Por Leonardo Padrón
Hoy recibí un correo electrónico que me estremeció. Un correo electrónico que resume los tiempos que vivimos. Es del colegio donde estudian mis hijos. No es inusual recibir circulares del colegio. Con frecuencia envían información sobre alguna actividad cultural -un concierto de la coral, alguna obra de teatro- , o refrescan advertencias a propósito del uso correcto del uniforme escolar y los horarios de clases. A cada tanto se asoman aquellos correos que notifican la necesidad de un ajuste de la mensualidad. Obviamente, los institutos escolares también sufren la hiperinflación diseñada por los genios que dirigen nuestra ruinosa economía. Pero esta vez el correo comenzaba con nueve líneas que recibí como un golpe en el hígado.
La directiva del colegio confesaba que sus docentes estaban renunciando. No se llegó a escribir la palabra estampida, pero se respiraba entrelíneas. Eso es lo que está ocurriendo. Sin eufemismos. La razón de la renuncia era la misma: se van del país. A buscarse una vida en algún lado. A intentar la dignidad de seguir dando clases en algún otro lugar del planeta donde sea normal ganarte el pan con tu profesión. O a trabajar en lo que toque, pero con la garantía de comer tres veces al día y sostener a los tuyos. Esa circular anunciaba que, en Educación Media General, mis hijos y los hijos de muchos padres, se quedaban sin profesores de Castellano, Biología, Educación para la Salud, Inglés y Química. También sin Orientadores y Psicólogos. La línea siguiente era un pedimento acuciante: “Invitamos a los Representantes que puedan colaborar como profesores de las mencionadas materias comunicarse con la Directiva”. Así de simple y rudo. Señores padres y representantes, si tienen los conocimientos de algunas de estas materias, los necesitamos. Hay una tiza que los espera. Es la tiza de la urgencia. La tiza de la orfandad.
Nada puede ilustrar de forma más categórica el fracaso de un sistema de gobierno que la huída en masa de la gente preparada para educar a sus ciudadanos. La nación ha ido dando de baja a muchos de sus miembros más competentes. Es el álbum negro de la agonía de una sociedad. Sin gente para educar a nuestros hijos se anula su futuro. No cabe otra frase.
El problema no es nuevo. Ya desde hace años las alarmas están sonando. Los primeros en desertar han sido los propios alumnos. Diversos reportajes de prensa dan cuenta de cómo miles de niños y jóvenes han ido abandonando escuelas, liceos y universidades. Las proyecciones realizadas en 2017 hablaban de casi 600 mil alumnos que renunciaron a sus pupitres ese año. La crisis ha sido tan corrosiva que estudiar se ha convertido en un verbo demasiado costoso para la familia venezolana. Los padres de hogares humildes no tienen cómo comprarle ni siquiera el uniforme o los libros a sus hijos. Muchos padres de hogares de clase media han extenuado sus capacidades y hasta vender sus propiedades –casas, carros, ropa- para sufragar el éxodo de sus hijos. Probar suerte en otra parte. Esa es la opción. Con lo escurridiza y volátil que es la suerte.
Mientras tanto, el presidente de nuestra ruina, Nicolás Maduro, se pronunció sobre la diáspora de la juventud venezolana como siempre, colocándole una sordina a la gravedad del problema y añadiéndole su habitual cinismo: “Hay algunos jóvenes que se han ido de Venezuela con la idea de mejorar su vida en el exterior. Yo les digo, vayan y vuelvan, porque un país como Venezuela no van a encontrar en ningún lugar del mundo. Estamos formando a la mejor generación desde el punto de vista profesional, científico y técnico y tenemos que garantizarle el trabajo aquí en Venezuela porque nos están robando los cerebros”. Los subrayados son míos, por supuesto. Aunque es demasiado obvio subrayar tanta retórica vacua, tanto espejismo, tanta mentira aburrida de ser mentira. Y de paso, la estrategia discursiva de culpar a otros: “nos están robando los cerebros”.
Pero sí, tiene razón en algo Maduro, un país como el que somos hoy no lo vamos a encontrar en ningún otro lugar del mundo. Este disparate es insuperable. De forma escalofriante, todo ha dejado de ser normal en Venezuela. ¿Creerán los jóvenes menores de veinte años que este alguna vez fue un país común y corriente, donde la luz eléctrica funcionaba, el agua salía de los grifos, las farmacias vendían medicinas y la gente comía tres veces al día?
¿Cuántos profesores seguirán abandonando su tiza encima del escritorio, expulsados por el instinto de supervivencia? ¿Cuántos estudiantes no volverán a un salón de clases?
Alguien le prendió fuego a la bandera de nuestras instituciones y no ha dejado de arder ni un solo día. Y así, asistimos al derrumbe de un sistema educativo que llegó a ser de los más reconocidos en Latinoamérica.
La buena noticia es que los padres están respondiendo al llamado de la institución escolar y ya se están organizando para dar clases y así darle continuidad a las necesidades académicas del alumnado. No dudo que así esté ocurriendo en otros espacios educativos. La sociedad venezolana se resiste a entregarse. A claudicar. Hay un coraje admirable en movimiento.
“Eran tiempos oscuros”. Necesitamos llegar a esa frase. A ese tiempo verbal. A que todo sea un recuerdo.
Allí, en nuestros salones de clase, solo queda la tiza de la urgencia. Tocará con ella refundar al país.