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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Lo que solo Dios ve

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“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos”
Mt. 6, 1

“Quien salva una vida es como si hubiera salvado al mundo entero”
Hilel el Sabio

Hacia finales de 1938, Neville Chamberlain acababa de arrancarle a Hitler un pacto de no agresión (el pacto de la traición, lo han llamado algunos acertadamente) que no duró lo que tardó la tinta en secarse sobre el papel. A cambio, los nazis recibieron carta blanca para anexarse los Sudetes en Checoslovaquia, cosa que hicieron de inmediato sin inmutarse (pocos meses después se tomarían el país entero, y más adelante casi todo el continente). Eran, pues, tiempos peligrosos en Europa. Probablemente de los más peligrosos que se puedan recordar. El preludio de una guerra larga y atroz.

Por aquellos días turbulentos, un amigo –Martin Blake– llama a otro desde Praga para proponerle que, en lugar de ir a disfrutar de unas merecidas vacaciones de fin de año esquiando en Suiza, venga inmediatamente de Londres a Praga para ayudar con la crisis de refugiados que iba en aumento con cada día. El amigo londinense no se lo piensa demasiado, y pide permiso a sus empleadores en una casa de bolsa para ausentarse por unos días1.

Si a cualquiera de nosotros nos hubieran propuesto que fuéramos a Checoslovaquia en diciembre de 1938, es posible que, sabiendo lo que hoy sabemos, hubiéramos pensado que nos estaban tomando el pelo. Es cierto que en ocasiones la gravedad, los riesgos o peligros de una situación solo pueden apreciarse cabalmente andando el tiempo, pero también es cierto que nuestras precauciones ante el más mínimo riesgo o peligro suelen ser enormes (cuánta gente no viaja en avión o en barco por temor a sufrir un accidente), aunque ese sea a veces el empinado camino hacia el bien.

El hecho es que eso fue exactamente lo que hizo Nicholas Winton: se fue allí, ignorando las advertencias y peligros, se sintió conmovido por lo que vio, y acabó por salvar a 669 niños –la mayoría judíos–, y todo eso lo hizo sin el más mínimo alarde. Por supuesto que no lo hizo todo él solo. Tuvo muchos colaboradores y buenos oficiantes anónimos o menos célebres –muchos de los cuáles corrieron riesgos aún mayores que los de Winton, quien de hecho solo estuvo en Praga tres semanas–, pero nadie creyó necesario divulgar lo que estaban llevando a cabo más allá de quienes estaban directamente involucrados. De su boca no salió una palabra sobre lo que hacían, al punto de que, acabada la guerra, todo quedó en el olvido y casi todos los participantes fueron muriendo hasta que un día remoto, medio siglo después, a través de un tercero que nada tuvo que ver con el asunto, la cosa salió a la luz.

A veces pueden ser sorprendentes los objetos que aparecen en una casa después de una limpieza profunda. Un buen día, Grete, la mujer de Winton, le pidió que ordenara su despacho, lo cual implicaba una pequeña labor de arqueología entre restos acumulados durante décadas. Allí, en una olvidada gaveta del escritorio apareció un viejo portafolio que guardaba un antiguo álbum de recortes: contenía las fotografías y detalles de los 669 niños checos que él y otros trabajadores humanitarios salvaron de las garras de los nazis a lo largo de 1939 –hasta aquel fatídico 1 de septiembre en que el mundo cambió para siempre–, sin que prácticamente nadie lo supiera. A instancias de su mujer, aunque todavía renuente, Winton se puso en contacto con Elisabeth Maxwell, la mujer del magnate de los medios Robert Maxwell (él mismo un judío checoslovaco que había escapado por los pelos de los nazis), quien consideró que el asunto era lo suficientemente relevante como para hacerlo público.

El hecho salió a la luz pública de una manera bastante impactante y conmovedora durante un popular programa de variedades de la televisión británica a finales de los ochenta, cuyos pormenores me reservo para no echar a perder la historia a quien quiera averiguarlos. De la noche a la mañana, Winton se convirtió en una pequeña celebridad durante unos pocos días y luego, incómodo en ese papel de famoso repentino, volvió a su apacible vida de jubilado en un suburbio inglés, mientras en la República Checa se instalaría para siempre en el panteón de los héroes nacionales. Murió mientras dormía, tan silenciosamente como había vivido, a la venerable edad de 106 años. Su historia ha sido magníficamente llevada a la pantalla en una reciente película protagonizada por Anthony Hopkins2.

Hace poco escuché a alguien decir que uno de los secretos del éxito consiste en empezar cuando aún no estamos listos. No deja de tener razón. Cuántas veces dejamos de hacer algo por sentir que no estamos preparados para ello. Sobre todo, cuántas veces hemos dejado de hacer algún bien por pensar que es demasiado poco, casi insignificante, que a la larga no haría diferencia alguna. O, acaso, cosa que también suele sucedernos a menudo: cuántas veces hemos dejado de hacer el bien por el mero hecho de que nadie nos vería hacerlo, de que no tenemos testigos que nos brinden el aplauso o la recompensa inmediata.

Pero el asunto es que sí hace una diferencia, aunque nosotros no sepamos muy bien cómo ni lo notemos en un primer momento. A nosotros solo se nos pide la intención de querer hacer una diferencia y comenzar. Ante la pregunta de un sorprendido rabino praguense de por qué hacía lo que estaba haciendo, Winton respondió con la mayor naturalidad: “Porque puedo hacer algo al respecto, porque debo hacerlo…”. El bien solo aspira al bien, es un fin en sí mismo, no requiere de pretextos, justificaciones o recompensas, tampoco de fanfarria o aparato. El mal, en cambio, es siempre un impostor, nunca se presenta como lo que es, sino que busca confundir y engañar bajo la falsa apariencia o la máscara del bien.

La discreta operación de salvamento le supuso a Winton y a sus anónimos colaboradores ocho meses de arduo trabajo, que debió compaginar con su empleo como corredor de valores: recaudar dinero, presionar a los departamentos gubernamentales para obtener visas, organizar hogares de acogida, gestionar los trenes para el transporte. Su gran secreto para salvar a tantos fue intentar salvar a cada uno como si fuera el único. Tampoco esperaba nada de ellos más que salvarlos. Sin embargo, no pudo dejar de pensar con cierta frecuencia en qué habría sido de sus vidas.

Hacer el bien requiere no pocas veces una buena dosis de fortaleza. Fortaleza no solo para afrontar los peligros y dificultades, sino también –y quizás, sobre todo– para vencer nuestra propia resistencia, nuestra pereza, nuestra seguridad, nuestra comodidad. Winton puso en riesgo no solo su seguridad, sino también su trabajo y patrimonio.

Normalmente Dios no nos sacará de nuestro ambiente, pero allí donde estemos nos pide no mirar para otro lado ante los males e injusticias que nos rodean. Posiblemente tampoco nos pida algo heroico o extraordinario, pero probablemente sí que hagamos lo ordinario de forma extraordinaria, con heroísmo, caridad y perfección. Esa pequeña tarea que tienes entre manos, sin que nadie te vea, en este preciso instante.

La mayoría de nosotros seguramente tiene un instinto natural hacia la compasión. Eso es lo que nos hace humanos. Pero no todos somos capaces de ir más allá del hecho mismo de conmovernos para hacer algo concreto al respecto (o acaso no somos la mayoría de las veces de los que pasamos de largo en la parábola del Buen Samaritano). Es la pequeña gran diferencia entre conmoverse y comprometerse. 

Quienes intentamos contar historias, cuántas veces dejamos de contar alguna porque creemos que no vale la pena, que no es lo suficientemente buena o interesante, que no satisface nuestra pequeña vanidad, y nos olvidamos de que se trata de vidas humanas de valor incalculable, de personas que probablemente intentaron hacerlo lo mejor que pudieron en las circunstancias en que vivieron.

Es poco probable que a la mayoría de nosotros nos toque emular a Winton, pero seguramente a casi todos se nos pueda presentar la ocasión de hacer lo que hizo Beatriz3, una alta ejecutiva de una multinacional que se desplazaba hace unos días en su moto por las calles de Barcelona. En algún cruce de peatones, Beatriz observa a Nuria, una mujer mayor a quien no conoce, que va cargando dos bolsas de mercado y lleva el cordón del zapato desatado. Inmediatamente se le viene a la mente su madre y le señala a Nuria el riesgo de ir cargada con el cordón desatado. Nuria hace un gesto de impotencia (lleva las manos ocupadas) y Beatriz hace ademán de seguir. Sin embargo, unos metros después se detiene, se baja de la moto, y sin mediar palabra se agacha y le ata con perfección los cordones a Nuria, vuelve luego a su moto y desaparece a toda velocidad.

El hecho ha causado un pequeño revuelo en España como una brisa de aire fresco que cruza fugazmente un árido desierto de malas noticias y que nos habla de esas pequeñas buenas obras anónimas y cotidianas. Tampoco voy a contar aquí todos los detalles de esta historia, y del conmovedor reencuentro entre sus protagonistas, pues ya lo han hecho ellas mismas y un par de buenos cronistas4, pero quisiera quedarme con la última frase de la carta que Nuria escribió al director del diario La Vanguardia de Barcelona: “Pienso qué distinto sería el mundo si todos fuéramos capaces de atar el cordón del zapato al que lo necesita”.

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