de la Red de Mujeres por el Desarrollo para una Nueva Era (DAWN, por sus siglas en inglés).
Sobre el concepto de patria
—Masaya, me llamó mucho la atención que, cuando te ofrecimos la posibilidad de coordinar este número de la revista SIC, centrado en el tema de la diáspora, me dijeras que tú misma habías sido un caso de esos de tantos venezolanos que resuelven salir del país por oportunidades, para –sin saberlo– difícilmente regresar. ¿Qué es para ti Venezuela, qué es la “patria”?
—Ante todo, me tomo la libertad de celebrar que la revista SIC abriera un espacio para conversar sobre la diáspora venezolana ¡Enhorabuena!
En lo personal, la vida académica desde muy joven me abrió oportunidades de viajar a formarme fuera de Venezuela mediante becas internacionales. En cada ocasión abordé la oportunidad con el proyecto de retornar. Para el 2012 me fui con la disposición de volver, aunque también me iba con la sospecha de que quizás no retornaría pues la situación del país se tornaba insostenible.
Fue para el 2013 que por primera vez me reconocí a mí misma como emigrante. Desde entonces, ese cambio en mi propia identidad me ha hecho re-examinar mi relación con el país. Mis investigaciones hasta entonces se enfocaban en el trabajo no remunerado de cuidados provisto por los hogares, especialmente por las mujeres, en Venezuela. Un tema que, por cierto, sigue creciendo en el país y ha sido exacerbado por la emergencia humanitaria compleja y la pandemia de la COVID-19. Una vez que me reconozco como emigrante empiezo a pensar en esos mismos sistemas de cuidado, pero ya de forma transnacional.
Además, junto a mi pareja, estábamos criando a nuestra hija que en ese entonces tenía 3 años ¿Qué Venezuela nos llevábamos con nosotros y para ella? Esa pregunta la mantenemos aún y no está resuelta, entre otras cosas porque el país también somos nosotros, los que emigramos, es algo que está en flujo constante. Desde muy joven he mantenido mucha reserva al nacionalismo de cualquier tipo, pues considero que es una herramienta que tiende a ser profundamente excluyente. Entonces pienso en Venezuela como el lugar de origen, el punto de partida. Es el lugar de los afectos más profundos y donde quiero que mis hijas puedan volver siempre.
¿País en diáspora?
—El siglo XXI venezolano –sin duda– ha traído para el país cambios profundos en la misma concepción que teníamos de la Venezuela del siglo XX. ¿Seguimos siendo un país petrolero? ¿Seguimos siendo un país democrático?, pero en particular, te pregunto a ti: ¿Somos un país en diáspora? ¿Qué significa eso?
—Yo creo que Venezuela ha cambiado vertiginosamente, tanto para quienes viven en ella como para quienes partimos. Desde principio de los años 2000 venimos experimentando distintas olas migratorias que colegas como Saúl Hernández y Cristal Palacios Yumar vienen catalogando desde hace algunos años. En el 2017, año de profunda crisis que además se hizo patente internacionalmente por la gran ola migratoria de personas venezolanas en condiciones profundamente precarias, Palacios Yumar se refería a la diáspora venezolana como una “diáspora en emergencia”. Hablaba de la emergencia en dos sentidos: primero, como un fenómeno que estaba emergiendo en nuestra sociedad e incluso en nuestro imaginario. Segundo, hablaba del estado de precariedad de documentos y condiciones socioeconómicas con las que cantidades crecientes de compatriotas salían del país.
En 2022 nos encontramos en otro momento dentro y fuera del país. Colegas como Guillermo Tell Aveledo y Antulio Rosales describen la situación a lo interno como la “Pax Bodegónica” o la transición a un Estado neopatrimonial, profundamente extractivo, con nuevas élites económicas auspiciadas desde el Estado. A lo externo, las más de 6 millones de personas venezolanas en el exterior se encuentran asentadas relativamente en su mayoría en países como Colombia, Argentina, Brasil y República Dominicana, favorecidas –en parte– por algunos procesos de regularización migratoria que son en su mayoría temporales. Dichos procesos de regularización facilitaron cierto acceso al mercado de trabajo y a servicios públicos en los países de destino. Ahora bien, esta estabilización sigue siendo incompleta. Más de la mitad de los venezolanos en el exterior no cuenta con un estatus migratorio regular. Y los países de destino vienen aumentando los requisitos migratorios con el propósito de limitar la movilidad transnacional de los venezolanos. Estos obstáculos resultan en que más personas carezcan de alternativas migratorias seguras y se sometan a caminos y estrategias migratorias de alto riesgo. Basta con recordar los trágicos naufragios que venimos observando en el Caribe, la muerte de un bebé a manos de la guardia costera trinitaria o el fallecimiento de dos migrantes venezolanas durante el mes de marzo en el tapón de Darién.
Si bien hemos llegado a un momento de mayor estabilización, la diáspora venezolana sigue siendo una diáspora en emergencia. Y de la misma forma, apenas nos estamos reconociendo como un país crecientemente transnacionalizado.
—En línea con la pregunta anterior ¿Cuáles consideras tú que son las ventajas y oportunidades de ser un país en diáspora? ¿Cuál podría ser el beneficio para Venezuela ante esta realidad?
—Yo creo que debemos mirar esta realidad de forma multidimensional. Debemos examinar el rol de la comunidad transnacional en los procesos de cuidados dentro del país. ¿Qué pasa, por ejemplo, con los adultos mayores cuyos descendientes emigraron y que dependen de pensiones que hasta hace poco equivalían a menos de USD 2 de acuerdo con el cambio de referencia del Banco Central de Venezuela (BCV)? ¿Cómo se sostienen los adultos mayores cuando el Estado no responde y la estructura familiar se ha transnacionalizado? No en balde estudios sobre la emigración de 2017 identificaban la urgencia de cubrir necesidades básicas de salud y de alimentación entre los principales motivos para emigrar. Una de las funciones que viene cubriendo la diáspora es la de apoyar financieramente a sus familiares, y de alguna manera sostener un mínimo de protección social ante el fracaso al menos parcial del sistema de protección del Estado. Este sostén, sin embargo, es sumamente precario dadas las circunstancias de precarización y criminalización de la migración en América Latina y el Caribe.
También cuando se habla de diáspora se piensa en la capacidad organizativa de las comunidades transnacionales. Es preciso pensar de forma transnacional, organizarse políticamente y crear espacios culturales e intelectuales que sirvan de vasos comunicantes no solo en el exterior, sino entre “el adentro” y “el afuera” de las fronteras del Estado venezolano. Esas fronteras ya no definen las múltiples venezolanidades que puedan existir. Abundan organizaciones diaspóricas emergentes profesionales, artísticas, intelectuales que siguen pensando en el país, y que no por haber partido renunciaron al sentido de pertenencia que pueden haber llegado a tener. De modo que, beneficioso, o no, es un hecho que somos un país que se ha transnacionalizado a un punto de no retorno y esto mueve los parámetros no solo identitarios, sino también socioeconómicos y políticos.
En ese sentido pienso que es vital pensarnos como sujetos políticos y de derecho. En primer lugar, hay que reivindicar la responsabilidad del Estado venezolano de reconocer y proteger los derechos políticos de la población toda, incluida la emigrada. Esta es una deuda estructural del Estado. Considerar, por ejemplo, que el trámite necesario para obtener un pasaporte venezolano es extremadamente costoso, lo cual genera más riesgos a la hora de migrar. Esa misma responsabilidad incluye facilitar y proteger el acceso a la nacionalidad por parte de los venezolanos nacidos en el exterior y así evitar potenciales riesgos de apatridia.
Segundo, urge rechazar la instrumentalización de la población migrante. Con todo lo trágico de las experiencias migratorias venezolanas, se ha producido cierta explotación amarillista en los medios en los países de destino, donde se presenta a la población venezolana como víctimas o como criminales. Por otro lado, el gobierno de Nicolás Maduro maneja una retórica ambivalente según la cual la diáspora o no existe, o es vista como una vergüenza para la nación, o se le reivindica de forma paternalista como “el hijo arrepentido que retorna a casa.” Ese imaginario contradictorio e instrumentalizante procura infantilizar a los más de 6 millones de personas que hemos emigrado.
Sobre la identidad nacional
—Hay un tema que a mí particularmente me interesa mucho: la “identidad nacional”. No es el nuestro ni el primer ni el único caso de poblaciones que dejan sus países para no volver. ¿Cómo se mantiene la identidad nacional en este contexto? ¿Se construye desde la distancia? ¿Cuál es la clave para fortalecer los vínculos? ¿Cómo seguimos siendo un país, disperso, pero un país con sentido de nación?
—Yo prefiero hablar de identidades, en plural. Y es una pluralidad que en mi opinión nos ha caracterizado siempre y que necesariamente se multiplica en este momento. Es muy temprano para saber quienes retornarán, por cuánto tiempo, y quiénes no. Yo le apuesto a la coexistencia y al fomento de comunidades transnacionales mediante espacios como este que ha abierto la revista SIC. Comunidades con puntos en común y con contradicciones, lo cual en este momento se nos hace casi foráneo después de dos décadas en que la política se nos ha impuesto como un juego de suma cero. La recuperación y expansión de nuestras subjetividades políticas, plurales, autónomas y transnacionalizadas es mi apuesta a largo plazo.