“Dios crea al hombre como el mar la playa: retirándose” F. Hölderlin
Blai Silvestre
Habitado por la “manía de lo mejor” (Emil Cioran, 1911-1995), obsesionado por ella, al hombre no le puede ser indiferente que lo mejor exista. Lo necesita, y si se aparta de ello, roza la tragedia en sus mil formas. Necesitamos lo mejor y no abandonarlo. Las crisis humanitarias que nos invaden en este mundo globalizado tienen solución. Si levantamos los ojos de nuestro yo hacia el otro. Alguien nos tiene que enseñar.
En la Brújula II de estas reflexiones mensuales abogábamos por Maestros y Testigos que afianzasen nuestra confianza como estructura fundante de la vida. Para la búsqueda de lo mejor también necesitamos maestros y testigos. Y aunque de entrada sorprenda, la experiencia mística, la antropología de los místicos, puede ser un magnífico referente. En nuestro caso nos salen al paso Teresa de Jesús (1515-1582) y Juan de la Cruz (15421591). No entramos ahora en ello, pero saber que nos movemos en esta reflexión no sobre una mística de ojos cerrados, propia del imaginario social, sino sobre una mística de ojos abiertos. El compromiso de Teresa y Juan con su mundo lo puede ver todo ojo que mire limpiamente sus vidas.
El poder humanizador de la experiencia mística radica en el desarrollo intenso, extraordinariamente rico, de la condición humana que comporta el místico, en efecto, de la relación religiosa vivida en grado eminente el poder humanizador que esta relación comporta. El místico ha realizado la experiencia de la realidad trascendente-inmanente, superior e interior, que sostiene, envuelve y atrae la propia vida. Ser místico es ejercer, vivir, penetrar, poner en práctica la capacidad de infinitud, la condición de imagen de Dios presente en toda persona. De ahí que la experiencia mística ponga en juego las dimensiones más profundas de la persona, libere las energías más poderosas del ser humano. Ensanche de forma inimaginable el horizonte del sujeto, comenzando por la más prodigiosa dilatación de su conciencia y su deseo,
De este ejercicio de lo mejor. De lo más sublime que hay en el hombre, se sigue, que quienes, habiendo realizado tal experiencia reflexionan sobre sus consecuencias y formulan sus exigencias, han propuesto las visiones del hombre, las antropologías más exaltantes. Porque nadie tiene una idea más alta sobre el hombre que quien descubre en sí mismo, a fuerza de experiencial, de ejercerla y vivirla, la dimensión de trascendencia que le constituye.
El ahondamiento de la mirada, la dilatación de la conciencia que supone el descubrimiento de la hondura de la condición humana comporta como primera consecuencia la dilatación de la realidad. Se descubre que el mundo es más de lo que es.