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La puerta de la fe

sin credito

Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Nos hallamos ante una paradoja. Por una parte, somos conscientes de ser personas limitadas, lo que implica que tarde o temprano moriremos. En el mejor de los casos, esperamos que la muerte nos llegue lo más tarde posible, que perezcamos de muerte natural, sin una larga agonía ni sufrimientos innecesarios: como la vela que se consume poco a poco, hasta que acaba por apagarse.

Por otro lado, la “gloria” tiene que ver con majestuosidad, con el estado de felicidad suprema que se prueba al contemplar a Dios. Si tomamos el mundo del teatro, por ejemplo, se denomina “gloria” a la acción de alzar el telón para que los artistas reciban el merecido aplauso de parte del público presente.

Lo dicho anteriormente viene a propósito del Evangelio del domingo, cuando el mismo Jesús afirma que llegó el momento de su glorificación. Este extraordinario honor le será concedido —paradójicamente— con su crucifixión: su “elevación” en la cruz, es el momento de mayor esplendor en la vida de Jesús. Esto que es racionalmente inconcebible, pide unos ojos nuevos y una nueva inteligencia, para poder contemplar la belleza que reviste al Crucificado.

Salió del Cenáculo

De pocos versículos, pero espeso en su contenido, San Juan abre el pasaje evangélico indicando que Judas Iscariote abandonó el lugar donde celebraron la cena de despedida de Jesús: “salió del Cenáculo”. Es decir, Judas conscientemente decide separarse del Señor; lo hace de noche, o lo que es igual, dejó que la oscuridad inundara su alma. Él aspiraba a que Jesús fuera exaltado, reconocido monarca, que se apropiara del poder y aniquilara a los enemigos del pueblo, para así ser glorificado, aplaudido por su contundente “performance”. Obvio, para que Jesús “brille”, debe opacar e incluso apagar a muchos.

En modo alguno Judas Iscariote acepta que el cénit de la gloria de Jesús se dé en simultáneo con su muerte ignominiosa. Por este motivo, sale huyendo, no quiere saber de derrotas, evade la realidad que se avecina. Decide entonces alejarse del Amigo, y del grupo de amigos.

El deseo de que el Amor sea la “norma”

En medio de la avalancha de acontecimientos presentes y por venir, Jesús mantiene la compostura. Serenamente se permite resaltar aquello que ha sido el “leit motiv” de su existencia, el Amor.

Él entra en su Pasión con la prestancia del Rey–Pastor, que sirve a su rebaño hasta dar la vida por él. Jesús es el Señor–servidor, cuya autoridad se expresa en el gesto de lavar el pie de sus discípulos y de todo hombre. Ha asumido el desenlace de su vida no como una tragedia que podía evitarse, sino como donación de sí mismo, como expresión sublime del Amor que prueba por sus amigos y sus enemigos.

La “regla” del Amor no se impone desde fuera, sino que se siembra dentro, de manera que toda “exigencia amorosa” no nazca de un principio exterior, sino del espíritu humano. A los discípulos les costará asimilar este mandamiento, pero lo harán y serán fieles, donando, no sus vidas, sino al Amigo que se donó a ellos.

La puerta de la fe

El capítulo catorce de los Hechos de los Apóstoles relata un hermoso episodio que ve como protagonistas a Pablo y Bernabé. Valiéndose de ellos, Dios abrió la puerta de la fe a toda la Humanidad: recorren muchísimos sitios, llevando la Palabra a remotos lugares, recónditas ciudades. Y la Iglesia se organiza progresivamente. En cada espacio dejan gente responsable de darle continuidad a la Buena en medio de la naciente comunidad de fe. La misión cumplida —y la venidera— tiene por actor principal al Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo.

La puerta de la fe se abrió igualmente para nosotros. Una vez atravesada, somos invitados, limitados como somos, a hacer experiencia de encontrar en las actuales e injustas cruces el rostro del Dios que amorosamente nos salva con el don de sí mismo. Esta “estética” de la cruz nos invita, acto seguido, a bajar de las cruces a quienes injustamente penden de ellas. No “salimos del Cenáculo”, sino que entramos por la puerta que es Cristo, por la puerta de la fe.

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