Aunque desde que nació los médicos recomendaron a los padres de Samuel Becerra que tuvieran al día los asuntos funerarios de su hijo, el niño vivió 12 años. Contra todo pronóstico luchó contra una insuficiencia renal congénita: le hicieron decenas de operaciones y hasta un trasplante de riñón, pero a pesar de todos los esfuerzos no sobrevivió. Judith Bront, su mamá, denuncia que lo mató una bacteria en la sala de hemodiálisis del Hospital J.M. De Los Ríos
Dalila Itriago
Los padres de Samuel Becerra son personas tranquilas. Judith Bront, de 44 años de edad, y Miguel Becerra, de 53, no alzan ni siquiera un poco la voz para hablar de algo tan dramático como puede ser la muerte de su hijo. No se les escapa ni una lágrima.
Ellos se concentran en recordar las fechas de las operaciones que le hicieron a Samuel, enumerar las dolencias del niño de 12 años y esbozar algunos de sus rasgos, pero luego concluyen que él no tenía por qué haber muerto y que lo que no logró la insuficiencia renal crónica sí lo hizo un descuido humano: la contaminación de la sala de hemodiálisis del Hospital J.M. De los Ríos le mató a su muchacho.
“No es como dice alguna gente, que él tenía que morir porque se dializaba. ¡Imagínate! No. Él murió porque no se hizo lo que se tenía que hacer en el tiempo y el momento adecuado. Él murió por un ‘shock séptico’. Hubo una infección y faltaron los antibióticos. La bacteria se hizo muy resistente en su cuerpo y llegó un momento en que lo mató”, dice Judith.
Con voz casi inaudible arrastra las palabras. Parece un monje budista. Luego añade: “Ellos dicen que fue la planta de ósmosis, esa que filtra el agua con la que se dializa a los niños. Obviamente a esa máquina no se le ha hecho el mantenimiento adecuado y hay bacterias que quedan allí en el agua. Eso es como el filtro de tu casa, si este no funciona, el agua no pasa”.
No hay consuelo posible. A Judith y Miguel parece que las sonrisas se le fueron de viaje. No saben si buscarán tener otro hijo. En cualquier caso, afirman, a dúo, que nadie reemplazará el lugar de su único hijo Samuel. Mientras tanto, solo la defensa de los derechos humanos de otros niños los invita a seguir viviendo.
Judith colabora con la ONG Prepara Familia. Desde esa plataforma asegura que son nueve los casos de menores de edad documentados (con actas de defunción y exámenes en mano) que fallecieron en el año 2017 en la misma sala de hemodiálisis de ese centro de salud, a causa de bacterias e irregularidades en la aplicación de tratamientos. Ellos son Raziel Jaure, su hijo Samuel Becerra, Dilfred Jiménez, Daniel Laya, Deivis Pérez, Rafael Velásquez, Cristhian Malavé, Ángel Quintero y Ronaiker Moya. Extraoficialmente serían 17.
De hecho, en abril del año pasado algunas madres con pacientes recluidos en ese hospital denunciaron el contagio de 15 niños de la sala de nefrología con infecciones como klebsiella, estafilococo y pseudomonas. Indicaban que las causas estaban vinculadas al agua, pues los tres tanques del centro asistencial presentaban bacterias fecales.
Pero este no es el relato de una tragedia que afectó, y sigue afectando, a los niños con insuficiencias renales en Venezuela que no cuentan con un lugar aseado para hacerse sus tratamientos. Se trata de la historia sucinta de una sola vida que se apagó durante ese trayecto.
“Samuel nació el 19 de febrero de 2005 en el Hospital José Ignacio Baldó, mejor conocido como El Algodonal, en la parroquia caraqueña de Antímano. Inmediatamente los médicos le diagnosticaron una insuficiencia renal crónica y se dieron cuenta de que tenía un problema obstructivo en la uretra. Se le crearon como unas raicítas que se llaman valvas de uretra posterior y eso impedía que el orine saliera. Todo eso se acumuló ahí y le dañó su riñón”, relata la mamá.
El control durante el embarazo no alertó sobre esta malformación de las vías urinarias. Entonces a los cuatro días de nacido le colocaron sondas para procurar que orinara, pero ya los riñones no le funcionaban.
Desde ese momento la enfermedad tuvo sus secuelas. El problema renal le produjo un problema respiratorio a los pocos días de nacido y en el mismo hospital no tuvieron terapia intensiva para atenderlo. Lo trasladaron entonces al Hospital Materno Infantil de Caricuao para estabilizarlo y estuvo como dos días allí, donde descubrieron su verdadera o principal dolencia.
“Hizo un hemotórax pulmonar. Eso es aire en el pulmón, lo cual le impedía respirar. Él necesitaba ventilación mecánica para ayudar a sus pulmones y fue a partir de todos los exámenes que le hicieron que se dieron cuenta de que tenía un problema obstructivo. De hecho, en las pruebas de laboratorio se observó que estaban muy elevados los niveles de urea y creatinina. Entonces concluyeron que tenía un problema renal”, dice Judith al explicar cómo fue la mudanza de su niño hacia el J.M. De los Ríos.
A los 11 días de nacido Samuel se estrenó en un quirófano. El servicio de nefrología le hizo una operación de “derivación de uréteres” porque como él no drenaba los residuos por la orina, los riñones estaban mucho más grandes de lo normal. Esto se conoce como hidronefrosis bilateral. Dice Judith que de esta intervención salió bien. La derivación permitió que el orine saliera por la espalda, a través de dos huequitos a nivel de los uréteres: “En esa oportunidad le colocaron un catéter de diálisis peritoneal porque dependiendo del resultado de la operación, si veían que no había mejoría en el riñón le harían la diálisis”.
No hubo forma. El riñón estaba muy desmejorado y el diagnóstico fue insuficiencia renal estadio cinco. A pesar de este diagnóstico, estuvo un año sin ir a diálisis pues los médicos consideraron que era mejor postergar este tratamiento para así evitar que el deterioro fuera mayor.
Contra todo pronóstico, aumentó de peso y creció. Los médicos le dieron un año para colocar los uréteres nuevamente en el lugar adecuado y así procurar que hiciera pipí de manera normal. Este procedimiento requiere de la colocación de una sonda que se le coloca en su órgano para luego pasar un contraste. Durante la prueba agarró una infección urinaria y esto hizo que se elevaran sus niveles de urea y creatinina. La descompensación provocada en el niño hizo que los médicos decidieran comenzar a aplicarle la diálisis peritoneal.
Judith y Miguel acondicionaron un cuarto en su casa para tal labor. Lo limpiaban hasta tres veces al día y evitaron que alguna otra persona entrara a esa área. Eran doce horas continuas, explica la madre: “Eso es una solución que contiene algunos medicamentos, va a la cavidad peritoneal y se mantiene ahí durante un periodo, de hasta dos horas cada ciclo. Después, cuando ellos la depuran, es como el acto de orinar y expulsan todas las toxinas a través de esa solución”.
Samuel tenía hasta cinco ciclos de dos horas cada uno. En un proceso que llaman de infusión y drenaje. En un primer momento la solución entraba como a las siete de la noche y ya a las nueve era expulsada, y así estuvo durante cuatro años. A punto de cumplir los cinco años de edad fue pasado a hemodiálisis. Para este momento ya contaba con al menos cinco intervenciones quirúrgicas.
La primera vez que lo operaron fue a los pocos días de nacido para colocarle el catéter. A los cuatro meses lo rechazó y se lo volvieron a colocar. Después, al año, le reimplantaron los uréteres, que es el cierre de esos huequitos por la espalda y posterior desvío hacia la vejiga. Luego le fulguraron las valvas y a los dos años de vida, le operaron dos hernias durante una segunda intervención de valvas. También aprovecharon de “bajarle las bolitas”, como dice su mamá, al explicar la operación de criptorquidia. La operación de la vejiga fue a los cinco. Allí le colocaron un parche, que sacaron del intestino, para lograr que esta tuviera un tamaño normal.
Como consecuencia de todas estas operaciones, y de las heridas que dejaron a nivel abdominal, Samuel no pudo recibir más diálisis peritoneal. Entonces lo pasaron a hemodiálisis. Después de esto los padres comentan que comenzó “su calvario” porque al año se le dañó el primer catéter. Un episodio que volvió a repetirse periódicamente, llegando a contar hasta diez cambios de este material en menos de ocho años.
Asegura su papá que cuando se los colocaban en los brazos le duraban más, pero cuando se los ponían por las piernas, no pasaba de tres meses. Tenían que estar entrando a quirófano casi todo el tiempo, supuestamente por la lejanía entre los miembros inferiores y el corazón. Debido a esto Samuel comenzó a perder casi todos los accesos vasculares.
“Cuando tenía ocho años nos dijeron en el hospital que no se podía hacer más nada pues de tanto colocarle la vía se le hacía como un callo. Los médicos utilizaban los accesos de las venas principales: la vena yugular, las partes ilíacas, las llamadas venas cavas, que son las venas gruesas, porque no podían colocarle la vía en las venas delgaditas. Pero lo metieron tantas veces al quirófano y en tantas oportunidades salió sin catéter, porque su cuerpo lo rechazaba, que hicimos esfuerzos sobrehumanos para colocarle una prótesis. Esta también la perdió”, añade Miguel.
La operación les costó treinta millones de bolívares, antes de que se disparara el proceso de hiperinflación en el país. Para recaudarlos, Judith y Miguel vendieron muchas de sus pertenencias y gastaron todo el dinero que él había ganado en República Dominicana, Colombia y Trinidad, cuando salió a trabajar para una empresa de pilotaje que hacía túneles y puentes.
“A él le colocaron un catéter en la pierna y se comenzó a dializar por allí. Luego le pusieron la prótesis y había que esperar dos meses para que esta madurara. Hubo muchos problemas porque ni las enfermeras ni lo doctores tenían mucha experiencia pinchando ese tipo de prótesis. No sabían cómo manejarlo. Entonces, el proceso de la diálisis se hacía muy difícil y al final terminaron perforando la prótesis del niño, cuando según la expectativa del doctor podía durar hasta diez años”, relatan.
En sus 12 años de vida Samuel no fue más de tres veces al mar. En la piscina se sumergió solo una vez y ni siquiera en la regadera de la ducha de su casa podía bañarse tranquilamente. Los catéteres se lo impedían. Nunca tuvo libertad para disfrutar del agua, por miedo a infectarse.
Los médicos repitieron la implantación de catéteres hasta cuatro o cinco veces. Los padres acudieron de puerta en puerta a los organismos estatales para pedir ayuda y con suerte lograron apoyo. Después rogaron que funcionara el trasplante de riñón que recibió su hijo, pero ya los accesos vasculares estaban cerrados en su mayoría.
“Sentíamos una impotencia muy grande porque el día que nos llamaron para el trasplante nosotros llevamos a Samuel a la fiesta de Navidad de la escuela. Era un 12 o un 16 de diciembre, algo así, y él nos decía: “No, mami, no vayamos al trasplante, vamos a la fiesta”. Era chévere verlo correr, como un niño normal, con toda la salud del mundo, con toda la vida, aunque tuviese la enfermedad. Nosotros nos fuimos al hospital ese día con toda la intención de que esto funcionara, pero al otro día Samuel estaba en terapia intensiva con el pronóstico de que ya no había nada que hacer”, dice Judith.
Cuando le fueron a hacer el trasplante, el riñón no cumplió con su función de filtrar las toxinas, entonces los médicos se vieron obligados a retirarlo nuevamente, pero cuentan los padres que al momento de hacer esta operación al parecer le tocaron una arteria y el niño empezó a desangrarse sin parar. Allí fue cuando le dijeron que “fueran buscando la funeraria”, pues si sobrevivía era prácticamente un milagro.
Judith y Miguel son personas de fe y no aceptaron el vaticinio. Se decían entre sí que solo Dios podía decidir el destino de su hijo, y así poco a poco salió del estado de extrema gravedad en la que se encontraba y luego de abandonar la terapia intensiva comenzó a dializarse nuevamente. En esta ocasión el catéter se lo colocaron en el tórax.
Llevaba su rutina lo mejor que pudo hasta que en marzo de 2017 lo hospitalizaron porque comenzó a presentar fiebre y dolor en las articulaciones cuando lo conectaban a la máquina de hemodiálisis.
Al principio creyeron que era parte de la dinámica de la misma enfermedad: “Aunque sí comenzó a llamar nuestra atención que vimos que todos tenían los mismos síntomas. De hecho, el día que dejaron a Samuel, prácticamente dejaron a todo el grupo: de 23 niños en total hospitalizaron a 18 y ellos no querían entrar a esa sala. Nosotros teníamos un espacio donde nos sentábamos a hablar y a esperarlos.
Allí escuchábamos los gritos de los niños en la unidad. Los doctores salían desesperados porque no podían ponerles el ciclo completo. No lo aguantaban. Entonces, claro, el proceso cada día se fue poniendo más difícil y ya tú ibas viendo su deterioro”, recuenta Miguel.
En el último mes de vida, Samuel no quiso caminar. No resistía los dolores en las articulaciones. Con los días comenzaron los rumores de que la planta de ósmosis, que es la que filtra el agua con que dializan a los niños, no tenía mantenimiento. Los mismos doctores se lo informaron a los padres, luego de que meses atrás escribieran a la dirección del hospital para denunciar que había habido un brote de bacterias pseudomonas y esto había infectado a cinco niños. En ese entonces las madres de los pacientes de hemodiálisis infantil protestaron para exigir que se hiciera la limpieza de la planta cada tres meses, pero ya habían pasado seis sin que esta se llevara a cabo.
“Salimos a la calle a reclamar y ese mismo comunicado lo llevamos a la Defensoría del Pueblo. Pusimos la denuncia y nunca tuvimos respuesta. La dirección del hospital nos decía que de repente no era la planta de ósmosis sino la manipulación de las enfermeras, que no se cambiaban los guantes.
Después se tomaron los cultivos y prometieron limpiarla. Con los días vimos que la situación seguía siendo la misma hasta que, de manera sorpresiva, lamentablemente, falleció Raziel Jaure. Un niño que ingresó hoy y al otro día falleció. De hecho, su muerte fue asociada al dengue o a cualquier otra cosa, pero en los exámenes posteriores salió en los cultivos que el niño estaba infectado”, aclara Judith.
Samuel murió dos días después.
“El entró un día miércoles a la hemodiálisis y aunque esa vez salió con fiebre, él estaba mejor. Gracias a Dios estaba tranquilo. De hecho, estuvimos echando broma porque yo estaba de cumpleaños ese día. Como a las 12 de la noche se despertó y me dijo que tenía ganas de ir al baño y que se sentía mareado. Fuimos al baño, lo acosté nuevamente, lo limpié e inmediatamente llamé a la doctora. Cuando ella vino me dijo que tenía la tensión un poquito baja. Empezaron a ponerle los monitores, pero él me pidió que no lo acostara porque no le llegaba el aire. No podía respirar bien. Le pusimos el oxígeno y la doctora buscó estabilizarlo pero de repente tuvo un paro respiratorio. Era como la una de la mañana”, prosigue Judith.
En minutos, Samuel estuvo rodeado de los médicos de emergencia y de terapia intensiva. Durante cerca de una hora y media comenzaron a pasarle adrenalina e intentaron reanimarlo, pero él no volvió. Está enterrado en el Cementerio del Este.
Si se le pregunta al papá sobre los responsables de la muerte de su hijo, él mencionará a la jefa de infectología pues tenía que haber dicho: “Me cierran esta vaina porque esto no sirve”. A la jefa de nefrología porque le faltó decir: “Yo cierro esta vaina y a mí no se me muere nadie aquí. Veremos qué hace el gobierno para dializar a los niños” y en tercer lugar a la dirección del hospital que también permitió que este servicio estuviera abierto.
Judith es más categórica y piensa que se trata de todo un sistema. Sin embargo, subraya que los médicos tienen una responsabilidad individual frente a esas muertes y cree que no deberían de callar al ver que estas siguen ocurriendo sin que ellos hagan nada: “De verdad Samuel luchó por su vida. La primera vez que nos dijeron a nosotros que él podía morir fue cuando nació y a pesar de esto luchamos con él durante 12 años. Era bueno verle las ganas que tenía para seguir hacia adelante. ¿Entonces? ¿Cómo es posible que se haya ido por una situación como ésta?”
Fuente: http://elestimulo.com/blog/los-ninos-gritaban-al-entrar-en-la-unidad-de-hemodialisis/