Ángel Oropeza
Así como hay dos formas básicas de organización social, por consenso o por imposición, para cambiar las cosas solo hay dos caminos, el de la política y el de la violencia. La violencia es simple, porque se trata solo de destrucción. La política es compleja, porque supone construir.
En la política existe un amplio rango de herramientas de lucha: organización popular, presión internacional, movilizaciones, diálogo con el adversario, trabajo electoral, docencia social e incorporación de la ciudadanía.
En la Venezuela de nuestros días, la inmensa masa humana que se opone al modelo militarista de dominación lo hace desde varios frentes, tan disímiles como la propia naturaleza diversa de los venezolanos. Así, la oposición se expresa por igual en el tortuoso camino de las conversaciones con el gobierno, en las luchas de calle, en las protestas de las comunidades, en la lucha organizativa de los partidos políticos, en el combate y creatividad de los movimientos estudiantiles, en la presión internacional, en la pelea de los diputados por cambios institucionales, y en el trabajo –callado y sin estridencias– hacia dentro de los movimientos populares y de acompañamiento a las luchas ciudadanas.
Todas las modalidades de la lucha política son complementarias e incluyentes. Todas son elementos valiosos de una misma ecuación. Y así como a nadie le sobra un ojo porque ya tiene uno, o renuncia a un pie porque la mano es más importante, en política ningún instrumento puede ser dejado de lado porque se prefiera otro. Demonizar o criticar la utilización de alguna de las herramientas, sea por desconfianza, por veleidades emocionales, o por una concepción superficial y simplista de la complejidad política, es contribuir al debilitamiento y eventual fracaso de esta y, por ende, al peligro de que en su lugar irrumpa la opción violenta.
Ante la disyuntiva de respetar el elemento mínimo de cualquier democracia que son las elecciones, o violar la Constitución e impedirlas para detener una segura y aplastante derrota, el gobierno optó por lo último. Con ello, dejó caer la pequeña y última hoja de parra que intentaba disfrazar su desnudez dictatorial.
Frente a esto, la estrategia de la oposición es tratar de combinar la necesaria presión de calle con acciones políticas que terminen por deslegitimar al gobierno y aglutinar al país en torno a una propuesta creíble y viable de cambio. El objetivo es generar una crisis de gobernabilidad, de la cual –como todas las crisis de este tipo– solo se sale por elecciones.
Para el éxito de esta estrategia no sobra ninguna de las herramientas de la política. No sobra, por ejemplo, la presión popular, sin la cual el costo de contarse seguirá siendo para la oligarquía muy superior al de no hacerlo. Ni tampoco sobran las conversaciones, con las cuales se busca fundamentalmente afrontar esta complicada y desigual fase de la batalla política acompañados de un testigo de excepción y de ascendencia insuperable, como el Vaticano.
¿Qué sobra? Sin lugar a dudas, al menos dos cosas. Primero, la crónica desconfianza en el liderazgo democrático, hija dilecta de la primitiva anti política que, entre otras cosas, nos trajo a Chávez y a su modelo. Esa desconfianza infantil que confunde errores con traiciones, que solo habla de “colaboracionismos” o arreglos de trastienda, y que ve en cualquier opinión distinta una deslealtad, exactamente como lo hacía el fallecido expresidente.
Y, en segundo lugar, sobra la tentación del voluntarismo estéril. Nunca como ahora es conveniente recordar que el éxito político requiere, siguiendo a Weber, de tres cualidades decisivamente importantes: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Y que la política “se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo” (Max Weber, Politikals Beruf, 1992). Uno de nuestros retos cruciales de hoy es precisamente cómo conseguir que vayan juntas la pasión y la mesurada frialdad. Porque, de nuevo, el país requiere de una solución y no tan solo de un desenlace.