Mirla Pérez
Hoy viene a mi mente el quinto mandamiento: no matarás. Uno de los valores que ha cruzado toda la civilización occidental. Para los cristianos significa amor a Dios y al hombre (nuestro hermano), no tenemos el permiso de quitar la vida a nadie y eso pasa por el reconocimiento del otro —persona— que nos interpela en su presencia.
La presencia del otro es libertad, no sólo la mía sino la de él. Cuando se infringen las libertades mutuas y el irrespeto a la vida o cualquier posesión de las personas existe el Estado y sus leyes para corregir y velar por las garantía y bienestar del ciudadano.
Hoy vemos con gran asombro (ojalá nunca lo perdamos) cómo la muerte se puede convertir en proyectos político, en exterminio para el control social, sea aplicado al delincuente, a la familia de éste o, simplemente, a todo aquel que se atreva a mostrar disidencia política, social, cultural, de género, etc.
Escribo esto porque me viene impactando cómo en un pueblo del Zulia de no más de 80 mil habitantes la muerte se ha apoderado de la calle, de los hogares, de la persona. “Todos los días hay muertos, y no uno, sino dos, tres y hasta siete”, me dice una vecina despavorida de presenciar lo que en otro tiempo era imposible de pensar.
La muerte provocada por el otro (delincuente o policía) se va metiendo como lógica de la convivencia. El habitante común comienza a ver la muerte como posibilidad de control social y eso es lo grave. La primera muerte que puede la persona justificar es la del delincuente, éste ya no es procesado, investigado ni mucho menos castigado con su libertad sino simplemente eliminado.
Comienzas a escuchar de parte de la población argumentos como este: “se ha multiplicado la maldad, mataron a dos muchachos que robaban una camioneta, pero está bien porque todos ya estamos encerrados, por culpa de la delincuencia…” dicen los habitantes del pueblo, y así se extienden en argumentos que justifican lo injustificables y parece no darse cuenta de la enorme afectación a la convivencia ciudadana.
Hay Estado, uno que actúa bajo la sombra del crimen y la impunidad. Un Estado que eligió matar y condenar sin juicio tanto al delincuente como al que piensa distinto. Un Estado que decide actuar de esa manera está asentado en el presupuesto de que el otro al que regula no es humano. Nos han quitado el alma y nos han cosificado para podernos dominar. El emplazamiento humano se perdió y queda sólo la dominación totalitaria que extermina y elimina al otro cuando como proyecto político así lo requiere.
La acción criminal de los cuerpos policiales y de los delincuentes entre sí y hacia toda la población comienza a presentarse como modelaje social muy peligroso. En este pueblo que presento como referencia, me crie, imposible proyectar en el pasado un futuro colmado de tantas muertes. Lo impensable se concreta en la realidad de un proyecto criminal.
El modelaje se proyecta y va madurando, quedé sin aliento cuando en sus múltiples relatos los vecinos dicen: “mataron a palo al hijo de José… lo llevaron al hospital, pero no logró sobrevivir”. José fue un amigo de mi infancia, su hijo (culpable o no) muere hoy en manos de la comunidad, primer linchamiento de mi querido pueblo de 80 mil habitantes.
La convivencia no puede estar basada en la muerte y la eliminación del otro. El linchamiento va tomando un cuerpo que espanta tanto como la criminalidad del delincuente y como la de los organismos policiales. Reina la libertad de matar en impunidad, desde ahí no puede proyectarse una sociedad ni comunidad.
Esta realidad nos mueve el piso y nos obliga a pensar: ¿qué hacer? El diagnóstico es claro: el mal viene del régimen político, las salidas confusas, lo que va quedando claro es nuestro compromiso como cristianos y como personas que procuremos el bien. ¡Mucho por hacer!