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La promesa liberal: notas sobre otra muerte anunciada

Cortesía: de Nueva Sociedad

La concepción del liberalismo ha originado, históricamente, discusiones, discrepancias y acepciones diversas. No obstante, analizar el impacto de la movida liberal en el desarrollo político de las sociedades democráticas es un punto de partida para comprender sus crisis y transformaciones 

César Eduardo Santos

Todos los días vemos discusiones sobre la crisis del liberalismo. Sin embargo, no siempre estas remiten a un contenido claro.  El liberalismo puede entenderse, en lo substancial, de tres maneras: como un acontecimiento histórico surgido en la modernidad y vinculado a Occidente, como una tradición intelectual y como un proyecto político impulsado a partir de la Revolución Francesa, no exento de múltiples variaciones a lo largo de su desarrollo. Todos los acaecimientos anteriores, además, generaron en su devenir una serie de ideas básicas, orientadas hacia la articulación de nuevas formas jurídicas, sociales y políticas, destinadas todas ellas a garantizar un puñado de derechos individuales, desconcentrar el poder y proteger del despotismo, cualquiera que fuese su origen, al ciudadano. 

La revancha de los descontentos

El principal síntoma de crisis del liberalismo está en el ascenso de regímenes que contravienen, trastocan y descalifican a los principios normativos del ideario liberal. El proyecto liberal, desde sus orígenes, se ha caracterizado por definirse y desenvolverse en función de sus amenazas y sus adversarios. Así, los liberales del siglo XIX hicieron frente, se renovaron y fortalecieron frente a las embestidas realistas-conservadoras y socialistas. Durante el siglo pasado, la naciente democracia liberal tuvo que combatir a las concepciones políticas totalitarias de la izquierda y la derecha: fascismo, nazismo y –el que parecía ser su último adversario– comunismo. 

La movida iliberal no cesa y logra adaptarse a los nuevos tiempos. En nuestra época, viene representada por los regímenes fundamentalistas del islam, pero también por los gobiernos autocráticos que han visto el amanecer casi a la par del nuevo siglo, como en el caso de la Rusia de Putin. A ella, podemos sumar el gobierno de Xi Jinping en China, cuyo tercer mandato ha puesto aún en mayor evidencia el carácter arbitrario y personalista de su régimen. En nuestra región, los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua aparecen ya como autocracias consolidadas. Todos los ejemplos anteriores se caracterizan por un rechazo claro a los principios liberales: violaciones a los derechos humanos, fractura del Estado de derecho, concentración y abusos desde el poder. 

Una nueva cepa, más nebulosa que las anteriores, toma parte en el escenario político, mimetizándose entre la democracia y la dictadura. Los populismos ya instaurados en los gobiernos del panorama internacional socavan la democracia desde dentro. Así, Viktor Orbán ensalza su discurso con el término de democracia iliberal, aguardando a la legitimidad de las elecciones populares, pero sin las garantías propias que el liberalismo otorga a los ciudadanos. Otros líderes de este talante se ciñen a dichas prácticas, abanderando causas xenófobas, racistas y ultra-nacionalistas, contrarias a la actitud liberal sostenida en la libertad y el respeto. 

González Ulloa Aguirre y Ortiz Leroux1 explican el ascenso de los regímenes mencionados en los siguientes términos: 1) el trastrocamiento de la relación entre política y economía, es decir, el gobierno de la economía pasó a la privatización en lugar de permanecer en lo público; 2) la disociación de la confianza y la legitimidad democráticas, transitando hacia una contrademocracia; 3) la erosión de la democracia como forma de sociedad y mecanismo de cohesión social, a causa de las desigualdades de ingresos y patrimonios; y 4) la pérdida de fe en los ideales y valores liberal-democráticos entre las generaciones jóvenes, quienes no vivieron las generalmente traumáticas experiencias de los totalitarismos y, en el contexto latinoamericano, de las dictaduras militares o las sangrientas revoluciones guerrilleras.

Los cimientos liberales, sin embargo, no son socavados única y exclusivamente desde el gobierno, sus propios ciudadanos también contribuyen al deterioro. Desde la derecha, explica Fukuyama2, con el rechazo hacia la idea de autonomía individual defendida por el liberalismo, la cual constituye uno de sus pilares. Los conservadores acusan a los liberales de ofrecer una moral laxa, hecho que ha conducido a las sociedades fundadas en el anterior principio a colocar en el mainstream prácticas y formas de vida como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad. La crítica desde la izquierda, por su parte, acusa al liberalismo de permitir un gran nivel de desigualdad para grupos identificables por medio de características como el género, la raza u orientación sexual, debido al reconocimiento de los derechos y libertades individuales, en detrimento de los colectivos. Una intensificación de las políticas de la identidad3 gracias a las cuales los grupos ya mencionados cuenten con acceso prioritario a los derechos sociales, en perjuicio de la igualdad jurídica de todos los individuos.

Y sin embargo….

El liberalismo sigue siendo, concebido de forma integral y pese a sus limitaciones, el mejor proyecto político conocido para combinar igualdad formal, participación real y representación de las identidades disímiles que conforman una sociedad multicultural, moderna y secular. Adaptable a cosmovisiones religiosas y filosóficas diferentes –desde la India a Japón, de Bostwana a Israel, de Uruguay a Noruega– la tríada poliarquía (régimen político), sociedad abierta (orden social) y economía capitalista (modelo económico) ha provisto los mejores niveles –siempre imperfectos– de inclusión social y política. 

Este maridaje no ha sido producto de un destino teleológicamente definido ex ante. Las relaciones entre liberalismo y democracia, cuya consumación encontramos en la democracia liberal asumida como sistema político imperante en el mundo occidental, son producto de un accidentado trayecto histórico de tensiones, acercamientos y convergencias. En dicho andar, liberalismo y democracia han encontrado contradicciones tanto teóricas –como sucede en las propuestas de Guizot o Hayek– como prácticas –como en el caso de las demandas socialistas de extensión del voto frente al proyecto liberal de la Tercera República–. En este sentido, Fawcett considera que el progresivo acercamiento entre liberales y demócratas tuvo lugar hasta después de 1880, con un momento culmen hasta terminada la Segunda Guerra Mundial4

El triunfo (primero simbólico) de la liberal democracia irrumpió en Occidente, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 constataba, sin lugar a dudas, la vocación democrática y liberal de esta parte del mundo frente al bloque comunista. Tal documento, además de consagrar los derechos que acompañaron al liberalismo desde su etapa de gestación –como la igualdad de todos los hombres y la protección del ciudadano frente a todo poder–, así como los derechos sociales garantizados hacia el primer tramo del siglo XX, contempló el elemento democrático-electoral, como versa el artículo 21:  

La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto. 

Luego, con los procesos de descolonización del Tercer Mundo y las transiciones a la democracia en Latinoamérica, África, Asia y Europa del Este y Sur en las décadas de los 70, 80 y 90, el script liberal mostró una vitalidad que sorprendió a sus críticos, populistas o abiertamente totalitarios, de izquierda y derecha. No hay por qué suponer, entonces, que las propuestas económicas, políticas y éticas del liberalismo –abriéndose al diálogo con sus deudas, detractores y desarrollos–, sean incapaces de responder a los retos planteados por el siglo XXI. Eso supone negar el aferramiento a cualquier mirada esquemáticamente liberal que reduzca las personas y sociedades a acotar sus agendas individuales y colectivas dentro de las instituciones representativas en clave poliárquica. Lo que conduce a la “oligarquización” de la política. 

Pero tal actitud supone también enfrentar el planteo iliberal de los populismos y la amenaza antiliberal en clave totalitaria, que suplantan la ciudadanía diversa y beligerante por la masa movilizable y aclamante, y un poder político de pluralismo restringido o anulado. Un liberalismo progresista y renovado acomodaría una riqueza de actores, identidades, reclamos y agendas que, sin suprimir las instituciones y derechos de la democracia liberal, impulsen visiones alternativas sobre la organización civil, la justicia social, el desarrollo económico, la participación ciudadana y la rendición de cuenta de los gobernantes. La defensa de la democracia liberal no es –al igual que sus amenazas– un asunto de derechas o izquierdas. Tampoco de privilegiar un individualismo posesivo5 sobre un colectivismo asfixiante. Es una tarea de ciudadanas y ciudadanos que creen que alcanzar todos los derechos para todas las personas es imposible sin recuperar integralmente el legado justiciero y la promesa igualadora del liberalismo. 

Hoy por hoy, a pesar de sus desafíos, el liberalismo democrático sigue sintetizando los reclamos de poblaciones oprimidas que anhelan devenir en ciudadanía, en Teherán, Beijing, Minsk o Caracas. Reclamos que remiten a la promesa de un orden social (liberal) capaz de acomodar cuatro ideas básicas: “conflict, resistance to power, progress, and respect6, cuya traducción responde a “conflicto, resistencia al poder, progreso y respeto”. Su propia trayectoria en tanto acontecimiento histórico –capaz de sobrevivir a guerras y revoluciones radicales–; tradición intelectual –triunfante ante el asedio totalitario, dentro y fuera de la ciudad letrada– y, cimeramente, como proyecto político –capaz de sintetizar de modo realista las luchas cívicas y provisiones públicas en pro de la libertad y justicia– hacen sospechar que así sea. 

Nota del autor:

  • Este texto es una versión resumida del original, publicado en SIC digital: revistasic.org. 

Notas:

    1. GONZÁLEZ, P. y ORTIZ, S. (2021): El debate del pensamiento político contemporáneo. Una aproximación al liberalismo, republicanismo, comunitarismo y multiculturalismo. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México.
    2. FUKUYAMA, F. (2022): Liberalism and its discontents. Londres: Profile Books Ltd.
  • Ídem.
  1. FAWCETT, E. (2014): Liberalism. The life of an idea. New Jersey: Princeton University Press.
  2. MACPHERSON, C. B. (1987): La democracia liberal y su época, Madrid: Alianza Editorial.
  3. FAWCETT, E. Op. cit.

REFERENCIAS

BOBBIO, N. (2018): Liberalismo y Democracia. México: Fondo de Cultura Económica.

LASKI, H. J. (2014): El liberalismo europeo. México: Fondo de Cultura Económica.

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