El Informe de la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) sobre Venezuela ha generado numerosos debates sobre la situación de los derechos civiles y políticos en el país. Uno de los tantos aportes del informe auspiciado por la ex mandataria chilena Michelle Bachelet es la presentación de las cifras oficiales de homicidios y muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado para el año 2018, que hasta ahora eran desconocidas.
El gobierno venezolano informó un total de 10.598 homicidios durante el año 2018. Esta cifra, al igual que la de 2017, no incluye los casos de muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado (considerados como «resistencia a la autoridad»).Esta exclusión trae como consecuencia que la cifra de homicidios presentada sea un tercio menor de la total. Omitir las muertes en manos de las fuerzas de seguridad no solamente es un maquillaje de las cifras totales, es también un ocultamiento y una naturalización de graves violaciones a los derechos humanos. Cuando se incorporan a la cuenta las muertes que resultan de la intervención de las fuerzas de seguridad estatales, que suman 5.287, el total de homicidios según estas cifras oficiales asciende a 15.885.
Tal como se ha explicado en otras oportunidades y lo ratifica el citado informe, la tendencia general de las muertes en manos de las fuerzas de seguridad del Estado durante los últimos años es de un claro incremento. Según las cifras oficiales proporcionadas por el propio gobierno a la ACNUDH, en 2018 el 33% de los homicidios ocurridos en el país fueron consecuencia de la intervención de la fuerza pública. Se trata de la vida de 5.287 jóvenes venezolanos, racializados, pertenecientes a las es, muertos a manos de funcionarios que ejercen labores policiales, es decir, que en Venezuela cada día mueren 15 jóvenes a manos de los «agentes del orden».
El porcentaje que estas muertes ocupan dentro del total de homicidios en el país es cada vez mayor: en 2010 era apenas de un 4% pero ocho años después llega al 33%. Esto significa que actualmente uno de cada tres homicidios que ocurre en el país es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado.
Para tener una idea de las dimensiones de lo que sucede en Venezuela, contrastemos la situación con la de Brasil, un país con siete veces más población. En 2016 murieron en Brasil 4.222 personas por la intervención de la fuerza pública, lo que representa un 7,8% del total de sus homicidios. Cifras muy inferiores a las de Venezuela, tanto en cantidad de víctimas como en el porcentaje que éstas representan dentro del total de los homicidios ocurridos en el país.
Se puede afirmar con certeza que en Venezuela entre los años 2010 y 2018, que es el período en el que se cuenta con la información mejor sistematizada y continua, han fallecido a manos de las fuerzas de seguridad del Estado unas 23.688 personas. El 69% de estos casos ocurrieron durante los últimos 3 años.
Es preocupante el auge que tienen las políticas de mano dura en buena parte de la región, expresadas en razias policiales que no respetan ningún límite legal ni institucional, y que tienen a los más humildes y parte de las minorías étnicas como objetivos militares. Países disímiles entre sí como Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador y México, se destacan por la militarización de sus políticas de seguridad ciudadana, así como por las miles de muertes que sus fuerzas de seguridad han generado durante los últimos años. La denuncia de casos tan graves como los asesinatos de Marielle Franco, Bertha Cáceres, Sabino Romero, los centenares de líderes sociales colombianos –la cifra de asesinatos luego de los acuerdos de paz se ha incrementado–, las desapariciones de los 43 de Ayotzinapa o Alcedo Mora son apenas los casos más sonados.
En esta materia los patriotismos negativos para ver quiénes ocupan los deshonrosos primeros lugares podrían ser un ejercicio susceptible de ser instrumentalizado por intereses partidistas. Pero, además, también es complicado hacerlo con la debida rigurosidad, y de eso se encargan los poderes que hay detrás de toda esa violencia. El acceso a las cifras es difícil y en los casos en los que éstas son accesibles, la calidad de los datos no es confiable.
Brasil, Jamaica, El Salvador y Venezuela estarían entre los países con los organismos de seguridad más letales del continente. Se puede llegar a esta conclusión si se toman como base una investigación reciente de Anneke Osse e Ignacio Cano y se contrasta con las últimas informaciones oficiales dadas por las autoridades venezolanas plasmadas en el citado informe de la ACNUDH. Por otra parte, es importante destacar que los casos de Colombia y México parecen ser tan graves que a los investigadores –en general- les cuesta mucho tener una visión de la magnitud real de lo que sucede en estos países.
En el trabajo de Osse y Cano se calculan las tasas por cada 100.000 habitantes de personas muertas por armas de fuego a manos de la policía en once países de todos los continentes. Para su informe utilizaron distintos tipos de fuentes: estudios internacionales, publicaciones de órganos de control de la policía, análisis de organizaciones no gubernamentales, estudios académicos y fuentes oficiales. Los países que obtuvieron las tasas más altas fueron El Salvador (5,2), Jamaica (4,1), Brasil (2) y Suráfrica (0,6).
Por la diversidad de fuentes es difícil hacer una comparación rigurosa entre estas cifras y las tasas calculadas para Venezuela durante los últimos tres años que, según la información oficial, oscilaría entre 16 y 19 personas muertas a manos de las fuerzas de seguridad del Estado por cada 100.000 habitantes. Estos resultados ubican a Venezuela entre los países que tienen las tasas de letalidad policial más altas, tanto a escala regional como mundial.
Pese a estos datos, algunos sectores de la izquierda ortodoxa –que no han superado la lógica de la Guerra Fría– apelan a unas solidaridades automáticas. Poseen una lógica negacionista, justificadora y propagandística muy dañina, que las deslegitima. Estos sectores, cada vez más minoritarios, cuando no salen a justificar, legitimar o a relativizar lo que sucede en Venezuela, simplemente guardan silencio o miran para otro lado. Debido a esa actitud de un sector de la izquierda, son actualmente los sectores más liberales los que terminan asumiendo las luchas contra la represión estatal, enarbolan las banderas de los derechos humanos y de los derechos de las minorías.
Algunos sectores y grupos perseguidos en el pasado ahora se yerguen en perseguidores, y justifican sus acciones actuales «porque en el pasado también se hacía» o porque a «ellos también se lo hicieron». Tratan de hacer comparaciones y gradaciones, argumentan que «antes se hacía más» y que ahora se hace «pero poquito», que el vecino «también lo hace». Con semejante inmadurez e irresponsabilidad intentan legitimar sus actuales miserias. Son como niños regañados que tratan de defenderse señalando que otros también lo hacen y no les dicen nada, que todos están en su contra, que la tienen «agarrada» con ellos.
Preocupa mucho que los perseguidos actuales sean los futuros verdugos, en una lógica cíclica que en el caso venezolano tiene como centro la apropiación de la renta petrolera.
Uno de los discursos favoritos de los justificadores de oficio es el de la lucha contra el «terrorismo», el estado de «guerra» permanente, un estado de excepción donde «todo vale». Un argumento muy similar a las justificaciones de las dictaduras del Cono Sur que lo hacían todo en pro de la lucha contra al «comunismo». Ahora todo parece justificarse en pro de la lucha contra el «imperialismo». Claro, no contra todo imperialismo, ya que en el caso chino y ruso miran para otro lado y callan disciplinadamente.
Es la forma de justificar la realización de acciones similares a las de su «enemigo», al que a veces incluso pudieran superar en atrocidades. Esto en criminología se conoce como «técnicas de neutralización». Estas técnicas, como explicaron hace más de sesenta años David Matza y Gresham Sykes, son cinco: la negación de la responsabilidad, la negación del daño, la negación de la víctima, la condenación de los condenadores y la apelación a lealtades más altas o a valores superiores. Con estas técnicas se intenta conservar la propia autoimagen mientras se actúa en forma contraria a los valores bajo los cuales la persona se ha formado. Se trata primero de una autojustificación y, luego, de una justificación ante los demás. Es una forma de neutralizar los valores y hacer más llevaderos los sentimientos de culpa y vergüenza.
Con este marco teórico, Eugenio Raúl Zaffaroni explica cómo algunos pueden justificar los crímenes de Estado a través de diversos ejemplos históricos: el colonialismo, el nazismo, el estalinismo y la doctrina de la seguridad nacional. «Se apela a esta técnica cuando se afirma que en toda guerra hay muertos, que en todas se hace sufrir a inocentes, que son inevitables los errores, que los excesos no pueden controlarse, etcétera».
Así puede observarse como hay personas que justifican la muerte de presos políticos bajo custodia del Estado venezolano, que desde el año 2015 hasta la fecha ya suman al menos cinco casos, todos fueron señalados como «terroristas» por el discurso oficial. Con una lógica similar justifican la masacre de miles de jóvenes en los barrios, cuyo principal delito es ser pobre. Estas prácticas llevan años en Venezuela y sirven de globo de ensayo para aplicarla luego a otros sectores, de manera diferenciada y dosificada en intensidad y extensión, dependiendo del estrato social del destinatario.
Finalmente, no hay que perder de vista que los Estados terroristas son los que más usan el discurso antiterrorista. El terrorismo es un concepto cajón de sastre que es definido por el poder según sus intereses coyunturales. En ese marco, terrorista puede ser cualquiera. En este juego quedan desnudos, se delatan: si lo hace el contrario es un crimen, si lo hace el amigo está más que justificado. Se trata de un doble rasero que nos puede conducir progresivamente al abismo.