Por Antonio Pérez Esclarín | @pesclarin
En el comienzo de un nuevo curso escolar, es necesario insistir en la necesidad de educadores apasionados, en formación permanente, y remunerados y tratados de acuerdo a la importancia transcendental de su labor.
Por considerar que el educador es la pieza clave para la calidad educativa, he dedicado y sigo dedicando mis mejores esfuerzos a la formación de educadores. Un buen maestro o profesor es la mejor lotería que le puede tocar a un grupo de niños o jóvenes en la vida. Así como un mal educador puede ser una verdadera desgracia para grupos numerosos de alumnos. El educador puede suponer la diferencia entre un pupitre vacío o un pupitre ocupado, entre un fracasado o un triunfador, entre una vida vacía y hueca o una vida plena y responsable.
De hecho, en nuestra propia experiencia de alumnos todos podemos señalar algunos educadores que, por estar tan comprometidos con su vocación, nos marcaron, nos ayudaron a levantarnos de una vida trivial, mediocre, a mirar siempre más alto y más profundo, nos enseñaron a volar. No desempeñaban una tarea, sino que cumplían con una vocación asumida con pasión. No era cuestión de horarios y tareas, sino de vida, de una vida comprometida.
“Después venía la clase. Con el Sr. Germain era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo… En la clase del Sr. Germain la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En las clases del Sr. Germain sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo”
Cada día estoy más y más convencido que en educación, más que cambios curriculares o de métodos, hace falta pasión. Nada en la vida se logra sin pasión, y mucho menos en educación. Posiblemente la mayoría de nosotros hemos conocido a algún educador apasionado, al que también recordamos, como Camus, con especial cariño y agradecimiento: sus clases eran un viaje de aventuras por terrenos desconocidos, y el aprendizaje era siempre el descubrimiento de un nuevo tesoro que nos llenaba de alegría porque lo habíamos buscado con tesón y con ilusión.
Todos ellos mostraban un gran amor a su profesión y un gran amor a nosotros, sus alumnos. Por ello nos querían felices y procuraban que las clases fueran divertidas y amenas. Nunca vi que ofendieran o humillaran a alguien, y concebían los errores como obstáculos a superar en el camino, como retos a enfrentar entre todos.
Los maestros apasionados creen en las posibilidades de superación de cada alumno, son capaces de mirarlos con el corazón para descubrir sus cualidades y talentos, sus variadas inteligencias; se alegran con sus éxitos, aunque sean parciales, y están siempre dispuestos a dar una nueva oportunidad. Porque tienen un hambre insaciable de aprender, provocan las ganas de aprender en los demás. Para ellos, la enseñanza es una profesión creativa y audaz y la pasión no es una mera posibilidad, sino una realidad. Viven en formación permanente, no para acumular currículo y creerse superiores, sino para servir mejor.