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Libro: El Seminario de Caracas y la restauración de la Compañía de Jesús en Venezuela (1916)

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Este libro, recientemente publicado por abediciones (julio 2020), editorial de la Universidad Católica Andrés Bello, es un texto que recoge la historia del Seminario Interdiocesano de Caracas, sede de lo que actualmente es la Universidad Católica Santa Rosa. Un lugar, especialmente relevante para nuestra revista SIC, pues allí en ese espacio y contexto fue concebida, hace más de 80 años. A continuación, compartimos el Prólogo escrito por el Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo.

La preparación de los candidatos al sacerdocio ministerial ha sido una de las preocupaciones constantes de los obispos desde los inicios del cristianismo. Así lo atestiguan los escritos, homilías, resoluciones de los sínodos, concilios diocesanos y provinciales. A lo largo de los siglos merece diversa calificación las experiencias concretas desarrolladas en las iglesias particulares.

Cuando se entibió el fervor misionero de los primeros siglos, la atención a las comunidades consideradas cristianas porque lo eran los reyes o emperadores, se redujo, en parte, al ofrecimiento de los sacramentos, sin una previa y permanente formación, y a satisfacer las demandas de los fieles que acudían a los templos. El surgimiento de las órdenes mendicantes en la alta edad media refleja la urgencia de un testimonio más auténtico y la necesidad de una espiritualidad que vaya más allá del rito externo propio de una sociedad de cristiandad.

La crisis que condujo a la escisión del catolicismo con la aparición de Lutero en el primer cuarto del siglo XVI puso en evidencia la necesidad de una profunda reforma de la formación sacerdotal. El Concilio de Trento (1545-1563) le dedicó la sesión XXIII, celebrada el 15 de julio de 1563, a legislar sobre la doctrina y cánones sobre el sacramento del orden (la ordenación), la Jerarquía eclesiástica con la obligación de residencia, y la regulación de los Seminarios prescribiendo la obligatoriedad de que las diócesis tuvieran su propio seminario, según las normas allí establecidas.

Los centros que surgieron de esta exigencia se conocen como “seminarios conciliares”. El nuevo continente fue pionero en erigirlos, siendo México y Lima de los primeros en abrir sus puertas bajo los lineamientos tridentinos.

La primera diócesis erigida en Suramérica bajo el régimen del patronato regio fue Coro (1531), y le fue asignado el territorio de la Provincia de Venezuela que abarcaba desde las márgenes del río Unare hasta el lado occidental de la Península de la Goajira.

Dada la precariedad de sus recursos, los primeros obispos no pudieron abrir seminario. La sede fue trasladada a Caracas (1637) y la iniciativa de abrir seminario le correspondió a Fray Mauro de Tovar, obispo benedictino de Caracas (1639-1652) quien inició los trabajos de la sede: le correspondió al Obispo Fray Antonio González de Acuña o.p. (1672-1682), en 1673, poner bajo la advocación de la primera santa latinoamericana el Seminario Conciliar de Santa Rosa de Lima en Caracas, pues había sido el postulador de la causa en Roma antes de ser nombrado obispo de Caracas y Venezuela. En el siglo XVIII, Juan José de Escalona y Calatayud, durante el ejercicio como obispo de Caracas (1719-1729), obtuvo del rey Felipe V la elevación del seminario a Real y Pontificia Universidad (22-12-1722).

Era habitual en aquel tiempo que coincidieran alumnos con inclinaciones al sacerdocio y los que sacaban con pensum comunes otras carreras universitarias. Son escasos los estudios sistemáticos de la organización y desarrollo del seminario en tanto casa de formación sacerdotal, para seguir con precisión el hilo conductor de la preparación de quienes optaban por el sacerdocio, al estilo de los trabajos que conocemos, por ejemplo, de las universidades de la Nueva Granada.

A finales del siglo XVIII, al crearse la segunda diócesis venezolana, Mérida de Maracaibo (1778), su primer obispo Fray Juan Ramos de Lora creó la Casa de Estudios que inauguró pocos días antes de su muerte en noviembre de 1790. De ello dan fe las publicaciones del Obispo Antonio Ramón Silva, D. Eloi Chalbaud Cardona, Jesús Rondón Nucete y un servidor. La tercera diócesis colonial, Guayana (1790), por diversos avatares no abrió seminario hasta bien entrado el siglo XX.

La formación sacerdotal en la Venezuela republicana durante el siglo XIX sufrió muchos contratiempos, primero en Caracas y Mérida, tanto en el tiempo de la guerra de independencia como en las primeras décadas posteriores a la experiencia de la Colombia conformada por Caracas, Bogotá y Quito, como durante los gobiernos conservadores y liberales de la Venezuela republicana después de 1830 hasta la llegada de Antonio Guzmán Blanco al poder en 1870, quien decretó el cierre de los seminarios y la expulsión de las órdenes y congregaciones religiosas (1873).

Las diócesis de Barquisimeto (1863) y Calabozo (1863), creadas pocos años antes no tenían seminarios, pues la primera tuvo obispo en 1868, y la segunda fue provista de prelado años más tarde.

Surgieron como alternativa furtiva, los llamados colegios episcopales, de vida precaria por la escasez de formadores y de medios para cumplir con su cometido. Digna de mención fueron las experiencias del Padre Jesús Manuel Jáuregui Moreno con su Colegio Sagrado Corazón de Jesús de La Grita (1884-1899), de donde salieron un medio centenar de brillantes sacerdotes que sirvieron en el occidente del país. Experiencia similar surgió en Valencia de manos del Padre Aleixandre.

La aventura más original y única en cuanto a formación del clero, tuvo a Mons. Antonio Ramón Silva, Obispo de Mérida (1895-1927), quien fundó seminario en la vecina isla de Curazao a finales del siglo XIX, confiando su dirección a los Padres Dominicos holandeses. En ocasión del quinto centenario del inicio de la evangelización en Venezuela (1998), se publicó una reseña, a la espera de publicar otros materiales que reposan en el Archivo Arquidiocesano de Mérida y en los archivos de la orden dominicana en Curazao y Nimega.

Podemos, pues, afirmar que la historia completa de los seminarios en Venezuela desde el siglo XVI hasta inicios del siglo XX está a la espera de acuciosos investigadores que saquen del olvido lo que reposa en numerosos archivos nacionales, extranjeros y en lo que hasta hace poco se llamó el Archivo Secreto Vaticano y por disposición del Papa Francisco tiene ahora el nombre de Archivo Apostólico Vaticano.

Este somero excursus no pretende otra cosa sino mostrar el valioso aporte que significa la obra que prologamos. El siglo XX marca el inicio de la preocupación de la Iglesia universal, a raíz del Concilio Plenario Latinoamericano celebrado en Roma en 1899, y de las iniciativas de los prelados venezolanos, de ocuparse de la formación del clero nativo, pues desde la independencia hasta que Cipriano Castro en 1900, permitió la reapertura de seminarios, los clérigos presentes en el país eran pocos  y las posibilidades de formación académica y espiritual formal estuvo en manos de celosos sacerdotes a cuya vera aprendieron y fueron considerados dignos de recibir la ordenación presbiteral.

El ingreso de las órdenes y congregaciones religiosas desde la última década del siglo XIX, con personal venido principalmente de Europa, marcó un nuevo amanecer de la Iglesia en nuestro país.

El Padre José del Rey Fajardo sj y el Pbro. Carlos Rodríguez Souquet nos regalan esta enjundiosa obra sobre el Seminario caraqueño, dirigido en los primeros años del siglo XX por el clero diocesano, y confiado en la segunda década, primero a los Padres Franceses, y luego a la Compañía de Jesús hasta mediados del siglo XX, con el propósito marcado por la Nunciatura Apostólica de convertirlo en el único seminario para la formación del clero nacional.

El Archivo de la Compañía de Jesús es la primera fuente de esta investigación, con aportes tomados del Archivo Arquidiocesano de Caracas y de algunas publicaciones de la época que recogen y narran las vicisitudes del viejo seminario caraqueño, primero en su sede de la Plaza Bolívar y más tarde en el amplio terreno en el norte de Caracas, en Sabana del Blanco, adquirido por el Arzobispo Rincón González.

En paralelo, Mérida, Barquisimeto, Calabozo y el Zulia tuvieron abiertas las puertas a los candidatos al sacerdocio de estas circunscripciones eclesiásticas. Más tarde, al crearse las diócesis de Cumaná, Valencia, Coro y San Cristóbal, abrieron también sus seminarios. Llegamos así, hasta mediados del siglo XX.

La historia de estas casas de estudio cuenta con publicaciones parciales, a la espera, también de una más exhaustiva investigación. Los archivos de los Padres Eudistas, los Paúles, los archivos diocesanos y los de las Órdenes y Congregaciones Religiosas masculinas que abrieron sus casas de formación guardan seguramente interesantes datos sobre el interés en promover las vocaciones sacerdotales para la vida consagrada.

He leído con atención y fruición el medio millar de páginas que deshilvanan la vida del seminario caraqueño en manos de los hijos de San Ignacio de Loyola. Significó el regreso de la Compañía de Jesús siglo y medio después de su expulsión, dando un renovado impulso a las muchas presencias en diversos campos, propios del carisma jesuítico.

Este trabajo servirá de referencia para otros que completarán la visión y aportarán nuevos datos de la apasionante labor en darle rostro criollo a nuestra iglesia con clérigos surgidos de las familias, realidades locales y trabajo pastoral, fruto de una pastoral vocacional incipiente abierta a la creatividad y al coraje evangelizador.

La semilla sembrada entonces ha ido creciendo en frondoso árbol de jugosos frutos. Los sembradores de la primera hora abonaron bien el terreno del que hemos salido cientos de sacerdotes. Portar los testigos para continuar en la carrera de formar discípulos y misioneros auténticos para los tiempos actuales es tarea permanente. Como nos dice el Papa Francisco. “El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia. No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde se encauzan en un impulso evangelizador” (EG 130).

Invito a los amables lectores a adentrarse en estas páginas escritas con cariño y competencia, testimonio fiel y sincero de una obra imperecedera, la formación del clero. Ponemos bajo la protección de la Virgen, de San Ignacio y de Santa Rosa de Lima, el buen suceso de un libro necesario para mayor gloria de Dios.


*Arzobispo Metropolitano de Mérida Administrador Apostólico de Caracas.

 

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