Por Juan Salvador Pérez*
Seguimos con la serie de entrevistas realizadas desde la Revista SIC a especialistas de diferentes disciplinas para reflexionar sobre la condición humana. Esta vez tocamos tres aspectos: primero, el saber escuchar; segundo, cómo sobrellevar el silencio; y, por último, la paciencia ante la adversidad, en medio de la pandemia que azota al mundo.
En esta oportunidad contamos con los aportes de la destacada educadora y defensora de DDHH venezolana, Luisa Pernalete. Su labor se ha desarrollado principalmente desde el Movimiento de Educación y Promoción Popular Fe y Alegría, con mujeres, niños, niñas y adolescentes. Con 45 años de trabajo ininterrumpido en esta institución ha sido directora de las regiones Zulia y Guayana, ha participado como investigadora en el Centro de Formación Padre Joaquín, en la línea de convivencia y ciudadanía. Además, es la coordinadora del programa comunitario Madres Promotoras de Paz. Su desempeño la ha hecho merecedora de diversos reconocimientos, entre ellos el que otorga la Embajada de Canadá y el Centro de Estudios para la Paz de la Universidad Central de Venezuela.
Para entender el éxito de los países asiáticos ante la pandemia, el filósofo coreano Byung-Chul da especial relevancia a la cultura de los orientales. Según éste, son menos renuentes y más obedientes que los occidentales. “Obedecer” (ob audire) tiene, en su origen etimológico, más que ver con saber escuchar que con cumplir mandatos. ¿Sabemos o no sabemos escuchar?
Este es un mundo globalizado y ruidoso. Más el occidental que el oriental, pero también, con matices, oriente ha entrado en la globalización. Pareciera que, mientras más “entretenidos” nos mantenemos, se supone que somos más “actualizados”. Y aunque los que ya tenemos más de seis décadas de vida no podemos llamarnos Generación Millenians ni Z, esa que nació con una tableta debajo del brazo y son “multitareas”, mucho se nos ha pegado a todos. Hacer cinco cosas a la vez es lo que manda.
Ahora no se habla sólo de las adicciones, esas que estaban circunscritas a las drogas lícitas o ilícitas y al juego, ahora también se habla de la adicción a la tecnología, al celular… o sea nuestra atención siempre conectada a varios canales a la vez… No es fácil escuchar así, ni a los demás ni a nosotros mismos. Escuchar es algo mucho más que oír. Se oye el ruido de los carros – bueno, cuando hay combustible – se oye la música del vecino a todo volumen, el ruido de la nevera o del aire acondicionado, no supone atención, están ahí como sonidos de fondo, pero escuchar requiere poner cuidado, entender al otro. Zenón de Elea dijo: “Nos han sido dadas dos orejas, pero en cambio una sola boca, para que podamos oír más y hablar menos”, eso lo dijo hace muchos siglos, pero sigue vigente: hay gente que no para de hablar y escucha poco.
Escuchar es un arte, se escucha con los oídos, con los ojos – escuchar los gestos, las miradas- y también con el corazón, para saber captar los sentimientos del otro. Cuando se escucha integralmente, se pueden incluso escuchar los silencios. ¿Cuánta gente que sufre no habla con sus silencios? Los que no se atreven a hablar en una asamblea de representantes, por ejemplo, los niños tímidos en el salón de clases, que a veces gritan con su silencio sus miedos e inseguridades. No todos sabemos escuchar. Es una habilidad social que se enseña y se puede aprender.
Hay también una actitud detrás de escuchar o no al otro: tú escuchas lo que te interesa, escuchas al que reconoces. ¿Quién no va a escuchar las palabras del enamorado o enamorada? Detectas matices, tonos, supones intenciones, escuchas entre los espacios. Una madre escucha a su hijo pequeño, así sea un bebé que sólo balbucea y sabe interpretar si lo que quiere es comer, o “conversar”. Para el vecino, el bebé solo produce ruidos, y hasta molestos. A quien no reconoces como importante, así te grite, no le escucharás, le oirás, pero tal vez estarás preparando tu respuesta sin buscar entenderle.
Aquí en Venezuela, con la polarización, no se suele escuchar al oponente, se le descalifica aún sin saber de qué habla. Se escucha o no según el color de la franela. Si tú desconfías del otro, escucharás sin escuchar. Algo así como: “Si él dice sí, seguro que es no”. Oyes algo pero interpretas lo contrario, no importa lo que diga. Cuando valoras al otro, escuchas aunque no entiendas todo. Me pasaba cuando visitaba escuelas indígenas en el estado Bolívar, esas ubicadas en comunidades que conservan aún sus culturas ancestrales. No hablaba sus lenguas, necesitaba traducción, pero aún antes de esta traducción podía percibir los estados de ánimo: ¿pedían algo? ¿Reclamaban algo? ¿Agradecían con alegría la visita? Y, a veces, yo contestaba con una canción, acompañada con mi cuatro, devolvía la amabilidad, la amistad y seguro que era escuchada con atención.
En esta cuarentena, al estar más tiempo con los hijos – los que viven con ellos – puede resultar tan beneficioso que es capaz que ellos pidan otra cuarentena cuando termine esta, así como están pidiendo volver a la escuela con ansia.
En esta cultura ruidosa, agitada, con poco sosiego, hay una gran dificultad para escucharnos a nosotros mismos. Vivimos la vida de otros, y nos olvidamos de vivir la nuestra. Los ruidos internos no nos dejan ni escuchar al otro ni escucharnos a nosotros mismos. Aprender a escucharnos, eso que llamamos nuestra conciencia, saber reconocer y nombrar nuestras emociones y sentimientos, poder decirnos verdades… Pero, cuánta paz conseguimos cuando cultivamos la capacidad de escucha, tanto a nosotros como a los demás.
El confinamiento, el distanciamiento – aún en casa con los nuestros – nos lleva casi inexorablemente al silencio. Teresa de Calcuta decía que para ella el silencio era el inicio de la oración. Pero el silencio también aturde. ¿Cómo debemos llevar el silencio en estos días?
La verdad es que un poco de silencio no nos viene mal. Demasiada estridencia, demasiados discursos, demasiadas cadenas hemos tenido en este país en estas décadas, y eso no nos deja ni pensar, ni discernir adecuadamente. Creo que muchos de los errores que cometemos en las relaciones interpersonales tiene que ver con la falta de práctica de “pensar antes de actuar”, y para pensar hace falta un poco de silencio.
La cuarentena no estaba en la agenda de nadie, y ella ha supuesto dejar de hacer muchas cosas, disminuir la velocidad y el agite con el que solemos llevar nuestras vidas, esa velocidad y ese agite que no nos deja disfrutar de las pequeñas grandes cosas de la vida, como de la familia, que solemos decir que es la base de la sociedad, pero le dedicamos poco tiempo; el ruido, como mencionamos antes, y el agite conspiran contra nuestra paz personal y contra nuestra felicidad – que no significa la inexistencia de problemas – y contra la posibilidad de convivir fraternalmente, e incluso contra la posibilidad de hacer las paces con la “casa grande”, el planeta. Difícil contemplar la naturaleza en medio de una rumba, difícil llenarse de la belleza del cerro el Ávila, o la imponencia del río Orinoco, de los crepúsculos larenses, sin un poco de silencio. Por mencionar escenarios donde he vivido.
El silencio ayuda a la concentración, al orden de nuestras neuronas, al reencuentro con nosotros mismos. Se le tiene miedo al silencio cuando se quiere huir de uno. Los retiros espirituales se hacen en silencio. Dios no le grita a uno: le susurra. Benjamín González Buelta, ese jesuita español caribeño, en uno de sus poemas – Silencio – dice: “El silencio, en un primer momento, es pura privación, carencia, hueco, molesto”. También apunta: “El silencio se percibe, como inútil, aburrido, perdida de tiempo”; pero, unas líneas más allá, nos dice que, superado ese primer momento, el silencio se transforma, “nos sorprende la profundidad ignorada… cristaliza en un gesto de reposo sabio”. Ese silencio que puede molestar y aturdir, luego se vuelve útil para nosotros.
En esta cuarentena, los psicólogos y psiquiatras recomiendan desconectarse de las noticias – por la vía que sea que nos lleguen, televisión, radio o celular – por sanidad mental, para no indigestarnos. También hay que desconectarse del ruido interior, de estar rumiando los problemas, porque ello nos impide ver más allá, nos inyecta miedo, angustia, y eso puede paralizarnos o administrar mal las emociones, y podemos terminar pagándola con los más pequeños de la casa, que no tienen culpa de nada.
Al silencio se le huye cuando no nos llevamos bien con nosotros mismos… Y quien no se lleva bien consigo mismo, tampoco lo hará con los demás. Cuando uno se reconcilia con uno mismo, se da cuenta que no es tan mala compañía. Aprende a reírse de uno mismo. De paso, quien lo hace, tendrá motivos para reír hasta que muera. No está mal ese punto de agenda permanente: reírme de mi misma. Yo lo practico. Y aseguro: funciona.
El silencio también lo necesitamos hoy para poder ver con los dos ojos: el que ve los dramas, no se trata de disfrazar la realidad, y el otro ojo capaz de ver las velitas en medio del apagón. El ruido perturba la atención, no deja detenernos en detalles.
Tal vez conviene saber que hay estudios sobre el beneficio del silencio para el cerebro. Dicen expertos que dos minutos de silencio, sin estímulos auditivos, descansan el cerebro y son más beneficiosos que escuchar música de relajamiento. Así que no debemos temerle al silencio. Una dosis diaria de silencio ayuda a la salud mental, baja niveles de angustia.
Los tiempos duros demandan actitudes virtuosas y entre esas actitudes se destaca la paciencia. “Patientia” viene del latín “patis”, sufrir. Hoy la entendemos como la capacidad para soportar adversidades. ¿Qué nos exige ser pacientes en estas circunstancias?
Tenemos muchas adversidades, las que vienen de la pandemia que afecta a toda la humanidad, y las condiciones “preexistentes” de la sociedad venezolana, que ya afectaban severamente a las mayorías y que se han agravado en esta cuarentena. Entonces, necesitamos mucha paciencia para soportarlas, no significa eso aguantarse, resignarnos, acostumbrarnos, por ejemplo, a ver como “normal” que la gente busque en la basura algo qué comer, o que viviendo en un país petrolero no tengamos combustible, o que viviendo en un país que hace 20 años exportaba energía eléctrica, hoy suframos de largos apagones…
La paciencia la requerimos para mirar más allá, ver por dónde caminar para aumentar nuestra resiliencia: el arte de reinventarnos. Necesitamos paciencia para reflexionar sobre nuestras experiencias y aprender de ellas, fortalecer nuestras buenas prácticas y no repetir errores. La paciencia es necesaria para ser capaces de pensar antes de actuar y no tomar decisiones a lo loco
Conviene recordar a Santa Teresa: “Nada te turbe, nada te espante, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza”. O ese otro verso de ese mismo poema: “Ámala cual merece, bondad inmensa, pero no hay amor fino, sin la paciencia”
Algo más sobre la paciencia necesaria en estos momentos de cuarentena y, repito, de una emergencia sobre otra, en el caso venezolano, con decenas de adversidades juntas. Cuando uno comparte los miedos, tocan menos por cabeza, se reduce el miedo, y cuando se comparte la paciencia, se multiplican las posibilidades. Los logros de otro pueden ayudarme a resolver mis problemas, “si ella lo hizo, yo también puedo”, el contagio de los éxitos cotidianos. Desde problemas sencillos como cambiar ingredientes de las recetas y que salgan nuevas recetas buenas también, pasando por los retos que supone la educación a distancia para las madres y los maestros.
Compartir como algunos están saliendo airosos de esta novedad – educación a distancia para niños y adolescentes – contribuye a que otros puedan aumentar su paciencia: “Ya va, cálmate, paciencia, si otros pueden, yo también”. No viene mal recordar la canción de Fito Paez: “Quien dijo que todo está perdido”. No se le pide nada a una piedra, pero si a los seres humanos capaces de aprender con la vida reflexionada, sabiendo acallar nuestros ruidos, escuchando a los otros y a nosotros mismos.
*Magister en Estudios Políticos y de Gobierno. Miembro del Consejo de Redacción de SIC. Coord. Gral. de la Fundación Centro Gumilla.