Un crimen en altar mar que simboliza el hundimiento de un país, Venezuela. No es realismo mágico: es la lucha de los Marval contra los Trakis…
Alberto Arce
Eran las cuatro de la mañana de un día de septiembre. El mar Caribe, calmado. Nada auguraba la masacre en el silencio de la noche, que creyeron sería una más, rutinaria, tediosa, húmeda, bañada de estrellas. Rota tan sólo por escuetos gritos que transmiten órdenes o el ruido del generador que alimenta los cuatro luceros que permiten ver apenas lo suficiente para trabajar. Los seis tripulantes del Don Justo, un peñero artesanal de cuatro metros de eslora fondeado a pocas millas de la costa de la península de Araya, en la costa caribe del estado de Sucre, al oriente de Venezuela, terminaban de jalar el nailon, preparar la cabuya que marca su fondeadero y levantar el mandinga, la cuchara donde los peces se ahogan a saltos antes de ser izados al bote. Estaban casi listos para regresar a tierra con 200 kilos de sardina, lamparosa, pargo, cabaña y bagre que venderían en la boca de río de Cumaná, la capital del estado, a media hora de navegación.
De la oscuridad y el silencio -de la nada- llegó otra lancha. Seis encapuchados a bordo. Armados con fusiles y revólveres. Al verlos, un carajito de 12 años -siempre hay uno a bordo- y uno de los pescadores lograron esconderse bajo la paneta, a proa. El patrón, Edesio Rodríguez, de 42 años, que lleva pescando desde los ocho; su hijo de 21, Luis Miguel Rodríguez Marval, y dos de sus sobrinos, Junior Vera, de 23, y Daniel Jesús Reyes Marval, de 24, estaban vendidos. No tuvieron opción. Los ataron de pies y manos a los tablones del bote. Les golpearon con las culatas. Los rociaron con gasolina. Amenazaron con prenderles fuego. Se lo llevaron todo. Los dos motores, la pesca, las redes, el generador eléctrico. Todo.
Hasta aquí un robo
Pero antes de irse, los piratas del mar, o roba motores, de los que hablan hoy todos los pescadores y habitantes del oriente de Venezuela, le metieron siete tiros en la cabeza a Daniel y cuatro a Junior y a Luis. A Edesio, empapado en el líquido en el que se freiría, llegaron a mostrarle el chisquero encendido, a amenazarle con lanzárselo encima. Pero no lo hicieron. Le dejaron vivir. Semanas después de aquello, cuando lo recuerda, aún es un hombre al que le cuesta articular palabra y que dice que no ha vuelto a salir al mar: «Dispararon sin ningún criterio, nadie se opuso, no dijeron nada. Y el que disparó se quitó la capucha para que le viera la cara».
Una hora después de los crímenes, otros pescadores les encontraron y los remolcaron hasta Caracolillo, en la península de Araya, de donde históricamente se extrajo sal para toda Venezuela, una industria de la que hoy sólo quedan desvencijadas ruinas carcomidas por la erosión y mucho desempleo. Un lugar de arena, calor irrespirable, casas de bloque, techos de lámina, sin agua y con poca luz. Un lugar en el que desde entonces reina el miedo a quien les atacó. Un pirata que no vive en una isla lejana, sino a un par de kilómetros de sus casas.
Denunciado con nombre y apellidos por los familiares de los muertos, pertenecientes al Clan Marval, el supuesto asesino es Alexander Vásquez, alias El Beta, de la banda de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera.
En la historia de estos pescadores de Caracolillo y su complejidad, llena de omisiones, medias verdades y mentiras, se reflejan la Venezuela de hoy, la debilidad de sus instituciones, la violencia y la corrupción. Quienes se sienten abandonados por todos se incorporan a un modelo, paradigma local, regional, continental: el del control por parte de pandillas, de la criminalidad organizada y tolerada, de territorios abandonados por estados que, desde su misma entrada en la modernidad, siguen peleando con mayor pena que gloria por consolidarse, sea cual sea el discurso que en cada ocasión se elige para fracasar.
La desembocadura del río Manzanares, en la ciudad de Cumaná, vierte aguas marrones, arenosas, a la lengua de mar Caribe que separa la ciudad de la península de Araya y es testigo de cómo lanza sus redes un enjambre de pescadores que avanzan a remo. Salen de madrugada y regresan cuando el sol comienza a picar demasiado. Colocan el jurel en la boca de río, una galería de puestos que emergen semivacíos -hasta el hielo se les hace caro ahora- al ritmo de Juan Gabriel.
Sobrevivió el patrón del barco: “Dispararon sin criterio, no dijeran nada… Y el que disparó se quitó la capucha para que le viera la cara”
A pie de escaleras hay tres descargadores. «Larry, Cool y Calimero», espetan los hombres, que añaden un «los tres chiflados» para hablar en grupo y, desconfiados, no dan su nombre real. «Ya nadie se atreve a salir al mar porque le quitan el motor y lo dejan a la deriva los piratas», dice uno. «Si no lo rescata un barco, desaparece en Dios».
Callan cuando se acerca la guardia, bolsa de plástico en mano, recorriendo puesto a puesto, recogiendo peces. Cobrándose la protección, mitigando el hambre también ellos. «Si no lo roban a uno en el mar, lo roban estos en tierra», masculla quien elige Calimero como seudónimo.
La de los piratas aquí es una historia antigua y repetitiva. Entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVII, Holanda y la Corona de Castilla pelearon por el control de la península de Araya, donde se encontraba la mayor salina conocida del nuevo continente. Los piratas y filibusteros holandeses, franceses e ingleses asaltaron, robaron y explotaron el lugar en competición con los españoles en busca de la sal. También para beneficiarse del contrabando.
Desde el siglo pasado, el partido del presidente Hugo Chávez no ha perdido nunca un proceso electoral en Sucre, el estado más pobre y quizás uno de los más favorables al régimen de todo el país. Que vivía -malvive- en declive absoluto, rayano con ese colapso al que arrastra el abandono de su puerto -el de Cumaná- de la pesca, de sus pescadores.
Interminables colas para conseguir comida organizadas por hombres con armas largas, escasez de productos básicos, fallos en el suministro eléctrico y una protesta continua pero soterrada de todos en cada esquina, portal y charla. Que aún sin llegar al desborde -algunos saqueos esporádicos en junio pasado- puede estallar cualquier día. Es también un aeropuerto de vuelos a 10 dólares del que no sale un avión a tiempo. Inundaciones de lodo en las calles tras algo de lluvia, un hospital sin agua corriente, medicamentos o, muchas veces, luz que permita ver algo en una sala de emergencias alumbrada a linternas y velas o una comandancia policial donde los presos languidecen, hasta mueren, hacinados como animales.
Los niños de la familia Marval se pasan el día riendo y jugando en el mar. Meten una oreja en el agua y se tapan la otra. Dicen que se escucha el gorgojo del bagre y así reconocen cuando llega la buena captura. Ésa es sólo una escena que se disfruta de frente y con anteojos de turista. Ampliando el ámbito de visión a los lados, el paisaje que los rodea tiene poco de arcadia feliz. Es insalubre. A falta de baño, nunca lo hubo, y agua corriente en sus casas -porque lleva horas ir a acarrearla en cubos-, las necesidades mayores flotan cerca de la orilla. Hay que saltar sobre basura para poner un pie en el mar.
Esos baños junto a la inocencia de los más pequeños hablan mucho. Tanto como el escenario que les rodea, de hombres reparando redes y jugando a las cartas, de mujeres que pasan la tarde, enfadadas, cargando bebés, dando órdenes a gritos en un español roto e ininteligible, limpiando pescado, su única alimentación junto a un poco de arroz. Tras la primera entrevista, la de las víctimas de los piratas del mar, la de los robamotores, la de Edesio, el padre herido, la pobreza a primera vista y la exclusión social, la inocencia de un niño destapa una mentira.
Se denunció a ‘El Beta’, líder de Los Trakis. La Guardia Nacional Bolivariana no logra detenerlo. Quizá tampoco quiera
- ¿Ésas son vuestras lanchas?
- Sí. Ésa es de mi tío y ésa de mi abuelo.
- ¿Y los motores? ¿Son motores nuevos?
- No, ya tienen años.
- ¿Pero no los habían robado?
- No, no los robaron.
La conversación no es literal, demasiados niños alrededor, jugando a las aguadillas. La idea lo es. Dice que hasta las víctimas mienten. Los niños, menos. Si en las lanchas fondeadas hay motores, ¿qué robaron los piratas? ¿Quince tiros en tres cabezas por unos kilos de pescado y unas redes?
En Caracolillo manda la familia de los tres pescadores muertos. Los Marval. La sociedad, matriarcal, gira en torno a la abuela de los tres. Luz María Durán, de 54 años, que ahora pasa a ocuparse de dos bisnietos huérfanos. Más bocas que alimentar, que sumar a los casi 50 nietos que le quedan vivos y a los 10 hijos e hijas que tuvo. Las hembras, como las llama, viven con ella. Luz es una mujer que, sentada, fuma, mientras deja que una de sus hijas le cepille una larga cabellera negra por la que no se abre paso una sola cana. Inexpresiva, silenciosa. Abre la boca lo mínimo. Ordena farfullando. El resto, obedece. Incluso su marido, Justo Marval, de 65 años, que rara vez se separa de su lado.
La rutina del día la marca la coreografía de las sillas de plástico en las que languidece una familia. Al comenzar el día, frente al mar, para ordenar lo sucedido con la captura de la noche. Cuando el sol aplasta, en un patio interior desangelado que hace las veces de depósito de motores bajo llave, las mujeres limpian chipi-chipi, una especie de almejas que cuecen con arroz. Y por la noche, en el portal de la casa, ubicada en la última calle de la aldea, los adultos juegan al dominó. Siempre atentos, de cara a una calle, de arena, que les comunica con el resto de su comunidad. Por donde podría llegar el ataque. Donde una manada de perros se pelea por sobras de comida ante la mirada -esa mirada de quien no espera ni siquiera que pase el tiempo- de dos docenas de mujeres y niños que temen a la oscuridad.
El tiempo, detenido, lo rompen los chamos. Los muchachos. Que irrumpen en fila india, caminando despacio, a saltitos, sin mirar a los lados, desde el foco de luz de los restos de lo que quiso ser cancha de fútbol. Son niños jugando a adulto. Con gorras, cadenas, zapatillas deportivas y ropa holgada. Alguno pesca y sólo se lava y cambia de ropa antes de salir a hacer la ronda de vigilancia. No llaman la atención hasta que están cerca, de tan integrado que está el movimiento circular y constante de cada uno de los grupos que revolotean en torno a la base del clan Marval, que es parte rutinaria de su ritmo de vida.
Son seis o siete. Y cargan un fusil, unas pistolas, un galil, un par de armas hechas a mano. Pasan sin saludar por delante del grupo de mujeres y niños y se meten en un cuarto. A fumar algo de peor calidad, incluso, que el crack. Creepy, lo llaman. Se pasan mensajes con las chicas, se mueven de casa en casa, de grupo en grupo, de esquina en esquina. Patrullan, vigilan. Se avisan. Cuando se acerca la guardia nacional para su ronda del día -con las luces encendidas y en ralentí total, como avisando- un sistema de silbidos sobre el cañón de la pistola previene con tanta antelación que los armados no necesitan ni darse prisa para disolverse y entrar en las casas. No llega ni a teatro, de tanto hábito que destila. La camioneta se detiene. Mira en silencio. Todos saben. La misma escena cada noche. Aquí no pasa nada.
Fueron pescadores. Ahora son otra cosa. En la aldea estos jóvenes son pandilla, autodefensa. Como miles más, víctimas de la crisis del mar, que irrumpió como cascada en todo el estado. Corriente floja primero, ha terminado aturdiendo y salpicando a quien se acerque.
Según datos de la organización patronal del sector, el atún, principal producto pesquero de la región, ha dejado de exportarse. La inflación para 2016 alcanzó el 800 %. La flota pesquera se ha reducido a menos de un 20 % de lo que fue y su producción total ha disminuido en un 75 %. En el muelle del puerto mercante, con capacidad para 1.500 contenedores, ya no hay ninguno. Su hormigón agujereado, sin actividad económica ni mantenimiento. Se han perdido miles de puesto de trabajo.
“Se lo llevan todo: el pescado, los motores… Te dejan a la deriva. Vas a la Guardia y no hacen nada”
Los empleados que quedan pasan el tiempo, pesado, lento, caribeño, sudoroso, en la sede de un sindicato, que no oculta -en contradicción cada vez más evidente- ni su fidelidad chavista ni su descontento con la dirección actual del país.
José Antonio García es cuadro político, representante de la Unión Regional de Trabajadores, y dispara desde la izquierda. «Respaldamos la ideología del presidente Chávez, pero no el accionar político que ha venido después», resume. «¿Guerra económica, dicen? Guerra es destruir la industria», explica. «De una actividad económica rentable se ha pasado a la quiebra por corrupción».
Empleado del puerto tras empleado del puerto, ingeniero naval tras ingeniero naval y pescador tras pescador explican que los pocos barcos que quedan salen a depósito lleno, venden el combustible y regresan con pescado no pescado, sino comprado en el mercado para justificar el viaje. Con los beneficios astronómicos de comprar gasoil barato, subvencionado, socialista y venderlo caro en el mercado capitalista. No sólo por el gasoil. Muchos contrabandean también comida. Tan escasa. Todo ante autoridades militares que miran hacia otro lado, dinero en mano. Como en el pasado. García cree que lo sucedido en el sector pesquero en Venezuela muestra la pérdida de ética, de institucionalidad, de conquistas sociales. Imbuida, eso sí, aún, de una retórica revolucionaria en la que ni los propios trabajadores creen. La crisis del gobierno de Nicolás Maduro, sucesor de Hugo Chávez. «Chávez fue un río desbordado. Maduro no es capaz de controlar el sedimento que arrastró», afirma categórico José Antonio.
La crisis y el enojo hacen mella en la industria, golpeada y expropiada. En los hombres de las manos agrandadas por años de trabajo duro. De la decepción no escapan ni cuadros chavistas ni militantes de la primera hora. Como el pescador Luis Rodríguez, de 39 años, tan camiseta vieja de Chávez que vive en una invasión organizada por el movimiento nada más llegar al poder en 1999. Un hombre humilde que camina aún vestido con una franja horizontal desde la que le guían esos ojos situados a la altura del corazón y casi en cada esquina o pared de edificio construido por las misiones de vivienda del comandante, gran hermano, que vigila a sus seguidores. La devoción, su fidelidad, es inmune a la realidad. Confía, dedo índice levantado al cielo, «en el ejército de Jehová y en la revolución de Chávez».
Rodríguez preside el consejo de pescadores artesanales Cahihuire, que agrupa a 334 familias. Denuncia y camina. Muestra. En el sector llamado El Hueco, pegado al mar, al norte de Cumaná y que fue manglar antes que invasión revolucionaria, los compañeros de Rodríguez viven sin agua corriente, las aguas fecales surcan los espacios entre sus precarias construcciones de madera y sufren por el modo en que el mar invade sus infraviviendas cuando la marea golpea fuerte. Mientras trabajan, también escuchan a Chávez hablando desde la ultratumba de los Aló presidente, sus programas dominicales de televisión, grabados hace años y que suenan ahora tuneados con base de hip hop.
Tienen que bajar el volumen -regresar de la ensoñación- para poder hablar de su hoy. Entonces, Irvelia Vázquez, de 40 años, llora frustrada ante una imagen a tamaño real de la figura mítico-religiosa que preside el espacio en el que vive con su marido y tres hijos como presidió sus vidas. «Le están faltando a nuestro presidente. El gobernador, el alcalde, los diputados, los ministros, no tienen a los pescadores en cuenta. Muchos días sólo comemos algo que podemos pescar. Otros pasamos hambre». Y tras la frustración y la descripción de sus condiciones objetivas de vida, la fase de negación del creyente: «A Maduro le ocultan todo esto. Queremos que venga Maduro aquí y vea esto. Haría algo si supiera como vive su gente».
Además, cuentan Luis, Irvelia, los pescadores, también ellos, están los piratas del mar. Y presentan a otra de sus víctimas: Ramón Ramos, de 61 años, pescador desde los siete. La historia es sustancialmente la misma que relata Edesio. Sólo que sin muertos. «Íbamos tres, ellos eran cinco», comienza. «Estábamos fondeados durmiendo, cerca de una isla. Te amarran al bote, se lo llevan todo. El pescado, la central, los motores. Quitan tapones para que te hundas, te dejan a la deriva. Llegas a tierra. Vas a la guardia, no hace nada. Ellos mismos almacenan los motores que requisan y te acusan de autorrobo para cobrar un seguro. Luego les borran el número de serie y los venden fuera de aquí».
El relato de Edesio, el superviviente impregnado de gasoil del ataque que segó la vida de sus tres acompañantes, es mucho más detallado. Hace unos años aparecieron por aquí los Trakis, una banda de ladrones. El peor de todos ellos es Alexander, El Beta, el pirata, que vive cerca, a la vista, en los apartamentos, en «el barrio», un proyecto de viviendas construido por el gobierno chavista en su momento de dádiva y esplendor. Es el mismo que supuestamente asesinó a los tres pescadores Marval. En la versión de Luz, corroborada no sólo por la familia sino hasta por el párroco, todos les tienen miedo. Llaman por teléfono, amenazan, hacen tiros al aire. La policía no hace nada. Entran a robar a las casas. Todas las semanas asaltan a pescadores. Roban motores, les cambian los papeles y los envían fuera de aquí para venderlos. «Nosotros no nos vamos a dejar. Nosotros tenemos que hacer algo para defendernos», explica Luz, que pone historia y contexto al grupo de adolescentes armados. «Nosotros somos pescadores y seguimos pescando. Pero los de El Beta ya sólo se dedican a robar. Yo conocí a los abuelos, a los papás, a la familia de todos esos carajillos, gente normal, pescadores. Pero hasta a su propia familia tienen amenazados esos de El Beta».
“Antes los motores dormían en el agua. Ahora hay que sacarlos cada día del mar, ponerlos bajo llave y cuidarlos en patrullas”
En cada historia de Montescos y Capuletos hay una anécdota fundacional, un hito que, desde su voluntad ejemplificadora, muestra el carácter del enemigo. Dicen todos en Caracolillo que la primera vez que los Beta les robaron un motor, el padre vino a devolverlo y desde entonces, de tan malos que son allí en «los apartamentos», hasta los padres viven amenazados por los hijos. Cada tanto, las mujeres se acercan en grupo a la comandancia de la Guardia Nacional y hacen guardia. Corren rumores. Que, si han detenido a alguien, que, si quieren denunciar que han visto a tal o cual de los miembros de la banda de El Beta merodeando por el cementerio, un lugar emblemático, frontera de separación de ambas comunidades, donde casi no se atreven a ir a recordar a sus muertos porque no sólo ha sido saqueado y las tumbas no tienen nombre o cruz, sino que sus enemigos esconden motores robados en las tumbas abiertas. Identifican al comandante de la guardia como aliado del grupo. Se muestran contrarios. Ponen sobre la mesa al gobierno, la política. Tienen hasta un primo concejal, denuncia la matriarca Luz, sí, aquí en Araya. Una localidad que gobierna el Partido Socialista Unificado de Venezuela.
Un círculo de piratería y crisis que comienza a cerrarse. De nuevo, sobre un esquema de siglos de antigüedad. Así se fundan las pandillas que controlan y pelean gran parte de América Latina, desde las villas del conurbano bonaerense a las colonias de Tegucigalpa. Venezuela no tenía por qué ser menos. Malandros los llaman aquí. Descendientes de los malandrines castellanos de la época en la que esta misma península fue acosada por los piratas. Y en alguna connivencia con las autoridades, del color que sean éstas.
«Tenemos que protegernos», dice Luz, que remite para cualquier explicación sobre las armas y el grupo de jóvenes, Los Cainos, se llaman, a Franklin Marval, el jefe de la banda, su sobrino. Encarcelado en la Comandancia de Cumaná desde hace un año por matar a tres personas a tubazos dentro del interior de una casa. Se supone que ladrones, se supone que de la banda del Beta. Para entrar en el centro penal de Cumaná, donde un hombre murió hace poco tras pasarse un mes esposado desnudo a una verja de la puerta de entrada de las visitas, es necesario hacerlo con Luis Soto, delegado en Sucre del Observatorio Venezolano de Derechos Humanos. Soto, abogado nervioso, hablador, empapado en sudor, muestra fotos de presos fundidos en la sarna que se extiende por el lugar. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos tuvo que emitir medidas cautelares en abril de 2016 para ordenar la situación después de que siete presos que a falta de espacio estaban encerrados en el interior de un vehículo policial en el patio se quemaran en un incendio provocado por un hilillo de gasolina que salió de la celda de un grupo rival.
Aquí, de una celda de 10 m² en la que se turnan para dormir 125 personas, sacan a Franklin, de apodo El Chupacabras, un hombre de 40 años suave, casi atildado, educado, limpio, jefe, articulado -mucho más que cualquier miembro de su familia- como lo son los malandros de verdad. Lo sacan de la celda del Carro Azul, donde se aísla y separa de sus enemigos a los miembros de esta megapandilla de Cumaná, matriz de Los Cainos de Araya. Esos enemigos son miembros de la megapandilla rival El Tren, matriz a su vez de Los Trakis de Araya, la banda a la que pertenece El Beta. Franklin, de quien hasta el párroco de Araya dice que su comunidad le considera un Robin Hood porque roba y reparte, porque protege, ya sin reparos, recibe a los enviados de su tía abuela, Luz, y explica.
«Desde que yo caí preso, el control allí se fue y por eso mataron a los chamos. Yo llegué de Cumaná a Caracolillo en 2008. Era taxista, Había estado preso alguna vez por algunos ilícitos. Me encontré con que Los Trakis atronaban y robaban. Saqué un arma, sí. Y puse orden. El primer muerto fue 2009, por robamotores. En 2012 hubo otro. Le agarramos titico [traduce, que quiere decir en grupo]. Y murió a escopetazos». Sigue. «El último día de 2013 se nos metió un ladrón con un taxi robado y el pueblo salió a buscarlo. Lo matamos. La policía no se metía, había que defender a la comunidad. El 7 de julio de 2015 me arrestaron por los tres que agarramos a tubazos. Ni saqué el arma. Estaban en una casa robando y entramos varios a por ellos. Cuando yo vivía allí, los motores dormían en el agua. Ahora hay que sacarlos cada día del mar, ponerlos bajo llave y cuidarlos en patrullas. Organicé lo de los chamos. Hablé a los dueños de los peñeros y como ellos dan un servicio de colaboración para la seguridad de todos, ellos les proveen de pescado y de harina y de una cantidad para la familia».
No, a Edesio y los muertos no les robaron los motores. Franklin confirma lo que contaban los niños mientras se bañaban, medio en broma, sin ser conscientes de que destapaban la olla de un conflicto más profundo. «A los muertos les cayeron en el mar, en el trabajo, porque los veían vigilando y en tierra, en la comunidad, no se atrevían a atacarlos. El Beta es un cobarde y para seguir robando tiene que deshacerse de quienes protegen. Sean pescadores o chamos armados. Porque el negocio son los motores. Desde que empezó a subir el dólar nadie puede comprar motores ni reparar nada. Las piezas y los insumos no llegan. Ése es el mercado negro que alimenta todo este conflicto. Por eso los mataron, por proteger motores».
Y por política. El Beta, delincuente victorioso por el momento, no es el único que tiene un primo concejal, en el gobierno. Franklin Marval, derrotado y encarcelado, confirma que le pagó parte de la campaña y le cedió una casa a la candidatura municipal de la oposición en las últimas elecciones a la alcaldía de Araya. Quizás esa derrota, la de la correlación de fuerzas políticas, también haya influido en la de una pandilla frente a otra. En quien sigue libre y quien está encarcelado. En que el conflicto no tenga visos de solución a corto plazo, porque es trasunto delictivo del problema político del país.
Además, el conflicto, consustancial a estas situaciones, amenaza con contagiarse al interior del grupo, donde los hay que son disidentes hasta de los disidentes. En Caracolillo, algunos de los jóvenes que duermen agrupados en colchones sobre el suelo, espantando moscos y cucarachas con un trozo de arroz y pescado en el estómago, se despiertan a las dos de la mañana para salir al mar a buscarse el jornal con hambre y el miedo a un ataque, oscilan, dudan, bailan, del trabajo duro a la prepotencia del vigilante querido, reconocido y mantenido por la comunidad. No sin recelos. No hace falta escarbar para detectar la protesta, el disenso en voz baja, de primos contra primos. «¿Por qué tengo que trabajar yo para que esos se las den de guapos?».
Sucre es el estado más pobre y uno de los más favorables al régimen. Su gran feudo: el chavismo nunca ha perdido allí unas elecciones
Conscientes de la imagen de división que transmiten, no profundizan. Al mismo tiempo, alguno de sus primos, que también pesca, cuenta con orgullo cómo han dejado reducidas a escombros algunas de las viviendas de su comunidad. En ellas habitaban partidarios del grupo rival. Y esa pertenencia no se perdona.
La violencia cae de todos los lados. Todos aquí son víctimas y victimarios. Igual que chavistas y antichavistas. Incluso al mismo tiempo. Cuando el conflicto se basa en enfrentamientos familiares, las cunetas y, en este caso el mar, siempre guardan espacio para nuevas víctimas.
Daniel Marchán, 20 años, es secretario de finanzas del sindicato de Pescalba, estandarte de la industria pesquera socialista. Puede elevar la explicación de la piratería, las pandillas, la crisis de la pesca hasta el conflicto político nacional. Es chavismo enojado, preocupado. Miembro del partido, desde la infancia. Producto del proceso que el país ha vivido. Recuerda que a los 10 años vivía en un rancho de suelo de barro. Cazaban pájaros para comer. «Antes había de todo en las tiendas. No había dinero. Ahora hay algo de dinero, pero no hay nada en las tiendas. Algo se ha hecho mal». Está enfadado.
Daniel cuenta que cuando el gobierno de Chávez decidió entrarle a la pesca, una de las primeras medidas que tomó fue la defensa del pescador artesanal. Prohibió la gran pesca de arrastre cerca de la costa y dio créditos para lanchas y motores. Quien perdía su empleo en la industria podía convertirse en pescador artesanal. Muchos -dice, rodeado de un grupo de compañeros de trabajo que asiente- los vendieron y se quedaron sin nada. Cuando se les acabó el dinero, ya no tenían puesto al que regresar porque no había empleo. Llegó la pobreza. La delincuencia. Cierra el círculo que lleva a los piratas del mar, azote del pequeño pescador. Cierra el círculo de la desindustrialización, de la privatización que ahora quieren detener, de la mala planificación económica, de la revolución traicionada.
«Amor con hambre no dura», sentencia, en frase hecha a partir de retazos machistas pretendidamente románticos y elevada a análisis político. «Puedes amar a Maduro y al partido, pero con hambre y necesidad, buscarás un cambio».
Las autoridades, como corresponde al contexto, guardan silencio. La única voz oficial que se pronunciaría sobre el problema de los piratas y la violencia es Gluber Meza. Capitán General del puerto de Sucre, un militar en situación de retiro. En su despacho, a diferencia, por ejemplo, de las Urgencias del hospital regional, sí hay aire acondicionado. Tanto que lleva a temblar de frío en apenas cinco minutos y él no se quita la chaqueta durante toda la entrevista, casi una trampa tendida por los propios sindicalistas del puerto, que querían presentarle a alguien que trataba entender los problemas del sector pesquero.
Su respuesta a la pregunta sobre los piratas del mar, la crisis de la pesca, se muestra escueta, dentro de esa marea de verborrea vacía instalada por su líder y a la que cada cuadro chavista parece haberse sumado. Resumiendo: «El robo de motores es un problema mundial que se da también en Europa. No victimicen a Venezuela. Mientras haya compradores, habrá ladrones. Los pescadores tienen que aprender a protegerse. Lo que usted me pregunta es una nimiedad comparado con la trata de blancas o el tráfico del polvo blanco. Cuando alguien es víctima del hampa es legítimo que diga que la culpa es de las autoridades. A mi hija le robaron la cartera en Madrid y usted no va a escribir un reportaje sobre eso y echarle la culpa a Rajoy, ¿verdad?». Termina la charla abriendo el frigo y ofreciendo un trago de chingaparao. Una bebida fuerte, en chupito, hecha a partir de ron y melado de papelón aliñado con especias.
En ninguna comunidad atravesada por la violencia, la crisis eterna y la ausencia de Estado faltan las buenas intenciones. Que tratan de organizar treguas entre organizaciones armadas en las que los combatientes son apenas adolescentes y reproducen cuitas abiertas por sus padres y abuelos. Que, cargadas de ilusión, dicen que, para rebajar la tensión, los chamos tienen que jugar un partido de fútbol con sus enemigos. Montescos contra Capuletos. En eso trabaja aquí, en este caso, el padre Albert Marchán, de alzacuellos y camisa azul celeste, barba recortada y lentes de lector, que tiene apenas 30 años y es párroco de Araya desde hace dos. Conoce perfectamente el problema. Ser cura en esta zona -explica no sin cierto orgullo, a fin de cuentas, habla de sí mismo y los dos seminaristas silenciosos que le acompañan hundidos con su larga sotana negra en el calor- tiene un componente de «misión».
«No hay día que no escuchemos una historia de piratas y violencia. Es el tema de discusión». Pero concluye, imposible saber si resignado o crítico con el gobierno: «La política de las autoridades es la inacción. Dejar que se maten entre ellos. En un país sin empleo, comida, agua o luz donde el Estado ha dejado de cumplir sus obligaciones, de proveer seguridad a la población. Las armas son ya el único mecanismo de diálogo entre quienes no están de acuerdo en algo».
Fuente: http://www.elmundo.es/papel/historias/2017/01/22/5880efa0468aebb6798b4678.html