Las fronteras de Venezuela son territorios de una rica y compleja dinámica, donde confluyen, se transforman y se construyen continuamente nuevas formas sociopolíticas de habérselas con esta realidad peculiar, donde hay variedad de posibilidades y límites culturales y socioeconómicos que consolidan una identidad.
Su naturaleza ontológica es la movilidad, la variabilidad y la interacción, y es ahí donde se pueden distinguir unos vínculos sociales particulares en las personas de frontera: la constante necesidad de resistencia, adaptación y apropiación del espacio geográfico y simbólico, además de la persistencia resiliente en medio de relaciones con constante movilidad y conflictos sociopolíticos.
Este artículo se escribe desde un contexto específico, a saber, la frontera altoapureña. En estas tierras se entrecruzan las fronteras internas de los estados Táchira, Mérida y Barinas, pero también serpentea una amplia frontera internacional, la colombo-venezolana, donde las ciudades colombianas de Arauca y Saravena son fundamentales, especialmente ahora, para la pervivencia económica y social de la frontera venezolana.
Digamos que sería erróneo identificar las fronteras venezolanas como territorios sin historia. En bibliotecas, archivos estatales y privados pueden encontrarse datos concretos que datan de la época colonial. Revisando apuntes del padre Villalonga, queriendo hacer consciente la historia de la selva y el asentamiento de comunidades en San Camilo, nos comenta lo siguiente sobre su lectura del libro Historia del paludismo en la antigua provincia de Apure:
Don Joseph Sánchez César dice con fecha del 16 de mayo de 1782, al referirse a esta población: ‘En los confines de esta jurisdicción con la de Barinas, hay una nueva viceparroquia de San Camilo a distancia de cuatro días de camino o menos al sur, en las riberas del Uribante y Sarare, tierras enfermizas de calenturas y abundantes para la cría de ganado’.
El modo de ser del andino, el colombiano y el llanero, en dinámica de autonomías e interdependencias, son referentes culturales importantes para poder aprehender razonablemente la sujetualidad del habitante de la frontera altoapureña.
Para construir su modo de ser, el habitante de esta frontera está releyendo su historia y realidad de manera constante, acompañado por instituciones universitarias, políticas y religiosas que hacen vida y trabajo en estas comunidades, de tal modo que en lo variable de la sujetualidad fronteriza puedan destacarse rasgos propios del ser altoapureño.
Desde la perspectiva de este espacio territorial, el “autoconcepto de abandono”, como elemento antropológico que ha detectado y tiene muy presente la iglesia local del Alto Apure, los vínculos ambiguos y los desarraigos dolorosos, hace que se genere un elemento clave en ese proceso de construcción y consolidación de una sujetualidad de frontera: “los vínculos”, pero leídos desde las categorías de la resistencia, la adaptación, la apropiación y la persistencia.
Cuando se observa la realidad de las personas en la frontera altoapureña, puede distinguirse como una de sus particularidades los procesos migratorios. Un primer proceso migratorio a identificar es el de las familias colombianas que se asentaron en estas tierras selváticas, la mayoría de ellos afectados por el conflicto armado colombiano, ampliamente documentado.
Podemos describir algunas de estas situaciones cuando, por peti0ticias de la Provincia de Venezuela lo siguiente: “El Nula está cerca de la frontera con Colombia. La región está muy dominada por la guerrilla colombiana que desde Colombia ejerce “justicia” a todos los problemas de los individuos, desde reparto de herencias hasta el pago de alquileres retrasados, pasando por el robo de ganado. Imponen la ley…”.
En medio de esta realidad que describe el P. Villalonga, los habitantes de esta frontera encontraron como primer “vínculo de resistencia” y refugio geográfico estas tierras del Alto Apure. Este grupo de habitantes que se resistían a ser víctimas de conflictos armados y malos gobiernos no pudieron escapar totalmente de esto, pero sí podían “decidir” vivir con más “libertad”, en el cuándo y cómo podían influir en sus vidas.
El Alto Apure es una selva que progresivamente ha desaparecido –y lo sigue haciendo– para dar paso a este gran “vínculo de apropiación” mediante el trabajo y la negociación, con el propósito de convertir esta tierra fértil y virgen en una zona ganadera donde se puede tener casa, carro, abundantes tierras y dinero. Además de una frontera que, negociando con diversos actores políticos y pseudopolíticos morales que controlan los caminos, permite el flujo de todos los bienes y mercancías necesarios para el sostén socioeconómico.
Un segundo proceso migratorio –y paralelo– que podemos identificar en el Alto Apure es la movilización de los tachirenses de pie de monte: Pregonero, La Fundación, La Florida y San José de Bolívar, movidos por el flujo de mercancías y bienes a través de la frontera colombo-venezolana. Así, se activó el “vínculo de adaptación”. Tanto colombianos como venezolanos vinieron a esta frontera con sus propias costumbres y modos culturales. Algunos de esos modos culturales coincidieron y se entrelazaron, por ejemplo, la piedad popular y la práctica devota fiel, el trabajo del campo y el aprovechamiento comercial de sus productos, el deseo de unas leyes y pactos para sus habitantes y las formas de imponerlas a como dé lugar.
Aquí, táchirenses y colombianos, empezaron a echar raíces y crear esas relaciones vinculantes. Pero esos vínculos siempre se mueven en la ambigüedad, generada por el clima de desconfianza, autocensura y manipulación causado por grupos políticos y pseudopolíticos morales de la frontera colombo-venezolana. Cuando se conoce a una persona de la frontera altoapureña hay que entender que lo que dice se mueve entre el delgado límite de la prudencia y la autocensura que genera el miedo.
En medio de este clima de límites prudenciales y autocensura, hay un elemento que se ha consolidado en el altoapureño: el de “la escucha intuitiva”. Porque aquí en la frontera, todavía hoy, no se puede hablar con total transparencia de todo, sino que hay sutilezas, signos lingüísticos y analogías narrativas, creados para comunicar lo suficiente de lo que no se puede hablar abiertamente.
Escuchar y comunicar de alguna manera eso de lo que no se puede hablar abiertamente, se presenta como un “vínculo de persistencia”, porque supera de cierta forma las “prohibiciones autoimpuestas” sobre lo que se puede o no decir, produciendo un aislamiento comunicacional y, también, apropiación del espacio no solo geográfico sino simbólico, donde pueda desarrollarse en libertad lo humano vital.
La escucha intuitiva es un acto de persistencia que se abre camino en medio de tantas hostilidades cotidianas que causan heridas psicosociales. Pero la escucha intuitiva necesita de la presencialidad. Aquí en la frontera no es segura la comunicación digital. La presencialidad –el cara a cara– genera el clima de confianza para que la relación dialogal pueda darse en una percepción de confidencialidad mayor. La escucha intuitiva se convierte en fundamento del vínculo de persistencia, que crea tejido ante la naturalización de problemas sociales recurrentes.
Una forma de escucha intuitiva institucional se ha canalizado a través de la Iglesia católica, las iglesias evangélicas y las ONG. Un ejemplo de ello son las marchas por la paz y la vida, que llegaron a realizarse hasta el año 2011. Estas marchas eran organizadas por el padre Acacio Belandria, s.j., junto con algunos pastores evangélicos.
Aunque en estas marchas no se mencionaba directamente a victimarios, toda su simbología (pancartas, cantos, coros) eran exigiendo que no se siguieran aplicando métodos inhumanos e ilegales de “hacer justicia”.
Las marchas por la paz y la vida tenían tanta concurrencia, incidencia y éxito, porque en la conciencia del altoapureño estaba –y sigue estando– presente la necesidad de un Estado institucional y transparente, que ponga límites a las diferentes formas de ilegalidad e injusticia en la región.
Desde la fundación de estas tierras, los altoapureños han tenido que consolidar sus vínculos primero solos, pero desde los años noventa son claves y necesarios los acompañamientos de la Iglesia católica, especialmente la presencia de los jesuitas, la Diócesis de Guasdualito, las iglesias evangélicas consolidadas no beligerantes, sino dialogantes –como la Iglesia adventista y la bautista–, y ONG como la Cruz Roja, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Sociedad Hebrea de Ayuda al Inmigrante (HIAS por sus siglas en inglés), entre otras.