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La última batalla de Winston Churchill

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Foto: archivo WEB.

Por Germán Briceño Colmenares*

Se dice que la primera víctima de una guerra es la verdad, aunque a veces hay también otras víctimas insospechadas: las estatuas. Como todo el mundo sabe -hemos hablado de eso hace unos días- buena parte de Occidente, aprovechando el paulatino desconfinamiento, se ha dado a la tarea de manifestarse de algún modo a favor o en contra del movimiento de protestas antirracistas desencadenado por el vil asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. Casi sin interrupción se han sucedido distintas manifestaciones, callejeras o virtuales, reclamando los derechos de distintas minorías y el cese de la discriminación, que en algunos casos ha generado repudiables episodios de desorden y violencia de la mano de infiltrados radicales. La mayoría de la gente sensata, sin embargo, ha asumido y apoyado pacíficamente la justa causa, mas no el vandalismo y el caos que desvirtúan la recta esencia de las reivindicaciones.

Desde siempre, salvo en los casos de inevitables daños colaterales, el saqueo y la destrucción del patrimonio cultural o de ciertos símbolos suelen estar asociados con fanáticos o iluminados de toda laya. Durante la recuperación de Manila de manos japonesas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, las tropas aliadas hicieron un esfuerzo consciente hasta el último momento para tratar de preservar el patrimonio arquitectónico de la ciudad filipina, aunque la tenaz resistencia japonesa hizo prácticamente imposible rescatarla intacta, como era la intención. Dicen que el mismísimo Hitler se resistió a bombardear París para no estropear sus monumentos, claro que la fácil y rápida victoria sobre el ejército francés no permitió poner a prueba su corta paciencia.

Hay excepciones que confirman la regla, cuando el objeto de la destrucción impulsada por una especie de santa ira son los íconos de la iniquidad misma: como ocurrió, por ejemplo, con la demolición de los símbolos nazis por parte del Ejército Rojo durante la toma de Berlín, o la posterior defenestración de las efigies comunistas tras la caída del muro de Berlín o el desmoronamiento de la Unión Soviética. Pero, como decíamos, no pocas veces estos actos están marcados por el signo de la irrisión y sus perpetradores suelen ser demagogos muy fanáticos o muy torpes, y en la mayoría de los casos suelen ser una combinación de ambas cosas. Para muestra basta recordar la demolición de unos budas milenarios por los Talibanes en Afganistán.

Cualquier persona racional puede darse cuenta de que una cosa es abolir prácticas o ideas injustas y otra muy distinta es pretender abolir la historia de dichas prácticas o ideas, por escandalosa que nos parezca. Lo primero es indiscutiblemente legítimo y plausible, lo segundo suele ser inútil y rayano en la insensatez. Así pues, decapitar personas o estatuas suele ser fútil, pues las ideas por lo general proliferan fuera de las cabezas no dentro de ellas, y a menudo en las cabezas de los vivos, no en la broncínea testa de un muerto. Jamás se ha visto que una injusticia haya sido enmendada como consecuencia de una efigie de bronce guillotinada. Además, quienes lideran las turbas recolectoras de cabezas suelen incurrir en una falacia de esta suerte: pretenden endilgarle a una determinada figura todos los supuestos males de una civilización o ideología; a la vez que buscan suplantarla de forma acomodaticia mediante una nueva ideología cuyas propias perversiones buscan ocultar interesadamente detrás de la justicia de unos ideales.

En uno de sus más memorables ensayos (El veneno de subjetivismo, 1943) sostenía C.S. Lewis que, como causantes de miseria y vicio, siempre nos acompañan la codicia y el orgullo de los hombres; pero en determinados periodos de la historia, esto aumenta considerablemente por la prevalencia temporal de alguna filosofía falsa. Y esas falsas filosofías o fundamentalismos antiguos o de nuevo cuño se erigen sobre el siguiente axioma: la mente humana no tiene más poder de inventar un nuevo valor del que tiene para plantar un nuevo sol en el cielo o para introducir un nuevo color primario en el espectro; cada vez que se intenta hacerlo, lo que se hace es seleccionar arbitrariamente una máxima de la moralidad tradicional, aislarla del resto, posiblemente sacarla de contexto y erigirla en un unum necessarium (único necesario).

La lucha contra cualquier discriminación no debería caer en el absurdo de pretender erradicar la memoria histórica bajo la pretensión de defender la “única” causa justa. No se puede editar o censurar el pasado; no se puede pretender tener una historia distinta a la que se tiene, en lo personal o en lo colectivo. El pasado es inmutable, por más que se intente vanamente borrarlo; lo sensato es tomarlo como lección para reforzar las virtudes o escarmentar con los errores. El mayor favor que se le puede hacer a una época oscura, es precisamente intentar hacerla desaparecer como si nunca hubiera existido. ¿A quién en su sano juicio le podría parecer razonable silenciar las fechorías y atrocidades cometidas por los nazis? Eso fue precisamente lo que ellos mismos intentaron hacer cuando se vieron perdidos: desaparecer las pruebas del delito. Al contrario, al mal y la injusticia hay que exponerlos descarnadamente -incluso mediante las estatuas-, para que al menos quepa la posibilidad de horrorizarse ante su evidencia, combatirlo si es necesario y confiar en no volverlo a repetir. El pasado está para comprenderlo, entenderlo y aprender de él.

Si el argumento es anticolonialista, antimperialista o antiesclavista, resultará que, en la mayoría de los casos, aquella civilización que fue víctima de la colonización, el imperialismo o la esclavitud, probablemente ejercía a su vez esas mismas inveteradas prácticas sobre los pueblos más débiles a los que sometía. ¿O es que acaso los aztecas, conquistados por los españoles -en alguna medida mediante una serie de intrigas astutamente urdidas entre los pueblos que se encontraban bajo su yugo-, no sojuzgaron a su vez a las tribus más débiles que coexistían bajo su esfera? Simplemente así han sido las cosas a lo largo de la mayor parte de la historia: casi todos los pueblos han sido, en distintos momentos, opresores u oprimidos. Solo a partir de la relativamente reciente globalización de la democracia, y de la aún más reciente declaración universal de los derechos humanos, es que la humanidad puede considerarse como un conjunto de ciudadanos iguales ante la ley y protegidos por el estado de derecho, con muchos matices y grados según los países.

Una de las víctimas más insólitas de esta andanada de las hordas iconoclastas ha sido la estatua de Winston Churchill, una de las doce emplazadas en los predios del parlamento británico. No cabe duda de que el Viejo León no se caracterizaba por guardarse sus controversiales opiniones para sí mismo y habló y escribió sobre todos los asuntos concernientes a su tiempo con una prolijidad que no estuvo exenta de polémicas. Pero, parafraseando una de sus más célebres sentencias, en lo que concierne a la libertad de Occidente, nunca tantos debieron tanto a tan pocos, ocupando él un lugar preeminente en el panteón de los héroes civiles del Siglo XX. De manera que pretender torcer la perspectiva sobre su figura histórica acusándolo de racista, sería, en el mejor de los casos, parcializado e injusto, además de adolecer de un odioso presentismo sin memoria. Su actual sucesor, Boris Johnson, con quien uno puede tener diferencias en muchos temas, ha acertado en su observación de este fenómeno al decir que las estatuas de nuestras ciudades y pueblos fueron erigidas por generaciones previas; echarlas abajo sería mentir sobre nuestra historia y empobrecer la educación de las generaciones venideras.

En la línea del argumento de Lewis, la ira desatada contra la escultura de Churchill tiene que ver con esa vil manía de hurgar entre los trapos sucios, entresacar un único y supuesto defecto, más bien dudoso y sin fundamento, y hacerlo ver como el rasgo dominante de la personalidad de alguien. Por cierto, una visión hagiográfica que destacara solo las virtudes y omitiera interesadamente los posibles defectos sería igualmente cuestionable e inexacta. Lo que en definitiva interesa es el balance y los hechos concretos y comprobables valorados en su justa dimensión, en aras a la búsqueda de la verdad y la reconciliación.

Pocos años atrás, seguramente intrigada por las vicisitudes y perplejidades de la memoria histórica, por la peculiar selectividad de los recuerdos en la que todos en alguna medida incurrimos respecto de acontecimientos o períodos que planteaban dilemas morales, la escritora Géraldine Schwarz se propuso, en un memorable libro, intentar desentrañar los entuertos de la memoria. Nacida en Francia, de madre francesa y padre alemán, se trasladó en su juventud a vivir a Berlín. Inmediatamente se sintió atraída por el hecho de que Alemania había adoptado el concepto de Vergangenheitsbewältigung: el intento de asumir la vergüenza de su pasado nazi haciendo frente colectivamente a los incalificables crímenes del Tercer Reich en lugar de eludirlos.

Este proceso, que comenzó a finales de los sesenta tras dos décadas de amnesia colectiva, permitió que de un legado negativo surgiera algo positivo: la rehabilitación y reconstrucción de Alemania como una de las democracias más sólidas y estables del mundo.

Schwarz sugiere que la cultura alemana de la memoria podría servir de inspiración a países como España, EE UU o el Reino Unido, que parecen estar teniendo dificultades para comprender que, para transformar el peso del pasado en riqueza, deben afrontarlo, no pretender borrarlo.

Ahora bien, para que el pasado nos ayude a mejorar nuestro presente, no basta con nombrar a unos cuantos culpables de la historia y derribar sus estatuas. La furia es comprensible, sin duda, cuando las autoridades permiten que se sigan honrando símbolos controversiales en lugares públicos sin que haya ninguna contextualización. Pero la iconoclastia, muchas veces, no aporta más que una falsa impresión de justicia. Poco después llega el olvido. Y lo único que queda es la oportunidad desperdiciada de utilizar nuestro pasado para conocernos mejor a nosotros mismos. Enfrentarse a las sombras de la historia es algo que no debería instrumentalizarse para agitar el odio, la violencia o el sectarismo, ni para alimentar una versión falsa, anacrónica y maniquea del pasado.

El episodio concreto que alimenta las iras antichurchilianas tiene que ver con sus supuestos pensamientos supremacistas y el “genocidio” en que habría incurrido en la India. Sobre estas cuestiones, según desgrana un buen reportaje de David Barreira en el diario ABC, ha vertido luz el historiador Andrew Roberts, autor de una monumental biografía sobre la vida del prócer publicada hace pocos meses. Concluye el biógrafo que los detractores del líder inglés se dedican a “sacar insensatamente de contexto ocasionales comentarios contrarios a los indios” para endosarle el millón y medio de personas que fallecieron por hambruna en la región de Bengala entre 1943 y 1944. Si bien en noviembre de 1943 rechazó por cuestiones logísticas la ayuda de Canadá para atenuar la hambruna, envió finalmente los víveres desde Australia. “Esta actitud dista mucho de parecerse a la de quien desea perpetrar un genocidio”, añade Roberts.

En un evidente guiño de innegables ribetes churchilianos, la efigie de la discordia está emplazada en las inmediaciones de Parliament Square, en el preciso lugar al que Churchill solía referirse irónicamente en los años cincuenta del siglo pasado como “donde estará mi estatua”. Se dice que, por aquellos tiempos, durante su segundo mandato como primer ministro, el entonces ministro de obras David Eccles le presentó los planes para la revalorización de la zona. Churchill trazó un círculo en un punto de la esquina noreste y declaró sin remilgos: “That is where my statue will go”.

Eventualmente, dos décadas después, en 1973, regresaría a cumplir su promesa y reclamar sus terrenos bajo la forma de un imponente bronce de cuatro metros de altura obra de Ivor Roberts-Jones, develado por su mujer Clementine, baronesa Spencer-Churchill, en una ceremonia que contó con la presencia del primer ministro en ejercicio, cuatro de sus predecesores y fue distinguida con un discurso de orden de la Reina Isabel II. Observando con detenimiento la serena fortaleza que rezuma la formidable pieza, no resulta difícil imaginar a Churchill aleccionando a sus ignorantes y coléricos adversarios de estos tiempos con alguna de sus proverbiales admoniciones, para acto seguido bajar de su pétreo púlpito, apartarlos con su bastón y salir caminando tranquilamente en medio de ellos.


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