En el marco del reciente Festival de Cine de Turín, la actriz y activista Sharon Stone afirmaba que EE.UU. estaba en “plena adolescencia” política. Su filoso comentario camina más allá, de algún modo invoca la imagen de una cultura democrática que, ante el asedio, lejos de resistir, evolucionar o estabilizarse está retrocediendo dramáticamente. Al responder a una periodista en relación al problema de la violencia contra la mujer, decía que para enfrentarlo había que detenerse a pensar en la calidad de las decisiones que están tomando los ciudadanos, ver “a quién elegimos para el gobierno, y si, de hecho, estamos eligiendo a nuestro gobierno o si el gobierno se está eligiendo a sí mismo”.
La adolescencia es “ingenua, la adolescencia es arrogante… cree que lo sabe todo”, recalca Stone. La crisis global de la democracia seguramente tiene que ver con esa regresión que cancela aprendizajes colectivos y lecciones acumuladas, y evita que la trayectoria se registre y sirva de indicio para la superación de dilemas. La adolescencia también plantea a las sociedades un problema de carácter antropológico: la salida de la infancia y su espacio protegido, el paso hacia la emancipación de la adultez y la existencia como persona diferenciada; la tentación, al mismo tiempo, de escapar de la obligación del “yo” para disolverse en una identidad colectiva. Un nudo entre pasado y futuro que demanda asumirse como ciudadano consciente de derechos y límites, con poder de decisión, dispuesto a hacer uso responsable de su libertad y recién estrenada autonomía.
Pero crecer cuando el contexto sólo ofrece incertidumbre puede generar una angustia insoportable, casi dolorosa. De allí la entronización de figuras providenciales y “hombres fuertes”; engañosos tótems que, a cambio de seguridad, diversión, caricias tranquilizadoras y adictivas, suelen esperar obediencia y mutismo por parte de sociedades que se tullen, repentinamente infantilizadas por la circunstancia. Es la promesa de gratificación instantánea a costa de la pérdida de agencia e iniciativa, regresión que “se basa en la erosión de las competencias”, dice el dramaturgo y guionista John Steppling.
Aun con matices propios del Zeitgeist, el “espíritu de los tiempos”, estos fenómenos no son inéditos. La impotencia ante la dificultad, la resistencia a flexibilizarse o la impaciencia que deroga el largo plazo, la incapacidad para gestionar el malestar sin que ello implique deseo de sustitución drástica y compulsiva de la realidad, se convierte así en un viejo-nuevo signo de estos tiempos líquidos. La puja entre individuo y colectivo ha encontrado una acá paradójica solución: pues el individualismo vence para “pertenecer”, para no desentonar. En la modernidad sólida, dice Bauman, el individuo se sentía identificado con un Estado benefactor, un Estado-nación que lo contenía y le brindaba certezas. Ya no más. Refugiarse en sí mismo luce menos arriesgado que sumirse en la volatilidad de una comunidad que envejece con cada segundo que pasa. “¡Cambio ya!”: en línea con estas dinámicas, el lenguaje de la política también se ha simplificado, desgastado, reducido a la sola forma, perdido la complejidad que se asocia al ethos del adulto. La era de los argumentos basados en la evidencia, el conocimiento y la reflexión; la idea de una democracia que se fortalecía gracias al papel del autogobierno popular, racional y deliberativo, se diluyen en el vértigo comunicacional y la tiranía de los algoritmos. Es el culto a la instantaneidad conspirando contra la profundización de conquistas previas.
Pero, ¿son inevitables estos retrocesos? ¿Acaso esa madurez que desafía y brega con los traumas ya no es una alternativa? ¿Es justo perder toda esperanza ante el desconcierto y los reajustes que este exige a las sociedades? No necesariamente. El ejemplo de Uruguay, donde recientemente se celebraron elecciones que dieron el triunfo al candidato del Frente Amplio Yamandú Orsi, ofrece refrescante contraste con la involución de marras. Apegarse al principio más básico de una democracia, la alternancia pacífica en el poder -algo que luce muy arduo en otros contextos- es lo normal en Uruguay. Quien pierde la elección reconoce su derrota, saluda al ganador y se prepara para que el advenimiento de ese “lugar vacío” (Lefort) anticipe una nueva, transitoria ocupación en democracia. La estabilidad política de “el paisito”, como amablemente lo nombran sus habitantes (la película de Ana Diez sobre las heridas de la dictadura de Bordaberry da fe de ese bautizo) es excepcional si se atiende al paisaje convulso que antes describimos. No hay fórmulas mágicas, sin embargo. Sí una vocación por aprender de los errores, por descubrir sobre la marcha nuevas formas de enfrentar las contradicciones que ponen a prueba a la democracia liberal.
Instituciones inclusivas, cultura política proclive al diálogo y una casi inexistente polarización, juegan en este caso un papel estabilizador de primera línea. Ya en la década de los 50 se conocía a Uruguay como “la Suiza de América” no sólo por su sólido sistema financiero y prosperidad económica, sino por su estabilidad política, la amplitud de su democracia, la adopción de valores y normas modernas. El desvío dictatorial (1973-1985) que siguió a un periodo de alta polarización, lejos de diluir ese aprendizaje colectivo de casi 100 años de tradición democrática parece haberlo regenerado y corregido. Como resultado, Uruguay hoy lidera en los índices globales de democracia, libertad de expresión, igualdad social, lucha contra la corrupción, desarrollo humano y buena gobernanza. Como confirman sucesivos reportes de Freedom House, en materia de derechos políticos y libertades civiles no abandona los primeros puestos, con una calificación de 96/100. Asimismo y como dato que elude la zanja de la desafección cívica, figura en el más reciente informe de Latinobarómetro como el país con mayor apoyo a la democracia en la región (69%). Desde la coalición de centro-derecha que lideró Lacalle Pou, reformas urgentes y polémicas como la transformación educativa y la del sistema de seguridad social cristalizan en consensos que a primera vista parecían improbables.
He aquí el ejemplo de una sociedad que resiste abrazando su excepcional madurez política. Lo cual significa también trajinar contra la inercia conservadora, acomodarse a los tiempos y perfiles de nuevos sujetos políticos, explorar maneras de responder a demandas de participación más allá del voto y control del poder sin subestimar el rol del Estado o debilitar el sistema representativo. Una clave ha sido canalizar el descontento y democratizar el debate mediante mecanismos de democracia directa -que no pueden ser promovidos por el Ejecutivo- adoptados “en un contexto de ampliación y posterior consolidación de la democracia y no de crisis de representación” (A. Lissidini, 2022). Con partidos de gozan de credibilidad, arraigo y continuidad histórica, esto ha contribuido al eficaz uso de la voz, “evitando así la salida y reforzando la voz y la lealtad hacia los partidos y las decisiones tomadas por ellos”. Un hito crucial en ese sentido fue el debate que impulsó el referéndum de 1989 sobre la Ley de Caducidad Punitiva del Estado, propuesta de amnistía a militares involucrados en violaciones a DDHH durante la dictadura, por ejemplo; o el que sometió a revisión la Ley de privatizaciones de 1991.
Por la cercanía de un éxito que confirma que el esquivo ideal democrático sí tiene una faceta realizable, Uruguay merece hoy toda nuestra atención. A santo de esto, viene bien recordar el consejo del expresidente José “Pepe” Mujica: “defendamos la democracia todos los días con una actitud de sobriedad… Y si alguno ha definido que es el país del empate, este es el país del freno y del impulso… las veces que este país acordó nacionalmente logró cosas definitivas que quedaron implantadas y que son gestos de progreso”. Así sea.