Por Jesús María Aguirre.
Con el tiempo y los cambios generacionales algunos símbolos se desgastan y hasta pierden su sentido. El cirio, la lámpara, la puerta, la campana, la fuente, la bandera… nos parecen signos antañones, debido a que la luz eléctrica, los amplificadores de sonido, el agua corriente, etc., suplen sus funciones utilitarias. Pero estos días con la cuarentena, entre las fallas de luz eléctrica y la vuelta a la vela, la restricción de servicios de agua y la nostalgia de los manantiales, el encierro a puertas cerradas y la necesidad de abrirlas, la bandera flameante y la de media asta nos han reconectado con las experiencias originarias o más conexas con la naturaleza y la historia.
La lámpara permanentemente encendida del sagrario, las candelas prendidas del monumento el jueves santo, el tañido limpio de la campana por la mañana y el atardecer sin tanto estruendo de los motores, la fuente fresca del hontanar de la montaña, la luz de Pascua en la noche de vigilia, la bandera enhiesta como victoria de cada enfermo rescatado del virus, merecen revivirse en estos días de cuarentena.
Hoy la bandera a media asta de la Santa Sede, en duelo por las víctimas del coronavirus se suma a esta recuperación, en espera del triunfo de la comunidad humana entera, y no de la derrota del enemigo geopolítico.