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Las Bienaventuranzas

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Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Los Evangelios tienen una secuencia lógica. Leídos como si se trataran de una novela, podemos entrever cómo actúa Jesús. Recapitulando: una vez bautizado, tiene inicio su misión. Esta misión pasa por el crisol del desierto, donde Él mismo debe aclarar los términos en que la llevará a cabo. Acto seguido, se hace de amigos para que estén siempre con Él, de manera que la “doctrina” que deban proclamar no sea otra que esta experiencia de compartir la vida con Jesucristo. El domingo tendremos ocasión de conocer su “programa”. Es decir, cuál es el contenido de su misión, qué nos ofrece. Esas son las Bienaventuranzas.

Existen un sinfín de versiones e interpretaciones sobre las Bienaventuranzas: canciones, poesías y oraciones. La enorme mayoría son bellas y muy apegadas al mensaje del Señor. Verdaderas “obras de arte” que nos ayudan a desentrañar el mensaje que las Bienaventuranzas traen consigo.

Una de éstas, llegó a mis manos gracias a una gran amiga que ha colaborado conmigo en la difusión de esta reflexión semanal. Ella se entiende de música; es toda una artista, amazonense de voz sublime. Me valgo, pues, de la canción que me dio a conocer, para reflexionar a propósito del mensaje único de Jesús de Nazaret. No están todas las Bienaventuranzas. Las que están, sin embargo, son de enorme ayuda para que veamos a Dios gracias a nuestra oración y reflexión.

Felices somos en la pobreza

“Si en nuestras manos hay amor de Dios. Si nos abrimos a la esperanza. Si trabajamos en hacer el bien”.

Lo primero que salta a la vista es lo paradójico de lo que profesan las Bienaventuranzas con lo que ambientalmente se nos cuela abundante y groseramente por los sentidos. Existe una pobreza que el mismo Dios rechaza porque mata injustamente a sus hijos. Y existe una pobreza que nos enriquece por dentro, fruto del reconocimiento de que nuestro bien más preciado es Dios, que acompaña y determina nuestras acciones, haciendo de nosotros hombres de fe, que creemos en la esperanza porque estamos firmemente convencidos de que aún queda mucho por decir y escribir sobre esta realidad y la historia que construimos, mientras trabajamos por hacer el bien.

Isaías, Pablo, Pedro, Santiago, Juan y todos nosotros somos pobres con Espíritu. Este es una de las maneras como se nos anima a predicar el reinado de Dios: hay quien impulsivamente acumula cosas; a nosotros se nos invita a mostrar nuestras manos rebosantes de amor divino, que ayude a ordenar cada cosa en su lugar y despierte la confianza necesaria para la tarea que tenemos por delante.

Felices somos en la humildad

“Si como niños sabemos vivir. Será nuestra heredad la tierra. Si el grano de trigo no muere en la tierra, es imposible que nazcan frutos. Aquel que da su vida para los demás tendrá siempre al Señor”.

La letra de la canción coloca en un mismo plano la humildad con la infancia espiritual y la herencia de esta tierra. Es decir, una existencia determinada por la sencillez es una vida que vale la pena ser vivida. Que el “ocultamiento” produzca frutos seguramente es uno de los elementos más antipáticos del programa de Jesús, puesto que se contradice con estas épocas de mostración, sin límites entre fuero interno y público; es la era de “influencers”, de “like” y “followers”, y no de siembra de la propia vida.

El encorvamiento del “phone sapiens” denota encierro y esclavitud. En cambio, la apuesta sistemática, constante y fiel, de saber vivir, pone ante nosotros el fenómeno que eclosiona dando vida y belleza: maravilloso milagro de ser testigos de cómo aquello que fue sembrado, ahora se exhibe orondo, ofreciendo sus dones a todos.

Felices somos si compartimos

“Si nuestro tiempo es para los demás; para el que vive en la tristeza y para el que camina en soledad”.

Tiempo para Dios y tiempo dedicado a aquellos que Él ama. Se trata de revisar agendas y compromisos para incluir a los necesitados de nuestra presencia. Es ir a contracorriente en estas aguas superficiales, con calendarios llenos de banalidades, de la simultaneidad que genera ansias en primer lugar. Compartir el propio tiempo, es otra forma de decir que compartimos nuestra vida, como el don más rico y bello que podemos dar a los otros.

“Momo” —Michael Ende, 1973—, es una novela que trata sobre los “hombres de gris”, ladrones del tiempo: la gente no tiene tiempo para sí, para Dios y para los otros. Las Bienaventuranzas son una llamada a la conciencia de nuestros compromisos, de modo que reconsideremos si llegó el tiempo de incluir a tristes y solitarios en el cotidiano de nuestras agendas, por ejemplo.

Felices somos si damos amor

“Si en nuestras manos hay sinceridad. Podremos siempre mirar, y ver a Dios”.

Sinceridad y honestidad van de la mano con coherencia de vida. En cierto modo, la sinceridad es sinónimo de transparencia. “Ver” implica una decisión. Es decir, yo quiero darle mi amor a aquel que tengo frente a mí. La sinceridad supone superar distracciones, dispersiones, y así demostrar a aquellos que amamos que realmente nos importan.

El ambiente hace hasta lo imposible por “distraernos” para que no amemos de verdad. En pantallas de pocas pulgadas “hacemos nido” (como aquellos que se encuentran, para inmediatamente encorvarse en sus celulares), y nadie puede sentirse con nosotros “como en su propia casa”. La sinceridad es trabajo constante por estar de corazón allí donde estamos con el cuerpo.

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