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La sabiduría es la corona de la vejez

9.1.1_Cortesía Vatican News (1)

En la Biblia, particularmente en la literatura sapiencial, la vejez es considerada desde distintas perspectivas con un énfasis profundamente antropológico. Lo único certero es que, si no se muere joven, todo lo que queda es envejecer: otros han experimentado esto antes que nosotros, otros lo experimentarán después de nosotros. Pero para cada uno de los seres humanos, como toda fase de la vida, la vejez representa una novedad inédita

Por Alejandro Vera, s.j.

Envejecer: bendición divina

En primer lugar, dado que la vida es un bien inigualable dado por Dios, el “envejecer” es algo definitivamente bueno, una meta que vale la pena perseguir. Por este motivo, desde la teoría retributiva, podemos encontrar una cierta idealización de la longevidad vinculada a la bendición divina. Una larga vida y una muerte serena son, de cierta forma, una recompensa para el justo que ha vivido en la justicia de Dios. La tradición sapiencial subraya el respeto a los ancianos, especialmente cuando se trata de los padres: “Escucha a tu padre que te engendró, no desprecies a tu madre cuando envejezca” (Pr 23,22). En este caso, el honrar a los ancianos se superpone al precepto del Decálogo sobre el honor de los padres (Ex 20,12; Dt 5,16; cfr. Lv 19,3). Hay una especie de doble honor a rendir: hacia la fuente de la propia vida y hacia el signo de la bendición divina, que es la larga vida. Como estudio en profundidad de esta necesidad, destacamos el pasaje ofrecido por Ben Sirá en Eclo 3,1-16; dedicado al respeto al padre anciano.

Envejecer: experiencia y sabiduría

En segundo lugar, el “envejecer” habla de la experiencia y de la sabiduría adquirida en el camino, que es digna de respeto y consideración por parte de los demás, especialmente de los más jóvenes. Ben Sirá alabará la vejez diciendo:

Si en la juventud no has guardado, ¿cómo quieres encontrar en la vejez? ¡Qué bien sienta a las canas el juicio y a los ancianos saber aconsejar!¡Qué bien sienta a los ancianos la sabiduría, el consejo justo a hombres venerables! La experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor. (Eclo 25,3-6)

El ideal de todo hombre debe ser llegar a una vejez cargado de experiencia de vida para que, aún en su situación física limitada, sus pensamientos y sus palabras sirvan de luz y de guía para los que están apenas comenzando a vivir; pero este ideal no llega en el momento de la vejez, hay que comenzar a cultivarlo desde la juventud. Por este motivo, Ben Sirá les recomendará a los jóvenes aprender de los mayores:

No rechaces los discursos de los sabios, estudia con dedicación sus enseñanzas; porque de ellos aprenderás la instrucción para entrar al servicio de los príncipes; no desprecies las historias de los ancianos que ellos escucharon a sus padres; porque de ellos recibirás prudencia, para saber responder cuando haga falta. (Eclo 8,8)

Es la práctica más antigua del aprendizaje. La convicción es que los ancianos “escucharon a sus padres”, es decir, son el patrimonio oral vivo de la comunidad, por tanto, son ellos los que de viva voz nos enseñan lo que debemos saber para vivir bien. En efecto, la capacidad de hacer memoria de las propias experiencias pasadas se convierte, para la persona que envejece, en posibilidad de ser testigo de esperanza y guardián de la sabiduría, comunicadora a las nuevas generaciones del tesoro ganado en este camino. Es natural reflexionar sobre el pasado al “envejecer”, porque eso pesa más que el futuro que es poco certero y del presente que se escapa. Aprovechar esta memoria para transmitir a los jóvenes lo que aún no saben es una tarea necesaria al envejecer.

Es muy interesante cómo en el Evangelio de Lucas, el evangelista presenta la vida de Isabel y Zacarías con una expresión (literalmente: “habían avanzado en sus días”; cfr. Lc 1,7) con lo que se puede apreciar un viaje hecho de pasos individuales, de momentos sucesivos, que se condensa en la expresión más concreta “días”. El acontecimiento vital se vuelve menos genérico, pero aparece como un tejido de días conformado por hábitos, sentimientos, expectativas que forman parte de la memoria viva.

Envejecer: ser cuidador y testigo de la esperanza

Entre todos los ejemplos que propone la Biblia y que ilustran figuras de ancianos, cuidadores y testigos de la esperanza, surge en primer lugar la de Abraham que “… por la fe, Abrahán siguió esperando cuando ya no había ninguna esperanza y así se convirtió en padre de muchos pueblos, según el dicho: así será tu descendencia.” (Rm 4,18). Es la mirada llena de esperanza en un futuro en el que “… los humildes poseerán la tierra, disfrutarán de abundante prosperidad.” ​​(Sal 37,11), una mirada entregada que confirma a los propios herederos: “Fui joven, ya soy viejo: Nunca he visto a un justo abandonado ni a su descendencia mendigando pan.” (Sal 37,25). El profeta Jeremías desde su juventud había sido llamado a ser profeta, pero será en la vejez que tendrá que comunicar a su pueblo palabras de esperanza, en medio del fin de Jerusalén, la deportación a Babilonia y detenido en el atrio de la prisión a causa de su predicación (Jer 32). Jeremías quiso reservar la memoria para las generaciones venideras que estarían dispuestas a creer en esta promesa divina: “… entonces la muchacha gozará bailando y los ancianos igual que los jóvenes; convertiré su tristeza en gozo, los consolaré y aliviaré sus penas.” (Jer 31,13). Se trata de la esperanza que conserva la confianza en el futuro, confianza que no se basa en las propias energías, sino en la vida misma, en un abandono que asume la figura de la entrega.

Entre las figuras de ancianos también debemos incluir la figura de Eleazar, que acepta voluntariamente el martirio, sosteniendo con su ejemplo la fe de los jóvenes: “Si muero ahora como un valiente me mostraré digno de mis años y dejaré a los jóvenes un noble ejemplo, para que aprendan a enfrentar voluntariamente una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable Ley.” (2 Mac 6,27-28).

El anciano, llamado a ser testigo de la esperanza, encuentra en ello el mayor sentido de su vida y una profunda comunión con las nuevas generaciones. Los ancianos entregan al joven ese patrimonio de esperanza que necesitan para vivir y, en cambio, el anciano necesita al joven, para que la vida tenga sentido para él.

Envejecer: fragilidad, debilidad e inseguridad

Por otra parte, el “envejecer” está relacionado con la fragilidad. No hay ninguna idealización de la vejez. El cuerpo viene reconocido. No es la cantidad de años lo que te hace sentir viejo, sino la disminución de las fuerzas. Qohélet lo describe de manera excepcional:

Antes de que se oscurezca la luz del sol, la luna y las estrellas, y a la lluvia siga el nublado. Ese día temblarán los guardianes del palacio y los valientes se encorvarán, las que muelen serán pocas y dejarán de moler, las que miran por las ventanas se ofuscarán, las puertas de la calle se cerrarán y el ruido del molino se apagará, se debilitará el canto de los pájaros, las canciones se irán callando, darán miedo las alturas y rondarán los terrores.

Desde la antigüedad muchos estudiosos, hebreos y cristianos, buscan interpretar estos versículos como metáforas en donde cada expresión simbolizaría una parte del cuerpo humano dentro del cuadro del envejecimiento: los humanos han alcanzado la noche de su vida1. Con delicadeza vienen dibujados pequeños cuadros donde solamente las fragilidades físicas son señaladas. Nada se dice de la tristeza, de la amargura, que podría hacer la vejez aún más penosa. Es el momento de vivir la dolorosa decadencia de las energías físicas y psíquicas, de sentir la marginalidad de la vida productiva y sentir reducidas las propias capacidades y oportunidades para el sustento. Tampoco se dice nada explícitamente de los riesgos de vivir en pobreza que la misma vejez pudiera traer consigo, ni de la soledad que lleva la pérdida de relaciones.

A menudo encontraremos en los textos bíblicos exhortaciones a los ancianos para que velen por sí mismos. La inseguridad personal se revela más evidente, viniendo la tentación de replegarse en el pasado: lo único que aún puede ofrecer seguridad. Es por ello que el “envejecer” puede venir acompañado de un tradicionalismo intransigente, como sucede, por ejemplo, con los amigos de Job con sus discursos (cfr. Job 4-23). Esta actitud, que implica el retroceso nostálgico en el pasado, el aferrarse a lo seguro (v.g. la ley), lleva a despreciar el presente. En este sentido, Ben Sirá aconseja a los ancianos recomendándoles:

Tú, anciano (literalmente: “el de cabello blanco”), habla cuando te corresponda, pero refrena tu talento y no interrumpas el canto, en el momento de brindar no sueltes un discurso, y aunque no haya música, no exhibas tu sabiduría. Joya de azabache en collar de oro es el canto en medio del banquete, sello de esmeralda engarzado en oro es la música entre la delicia del vino. (Eclo 32,3-6)

Ben Sirá reconoce, en primer lugar, que los ancianos deben tomar primero la palabra, pero deben expresarse con moderación. Se debe dejar espacio a la música. Por lo tanto, es mejor verter vino en copas que un torrente de palabras que exaspera a los invitados, es decir, hacer uso de la sabiduría de manera inoportuna y de mal gusto. Ben Sirá aconseja “no interrumpas el canto”, porque la melodía de un instrumento o de la voz humana es como una joya: por la novedad que pudiera representar y por el misterio mismo de su interpretación. Con esto recuerda a los mayores el peligro de creerse competentes sobre todo y autorizado a emitir juicios sobre lo que no sabe, lo cual es señal de ignorancia, y no de esa sabiduría que es la corona de la vejez2.

Envejecer: interpelación de la fe

La vejez, con su carga de debilidad y sufrimiento, también interpela la fe. El Evangelio de Lucas presenta cuatro figuras ancianas que podemos considerar ejemplares: Isabel, Zacarías, Simeón y Ana (cfr. Lc 2). Resplandece en ellos la noble realidad de una vejez bendecida por Dios. Cuando el sufrimiento y la debilidad parecen negar la bendición divina, y en su lugar asoma la tristeza, el desaliento, el miedo de haber cometido un error y de perderse en el camino de la vida, el permanecer enraizados y confiados en la Palabra, será suficiente para superar todas las pruebas. El “envejecer” no se trata de un viaje solitario en el desierto del sufrimiento y la debilidad, sino un camino para aprender a esperar en la eternidad. Estas figuras ancianas que nos presenta el Evangelio de Lucas, nos permiten resaltar también los recursos espirituales con los que se cuenta para hacer frente a los días que avanzan. Básicamente es el recurso ético de toda la vida conducida en rectitud y justicia (como vienen presentados Isabel, Zacarias y Simeón: justos, honrados y piadosos; cfr. Lc 1,6; 2,25), ofrecido por la oración perseverante (como viene presentada Ana que no se apartaba del templo a sus ochenta y cuatro años; cfr. Lc 2,37), una existencia vivida en la presencia de Dios, en la observancia de su voluntad, en la búsqueda sincera del bien. La justicia moral y la fe orante arraigada en la Palabra, son las grandes posibilidades al “envejecer” para reconciliarse con la vida y con las propias heridas y una puerta segura a la inmortalidad (cfr. Sab 1,15).

Envejecer: muerte e inmortalidad

Finalmente, el “envejecer” está necesariamente relacionado con la muerte. En el libro de la Sabiduría encontramos que el sabio está convencido que Dios, en su proyecto inicial (cfr. Gn 1-3), haya destinado al ser humano a la inmortalidad: “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que existiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte ni el Abismo impera en la tierra. Porque la justicia es inmortal” (Sab 1,13-15); “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser” (Sab 2,23). Todo esto supone que el ser humano tenga que permanecer en amistad con su creador. En este sentido, la muerte física que necesariamente llega en la vejez, no es la última palabra. De hecho, si el proyecto inicial del Creador se ha degradado, no fue totalmente abandonado3. Los justos, aquellos que permanecen fiel al Señor, pasan como todos a través de la muerte física, pero para ellos esta muerte es solo un pasaje hacia la verdadera vida de amistad con Dios (cfr. Sab 3,9; 4,15-15; 5,5). Para el justo, la muerte física no domina la vida espiritual: esta no será aniquilada, sino que recibirá, más allá de la muerte física, su plenitud4.

Qohélet, por su parte, elige dirigirse a los jóvenes repitiéndoles que disfruten, que se mantengan alegres en su juventud, sabiendo que Dios juzgará (cfr. Ecl 11,9-10). Y además añade: “Acuérdate de tu Creador durante tu juventud, antes de que lleguen los días difíciles y alcances los años en que digas: No les saco gusto” (Ecl 12,1). Y esta es la invitación que abre toda una reflexión sobre la vejez. El joven es llamado a recordarse de su Creador, porque fue Él el que le dio al ser humano el aliento de vida (cfr. Ecl 12,7b; 3,19-21; Sal 104,29-30; 146,4; Job 34,14-15). Esto significa que los jóvenes deben tomar conciencia de quién les ha dado el aliento y de quién los reprenderá, es decir, el mismo Dios: “y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva a Dios, que lo dio” (Ecl 12,7). Ser conscientes de esto como seres humanos es saber que la existencia terrenal tiene un fin, y más allá del progresivo debilitamiento propio de la vejez, el cuerpo vuelve a la tierra y Dios retoma el aliento que le ha prestado al hombre5. La invitación de Qohélet a la juventud es tener en cuenta la vejez, en la que el hombre termina su camino en la muerte. Desde una perspectiva antropológica y, junto a la tradición bíblica, Qohélet repite que, envejeciendo y muriendo, el ser humano experimenta su condición más radical: su cuerpo volverá a la tierra y el soplo que lo animaba y que había recibido de Dios (cfr. Gn 2,7) volverá a Dios, como a su fuente. Esta conciencia implica la necesaria reconciliación para asegurar la fecundidad y la serenidad en la vejez: aceptar, más aún, reconciliarse con la perspectiva de la muerte que ya se acerca, que no es una barrera, sino la puerta a la inmortalidad en Dios.


Notas:

  1. Cfr. Gilbert, M. (2005): La Sapienza del cielo. Proverbi, Giobbe, Qohèlet, Siracide, Sapienza. Cinisello Balsamo: San Paolo. P. 133.
  2. Ibidem, 197.
  3. Cfr. Gilbert, M. (1991): “La Sapienza di Salomone”. En: Charpentier, E.-Paul, A. (ed.), I salmi e gli altri scritti (Piccola Enciclopedia Biblica 5), Roma: Borla. Pp. 324-355.
  4. Idem.
  5. Cfr. Gilbert, M. (2005): La Sapienza del cielo. Ob.cit., p. 134.

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