Fabricio Ojeda Díaz
“Arruinaron al país, lo saquearon groseramente, arrasaron con nuestro aparato productivo y nos pusieron a pasar hambre.
Le soltaron el moño al hampa, le dieron armas, impunidad y el control de las cárceles. Destruyeron el sistema de salud y la distribución de medicamentos.
Nos arrebatarnos el derecho al voto –suspendiendo a la brava las elecciones regionales y el referendo revocatorio de 2016- nos hicieron fraude cuantas veces les ha dado la gana y nos dieron un golpe de estado, anulando a la Asamblea Nacional.
No conformes con esto, el nefasto grupo que usurpa el poder nos mata en las calles si protestamos y, además, tiene el tupé de insultarnos todos los días, públicamente, cada vez que a sus voceros les da la gana.
Uno de los que trató de ensuciar con su lengua mocha a los cientos de miles de venezolanos que perdimos el miedo y expresamos nuestro descontento en la calle, es un fiel representante del funcionario corrupto que lleva 18 años chupando de las arcas públicas, mentor de bandas armadas que, por cierto, figura en una selecta lista de la justicia internacional.
Nos llamó “pendejos”. Él es un “vivo” y nosotros los “pendejos”. Y a los más jóvenes, que son la mayoría en el movimiento “pendejista” que sacude al país, los llamó “tarifados” por una Alcaldía Metropolitana que debe tener todos los reales del mundo para pagarle a tanta gente.
De tarifas y hordas a sueldo sabe mucho el “enchufado vivo” que pretende ofendernos. Lo que no sabe, es que en Venezuela desde hace años el término “pendejo” no es un insulto, tras aquella definición que le dio aquel gran venezolano llamado Arturo Uslar Pietri, a quien ninguno de ellos le llega ni a la suela del zapato.
“Los ciudadanos honestos, los no corruptos son, en algunos casos, calificados como pendejos. Los honestos somos pendejos”, dijo Uslar en una entrevista televisada en 1989, cuando la corrupción era un párvulo en pañales comparada con la de hoy en día.
Desde esa fecha, el vocablo se institucionalizó y dejó de ser una palabrota prohibida en los medios de comunicación social, en las conferencias y en el lenguaje culto, así como en el habla popular como expresión ofensiva.
“Pendejos somos todos”, se podía decir abiertamente, sin rubor alguno.
Incluso, sectores preocupados por el latrocinio de los fondos públicos organizaron una multitudinaria movilización en Caracas, denominada la “Marcha de los Pendejos”, que se realizó el 15 de junio del 89 y en la que participaron miles de personas voceando consignas y enarbolando pancartas en las que se declaraban orgullosamente “pendejos”.
Hoy, 28 años después, los motivos para sentirnos honrados al identificarnos como tales son más fuertes que nunca, sobre todo para quienes exigimos la salida del poder de esta funesta oclocracia que ha causado la mayor crisis social de la historia venezolana.
Yo, por mi parte, he sido un pendejo toda la vida.
A mediados de 1999 -sin haber simpatizado ni votado por el hoy finado autócrata- cometí la pendejada de aceptar un cargo que me ofrecieron en el Puerto de Guanta, dándole al entonces gobierno (hoy devenido en dictadura) el beneficio de la duda.
Meses después renuncié y salí espantado de allí, al vislumbrar entre mis jefes los albores de la gigantesca corrupción que hoy hunde a Venezuela.
Eso para muchos “vivos” que conozco –entre ellos personas muy cercanas- fue otra soberana “pendejada” de mi parte, pues no solo dejé de percibir un buen salario como gerente y rechacé otras prebendas que me ofrecieron algunos contratistas ávidos de dinero, sino que me alejé de todo aquello que oliera a chavismo para quedar definitivamente “desenchufado” y “limpio”.
Pero con la conciencia tranquila, como decimos los pendejos para justificarnos, rememorando a nuestros padres y abuelos “pobres pero honrados”.
Luego recibí otras ofertas a las que siempre me negué, a pesar de que tuve que hacer maromas para sobrevivir, incluso como taxista.
“Eso es ser pendejo, hermano. Yo con ese nombre me hubiera llenado sabrosooo”, me recriminó un ex amigo de la infancia que al final pudo “enchufarse” con algunos contratos.
Pendejo, pero estoy seguro de que cuando pase esta pesadilla podré caminar tranquilo por ahí, ir a un cine, llevar a mis nietos al parque. No como otros, que al perder el poder y la protección de sus escoltas tendrán que cambiarse la cara o esconderse debajo de las piedras, para escapar del desprecio social que se han ganado desde hace tiempo.
Como reza la vieja gaita de Ricardo Aguirre: “Acabaron con la plata y se echaron a reír, pero les puede salir el tiro por la culata”.
Pendejos, sí, a mucha honra.
Pero no nos dejaremos quitar el país.”