El conflicto y la violencia que experimentan los venezolanos en su cotidianidad ha llegado a permear las aulas de clase. Cuando la Fundación Centro Gumilla se adentró en quince escuelas de Fe y Alegría para investigar la violencia en los centros educativos, no se cuestionó la existencia de conductas violentas; la pregunta era, en cambio, si los involucrados serían capaces de identificarlas
Por Melanie Pocaterra
La educación en Venezuela es un tema que en la actualidad genera preocupación desde diferentes perspectivas, dadas las condiciones adversas con las que se enfrentan alumnos, docentes e instituciones dentro de un contexto con dinámicas sociales complejas.
Los problemas en el sistema educativo se traducen en la ausencia de los estudiantes en las aulas, bien por deserción escolar o por circunstancias que impiden que reciban la cantidad y calidad que merecen1. La deficiencia en los servicios básicos y la crisis en el sector económico amenazan la educación de los más jóvenes2. Asimismo, hay que sumar las variables propias del entorno social venezolano, tales como la conflictividad y la violencia a la que se ven expuestos cada día, no solo los alumnos, sino todos los ciudadanos.
La violencia es un fenómeno que tiene un origen multicausal, y en el contexto escolar tiene como protagonistas a los niños, niñas y adolescentes en sus relaciones entre pares y con los adultos que comparten el quehacer educativo3, aunque en la realidad venezolana trasciende los muros de las escuelas y está presente en los hogares y la comunidad. Al hablar de violencia en Venezuela, el tema debe ser abordado desde una perspectiva amplia dada la complejidad del fenómeno. Se hace necesario un abordaje ecológico, donde se analicen los distintos subsistemas a partir de los cuales se construyen4.
Los entornos educativos se han convertido en espacios donde se replican los problemas asociados con acciones conflictivas. Las conductas violentas pueden definirse como actos que tienen la intención de hacer daño y/o hacer sufrir de forma consciente a otro de manera física, verbal, social y psicológica5: en el contexto escolar también es conocido como acoso y refiere a toda acción por parte del estudiante, la cual produce dolor a otro. Este fenómeno tiene consecuencias socioemocionales que pueden perdurar a lo largo del tiempo, no es solo una agresión, sino la huella que permanece, heridas sociales difíciles de conciliar cuando se vive en entornos donde la violencia pasa a ser parte de la cotidianidad.
Frente a esta problemática, desde la Fundación Centro Gumilla6 se llevó a cabo una investigación con el fin de comprender la violencia en los entornos escolares, así como las condiciones socioemocionales que se relacionan con el fenómeno. Específicamente, se realizó un estudio de corte cuantitativo con la intención de dimensionar la percepción que tenían las comunidades educativas de quince escuelas ubicadas entre los estados Distrito Capital, Miranda y Aragua, con el fin de plantear soluciones ajustadas a las realidades específicas de estas poblaciones, en el marco de un proyecto con el que se realizarán intervenciones en dichas comunidades educativas.
Según el contexto planteado, la suposición partía de que sí se encontraría existencia de violencia en los entornos escolares, pero la pregunta era si la comunidad educativa lograba identificarla y, si lo hacía, con qué intensidad o frecuencia era percibida, cuál era el rol que tenían ante estas conductas y los lugares donde reconocían estar expuestos a ellas. En este sentido, a partir de los datos analizados, se encontró que tanto jóvenes como adultos reconocen convivir en un entorno en el que las conductas violentas están presentes, aunque en el caso de las escuelas evaluadas, los encuestados consideran que se da con poca intensidad, sin embargo, no existe un consenso en cuanto a la frecuencia de estas conductas: los adultos reportan más violencia que los más jóvenes.
Pareciera que, más que acoso escolar, la violencia podría formar parte de procesos de socialización que se dan en el entorno educativo, donde los actores pueden ser víctimas, victimarios o espectadores. En el caso de la medición realizada, se encontró que ante las acciones violentas, un 39 % de los jóvenes reconoce haber sido víctima de violencia, 55 % se reconoce en el rol de agresor, mientras que el 80 % se reconoce en el rol de espectador, entendiéndose que los roles no son excluyentes, es decir, se puede rotar según las circunstancias, los escenarios y el tiempo entre cualquiera de los diferentes papeles.
Sería importante detenerse en los observadores de la violencia, ya que este parece ser un dato clave en la comprensión del problema. Es la oportunidad de mirar la violencia desde una posición más pasiva del fenómeno, desde el tercero que observa, pero que sin saberlo es un actor clave para la solución. Sin duda las interpretaciones a estos datos pueden ser variadas, podría plantearse desde la dificultad de reconocerse como víctima y agresor, hasta el temor a reportar lo que sucede, pero esto no es suficiente para comprender el fenómeno. Aunque a partir de estos datos no se puede responder a por qué hay más espectadores que personas que ejecutan y reciben la violencia. Esto sí llama a la reflexión.
Encontrar espectadores de la violencia permite plantear cómo se entiende el mirar lo que hacen y les pasa a otros, sin duda desde un rol menos activo, pero que no carece de consecuencias, tanto para el sí mismo como para el colectivo, porque se confronta ante la propia vulnerabilidad y con la responsabilidad frente a los otros. Diferentes planes de intervención en el mundo han decidido centrar la mirada en estos actores, quienes al parecer podrían ser la clave para plantear otra manera de negociar los conflictos7. Además, el tema invita a pensar si como sociedad se ha reforzado el ser observadores de lo que sucede manteniéndose en un lugar seguro, sin agredir ni ser víctimas, lo que implica solo ser testigo de lo que pasa en el entorno.
La violencia no solo se genera desde los actores, sino que el lugar pareciera condicionar la percepción de esta. En ese sentido, el hogar, la escuela y la comunidad son entendidos como lugares donde se da la violencia. En la escuela, el tipo de violencia se centra en acciones verbales, los insultos y las prácticas excluyentes como protagonistas, tanto jóvenes como adultos reconocen que se realizan acciones para molestar a los pares, así como conductas retadoras hacia los adultos.
El hogar también es escenario de violencia. Por un lado, se reportan los insultos, pero aparecen las amenazas de golpes y la agresión física. Sin duda tanto la escuela como el hogar deberían ser los espacios seguros, sin embargo, hay exposición directa o indirecta de actos violentos. Además de las dinámicas propias de las familias en casa, en los espacios de ocio entran en juego las redes sociales y los medios de comunicación como fuente de exposición de la violencia. Hay consenso en que son variadas y frecuentes las formas en las que se muestra.
Asimismo, según los resultados obtenidos, para los adultos es más fácil reconocer la exposición a la violencia, tanto la directa como la indirecta, es decir cuando se sufre de la agresión o cuando se observa lo sucedido. En este sentido, en todos los ambientes se percibe violencia, varía el tipo y el grado de amenaza, pero en todas hay violencia. Ahora bien, si se entiende que estos son los espacios que los jóvenes deberían considerar como seguros y de resguardo, ¿cómo se pretende que no ejerzan la violencia a la hora de resolver conflictos? Sin duda, la violencia del entorno social permea el sistema educativo, las prácticas de las familias, la manera de tratar a los amigos y de ver a sus vecinos; por eso estos resultados llaman a la construcción de espacios y prácticas distintas donde se modele cómo se pueden afrontar situaciones desde otro lugar que no sea la violencia.
Mirar la violencia desde la barrera no saca a los actores de la ecuación, sino que puede llegar a convertirlos en parte del problema. Quien observa puede aprobar, validar o legitimar acciones desde su lugar, pero también puede ser el principio de cambio que decida posicionarse de una manera diferente y plantear soluciones. Amenazar e insultar parecen estar naturalizados como formas de encuentro, y los golpes como mecanismo de control y poder. Imponerse por la fuerza y la amenaza a veces parece ser justificado como la forma de enseñar, como si la violencia desde esta posición no hiciera daño y no enseñara a los más jóvenes a actuar así entre ellos.
De esta forma se corre el peligro de internalizar esta manera de relacionarse, al punto de no saber cómo dirigirse a aquel con quien disentimos de alguna manera. Es valioso pensar que, además de impartir conocimiento, la educación que se ofrece forme personas íntegras. Se trata de enseñar desde el amor y no desde la rigidez, que sin duda es una posibilidad en un ambiente donde muchas veces no se hacen excepciones, con la excusa de estar preparando a los alumnos ante la dureza de la vida, lo que muchas veces no ven es que enseñar así resulta más doloroso que lo que está por venir, y esto podría ser una manera de marcar una diferencia
En la violencia hay una relación asimétrica. Alguien con mayor poder busca dominar al otro; así los alumnos crecen bajo la amenaza, tanto de compañeros, vecinos y adultos significativos que también viven en este ciclo de violencia, donde los desencuentros se resuelven desde la negación del otro. Es por ello que urge actuar desde otro lugar, de lo contrario seguirán siendo las víctimas de un sistema que está fallando en brindarles herramientas que permitan el encuentro y reconocimiento de todos.
Notas:
- DevTech Systems. (2021): Diagnóstico de educación básica en Venezuela: reporte final.
- PERNALETE, L. (2023): “Millón y medio de escolares fuera de las aulas”. En: revista SIC, 843.
- JIMÉNEZ, D. (2019): “Violencia escolar en educación primaria: una percepción de la realidad construida por sus propios actores”. En: Revista de Investigación 43(96). Pp. 93-104.
- RODRÍGUEZ, M., VACA, P., HEWITT, N. y MARTÍNEZ, E. (2009): “Caracterización de las formas de interacción entre diferentes actores de una comunidad educativa”. Acta Colombiana de Psicología. 12(2). Pp. 47-58.
- GARAIGORDOBIL, M., MARTÍNEZ-VALDERREY, V. y MACHIMBARRENA, J.
(2017): “Intervención en el bullying y cyberbullying: Evaluación del caso Martín”. En: Revista de Psicología Clínica con Niños y Adolescentes, 4 (1). Pp. 25-32.
- Fundación Centro Gumilla. (2023): Educación integral para la emergencia en Venezuela: Línea Base de violencia y variables socioemocionales (Informe interno).
- RODRÍGUEZ, M., VACA, P., HEWITT, N. y MARTÍNEZ, E. (2009): “Caracterización de las formas de interacción entre diferentes actores de una comunidad educativa”. Acta Colombiana de Psicología. Ob. Cit.