Como todos lo habremos experimentado, la creciente y universal hegemonía de los dispositivos móviles ha exacerbado la interacción mediante esos vasos comunicantes de los nuevos tiempos que son las redes sociales. Todos pasamos buena parte de nuestra jornada enganchados a la pantalla del celular en casi permanente y umbilical comunicación con otras personas sumidas en nuestro mismo absorbente trance. Sabemos bien de la irresistible adicción de la redes y de su poder para atraparnos y desviarnos sutilmente hacia donde no queremos ir, si no ponemos límite de nuestra parte, y perdernos sin ton ni son en un laberinto de vanidades y nimiedades. Pero también es cierto que, si les sabemos dar buen uso, son un recurso insustituible para desembarazarnos de infinitos trámites y gestiones, acceder a valiosos recursos de información y formación, entregarnos a la lectura, despejar la mente y cualquier duda imaginable y mantener contacto con personas que están lejos.
Pues bien, como todos sabemos también, estos corrillos virtuales se han prestado para conmemorar cualquier acontecimiento, trivial o notable, que alguno de los contertulios traiga a colación. Por estos días le ha tocado el turno al presidente Luis Herrera Campíns, de cuyo natalicio se cumplen ahora cien años. Muchos de quienes le conocieron se han deshecho en elogios a su figura destacando sus cualidades intelectuales, políticas y humanas. El denominador común ha sido resaltar una proverbial sencillez y una asequible humanidad que no estuvieron en ningún momento reñidas con una vasta cultura, una incorruptible integridad, una inteligencia superior y un comprobado olfato político.
Fue un hombre que se preciaba de ser accesible a todos, sin hacer acepción de personas. Partiendo de un origen más bien modesto se forjó a sí mismo hasta alcanzar la primera magistratura, y aunque los juicios sobre su gobierno distan de ser unánimes, casi todos hemos llegado a comprender que muchas de las decisiones difíciles que tuvo que tomar, en particular la devaluación del infausto Viernes Negro que rompió el embriagador hechizo de la Venezuela Saudita, fueron consecuencia de errores acumulados durante muchos años que no le serían enteramente imputables.
Aunque no lo conocía, un día me sentí compelido a ir a visitarlo bastantes años después de haber dejado la presidencia. Fue uno de esos enigmáticos arrebatos juveniles en que uno se sentía en la apremiante obligación de ir a rendir tributo a un hombre justo en su vejez. Después de todo, pensé, era más que probable que guardara algún recuerdo de mi padre, con quien, a pesar de no haber estado siempre en el mismo bando, había compartido filas partidistas durante décadas. Me acerqué solo hasta su casa de toda la vida en Santa Eduvigis una tarde y creo que uno de sus hijos me abrió la puerta sin mayores preámbulos. Me hicieron pasar a una modesta terraza decorada con viejos y sencillos muebles de mimbre. Al rato llegó él con aspecto somnoliento (yo empecé a sentir remordimientos por haber interrumpido su siesta) ataviado con una indumentaria de andar por casa: una franela blanca y un mono deportivo, creo recordar.
Para ser honestos no recuerdo bien los detalles de la conversación, que versó más bien sobre generalidades pues él a mí no me conocía de nada y yo no tenía mucho que decirle a alguien que me superaba tan ostensiblemente en todos los ámbitos, así que procuré escuchar. Seguramente hubo alguna breve alusión a mi padre y a algunos amigos y recuerdos en común. Pero lo que nunca olvidaré fue la modestia franciscana en la que parecía vivir y la casi vergüenza que se le notaba en el rostro por el hecho de que un ilustre desconocido hubiera querido ir a visitarlo y a interesarse por él. De algún modo aquella visita fue también una misteriosa despedida, pues al poco tiempo murió. Cuentan que aquel día se hizo una colecta entre los profesores de la UCAB para ayudar a costear los gastos de su sepelio. No puedo imaginar un epitafio más digno y elocuente para homenajear a un hombre decente.
Leer también: “Fe, razón y libertad: la esperanza en el nuevo liderazgo de la Iglesia”