Juan Andrés Quintero sj
Los hechos están más que explicados. El recuerdo para muchos es imborrable. Las cicatrices no se desgastan con el tiempo. La cifra de desaparecidos es objetivamente indeterminada. A quince años del mayor desastre natural de Venezuela, ocurrido en el mes de diciembre de 1999, mucha agua es la que ha seguido corriendo.
La cara más visible fue la de un Estado Vargas azotado por la inclemencia del tiempo, olas de barro recorrían las calles adentrándose entre parques, casas y edificios, llevándose vidas; la montaña se desprendía de sus entrañas y fueron muchos los barrios que se quedaron sin suelo yendo a parar hasta el fondo del mar. Un mar que se saturó de recibir todo lo que el barro encontraba a su paso.
Otras zonas del país fueron también sufrientes del deslave. Entre ellas algunos sectores de Caracas, en especial los más vulnerables. Muy cerca del centro de Caracas, en la Parroquia de La Pastora, la comunidad de Catuche fue arrastrada por la corriente de una quebrada que, en algún momento de nuestra historia, servía de agua a la ciudad.
Pero aquel diciembre de 1999 se vivieron muchas tragedias. A continuación encontrarán un esfuerzo por sintetizar algunas de ellas.
La montaña se desprende
Desde comienzos de diciembre de 1999 en todo el Litoral Central se produjeron torrenciales aguaceros. Ya a partir del 14 de diciembre las cabeceras de los ríos no aguantan más. El 15 de diciembre quedará enmarcado en la memoria de muchos como “El día que la montaña avanzó hasta el mar”.
Una mezcla de agua, tierra, piedras y mucha pendiente, produjo aludes de barro que arrasaron con lo que a su paso conseguían. Se estima que alrededor de 26.000 viviendas fueron destruidas y más de 100.000 dañadas. En muchos sectores urbanizados el lodo logró taponar el primer piso de los edificios residenciales, e incluso llegar hasta la segunda planta. El agua no discriminó entre sectores sociales, tanto las barriadas como las urbanizaciones se vieron entre el lodo que bajaba de la montaña. Poblaciones como Carmen de Uria fueron prácticamente destruidas en su totalidad.
La pérdida de vidas humanas oscila aproximadamente entre 15.000 y 30.000 personas. La dificultad de precisar una cifra de fallecidos se debe a que muchas personas fueron sepultadas por el lodo o arrastradas hacia el mar. Por otro lado, los sobrevivientes-damnificados rondaban las 250.000 personas.
Se produjeron graves daños en otros sectores del país: Caracas, Barlovento, Falcón y el Estado Táchira. En la ciudad de Caracas aproximadamente 3.100 viviendas fueron arrasadas por la vertiente sur del cerro El Ávila.
Los saqueos
Pasado el deslave de la montaña se manifestó el desespero, la incertidumbre y la rabia. Frente a un Estado distraído y perplejo ante la calamidad, se producen olas de saqueos en las infraestructuras que quedaron en pie; es el segundo deslave, el humano, el de la rencilla soterrada: quitar al que tiene. Es así como se repetían escenas donde algunas personas robaban cosas para ese momento inservibles: televisores, neveras y lavadoras. En otras zonas el saqueo se hizo con tanta saña, que no hubo robo, sólo destrucción de lo que encontraban.
En medio del desbarajuste, muchos sustraían lo elemental para continuar sobreviviendo mientras llegaba la ayuda oficial. Es así como en Camurí Grande un conserje reunió de los apartamentos, a los cuales tenía acceso, todos los productos y artículos que consideró necesarios. Los fue administrando y repartiendo a quienes podía; así, evitó el saqueo del lugar.
La declaración de Estado de Emergencia se realizó el 16 de diciembre. Incluía a siete estados: Vargas, Distrito Capital, Miranda, Falcón, Táchira, Zulia y Trujillo. Posteriormente, se unió Nueva Esparta. De esta forma se facilitó la puesta en marcha de un plan de contingencia articulado entre los distintos ministerios, Defensa Civil (hoy Protección Civil), la Fuerza Armada Nacional y la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP, actual SEBIN).
Las desapariciones forzadas
Una tragedia más se sumaba a la ya complicada situación del deslave. Entre los días 21 y 23 de diciembre detuvieron arbitrariamente y desaparecieron forzosamente en Caraballeda y en el barrio Valle del Pino, ambos del Estado Vargas, a: Francisco Rivas Fernández, Oscar José Blanco Romero y Roberto Javier Hernández Paz, a manos de efectivos militares y de la DISIP.
Hasta la fecha, se desconoce su paradero. Los tribunales venezolanos, así como la Fiscalía y los cuerpos de seguridad involucrados, no han obrado con la suficiente celeridad, diligencia y responsabilidad. Nuestro sistema ha sido incapaz de hacer justicia, y muestra su rostro de impunidad.
Diversas organizaciones de derechos humanos acompañaron a los familiares de las víctimas. La inobservancia nacional abrió el camino para acudir al Sistema Interamericano. Es así como en septiembre del 2004 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos demanda en contra del Estado venezolano en la Corte Interamericana. Para el 27 y 28 de Junio de 2005 se celebró la audiencia en la Corte, Venezuela se allanó aceptando su responsabilidad por la desaparición forzada, recibiendo sentencia condenatoria el 28 de noviembre de 2005.
El drama de los niños
Con el fin del deslave y el cese de las lluvias se inicia la búsqueda y el rescate de sobrevivientes, así como la instalación de refugios en diversos puntos del Estado y otras zonas aledañas. La magnitud de la tragedia desborda a la ya desorganizada acción de los organismos, quienes buscan ayuda en cientos de voluntarios que se suman a esta compleja tarea.
Algunos de los rescates fallaron en su desarrollo, muchas familias son separadas por criterios de prioridad. Primero los niños y ancianos, luego las mujeres y por último los hombres. A partir de ese momento se inicia una segunda búsqueda, la peregrinación de las familias por diversos centros y refugios tratando de reunirse de nuevo. Allí surge el drama de cientos de niños separados de sus familias que fueron registrados como sobrevivientes, de quienes nunca más supimos.
Este tema es quizá uno de los más escabrosos. Una cifra compilada en el expediente procesado por la Policía Técnica Judicial (hoy día Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) da cuenta de que existen 272 personas extraviadas, de las cuales 153 son adultos y 119 niños . Se tiene constancia de que grupos de niños fueron registrados en algún refugio, pero no han sido ubicados por sus familiares.
Encontrar la verdad sobre este caso luce desesperanzador luego de 15 años de aquel diciembre de 1999. Muchas han sido las investigaciones realizadas, existen aún preguntas sin contestar y familias esperando un anhelado reencuentro. Aquel que era niño/a para 1999 será hoy un adolescente o adulto. Los rostros habrán cambiado, pero la ansiedad de esos padres se mantiene.
En el año 2011 una noticia despertó de nuevo una esperanza. Según reseñaron diversos medios de comunicación , una madre encontró a su hija desparecida a través de las redes sociales. Se llamaba Angely Sofía Nunes, sólo que figuraba bajo el nombre de Carla Ures y vivía en una casa hogar.
El refugio, la reubicación y la estigmatización
Enfrentar la contingencia de los miles de damnificados supuso crear refugios “temporales”, algunos de los cuales se extendieron en el tiempo tal como sucedió con el refugio “La Dignidad” en Catia. Lugar donde 31 familias aún vivían trece años después del deslave .
Para otro grupo de familias, la opción luego del refugio fue la reubicación. Es así como muchas fueron desplazadas hacia el interior del país, ubicándose en urbanismos construidos por el Gobierno Nacional. Allí se iniciaba para estas familias una nueva vida, un cambio en sus costumbres, rutinas, comidas, clima y vecinos.
Las comunidades receptoras de damnificados se dieron a la tarea inicial de acoger a quien llegaba. Posteriormente comenzó a presentarse rechazo y estigmatización hacia los nuevos vecinos. Tal vez la imagen de un Estado Vargas desolado, en penurias, con una criminalidad desbordada con saqueos, violaciones y desapariciones, acentuó en el imaginario colectivo que quienes llegaban eran forajidos, grupos de maleantes que iban a traer desdicha a la comunidad.
Pero también puede ser el reflejo de lo que en el fondo, de manera silenciosa, se vive en el país, una verdad inconfesable y vergonzosa: la incapacidad para reconocernos en los otros, una categorización que nos divide entre territorios y culturas, que nos hace supuestamente incompatibles, donde hay unos buenos y otros malos.
La lenta reconstrucción y las otras “vaguadas”
La reconstrucción del Estado Vargas ha sido lenta, muy lenta. Aún hoy se pueden apreciar algunas construcciones que fueron afectadas por el deslave, representando el monumento a la desidia gubernamental, y la llamada de atención para que se realicen las obras de prevención necesarias.
En el año 2000 se inició la convocatoria a diversos expertos y universidades para crear un proyecto de reconstrucción del Estado Vargas, con el objetivo de generar un equilibrio entre el desarrollo urbano y el medio ambiente. Era un plan ambicioso y de altos costos económicos que no fue asumido en su totalidad, por lo que se le realizó una serie de modificaciones sustanciales.
Muchas de las obras construidas han sido criticadas y su efectividad puesta en entre dicho de caras a un nuevo deslave con la envergadura del ocurrido en 1999. Uno de los puntos más sensibles ha sido el trabajo en las cabeceras de los ríos que se proyectaron inicialmente como obras de concreto armado. Estas se replantearon con muros de gavión que tienen una capacidad de resistencia menor.
Si bien los fenómenos naturales no pueden ser atribuidos a los gobiernos, sí tienen responsabilidad en la creación e implementación de planes de contingencia para atender a las poblaciones. Asimismo, la tienen en la construcción de la infraestructura necesaria y adecuada para mitigar sus efectos. Tal vez por eso se han repetido otros deslaves de menor impacto en los años posteriores a 1999, como los del 2005 y 2010.
Actualmente se han realizado mejoras en la vialidad del Estado Vargas, se han reconstruido y ampliado algunos de los balnearios. El sistema de aguas servidas, así como el tendido eléctrico, ha sido intervenido. No obstante, las marcas del deslave aún se dejan ver, y el nivel de deterioro del espacio público da cuenta de una mora gubernamental. Las lecciones aprendidas se esfumaron con rapidez y pareciera no existir una política clara de prevención y contingencia.
La esperanza es una posibilidad
El deslave de Vargas fue una tragedia que marcó la vida de muchas personas, directa e indirectamente. Desde distintos lugares del mundo y del país, se despertaron y potenciaron dinámicas que tendieron hacia el encuentro y el involucramiento con una realidad dolida. Los gestos de solidaridad no se hicieron esperar, un punto común congregó voluntades para apoyar a quienes el río les llevó lo que tenían.
Durante el deslave, los propios afectados reunieron esfuerzos para salvaguardar la vida de amigos y desconocidos. Es así como se presentaron casos como los de los un grupo de vecinos de Los Corales, quienes salvaron a cincuenta niños y jóvenes del Hogar Don Orione en Caraballeda; o la hazaña de Orion, un Rottweiller que rescató aproximadamente a 37 personas que eran arrastradas por el río en Tanaguarena. De la misma forma, cientos de voluntarios y miembros de las Fuerzas Armadas Nacionales, Protección Civil, Bomberos y Policías se dieron desde su humanidad para adentrarse en el imponente lodo y tender su mano. Estos son sólo una breve y ligera expresión de lo que se conoció, pero seguramente son muchos más los héroes discretos o anónimos de la tragedia.
Aún en medio del dolor y del ambiente desahuciado, el ser humano es capaz de velar para que la vida sea un bien preciado. Algo que todos, mancomunadamente, deseamos preservar sin distinciones, sin complejos ni premisas condicionantes.
El deslave nos dejó sinsabores, dolores y penas; pero también nos dejó una esperanza que se convierte en posibilidad para seguir adelante, un punto de partida para el encuentro, desde donde todos asumamos nuestras responsabilidades y caminemos juntos por las sendas que nos llevan hacia un horizonte común. Ese donde la vida clame por encima del lodo, las rocas y la desesperanza.