Por Juan Salvador Pérez
Nos enseña la escolástica que hay tres clases de personas: personas divinas, Dios (tres personas distintas en una sola naturaleza divina); personas angelicales, los ángeles y los demonios (espíritus puros); y las personas humanas, los hombres y las mujeres (compuesto de alma y cuerpo).
Somos nosotros, las personas humanas, acaso las menos elevadas en lo espiritual por nuestra doble condición de alma y cuerpo. Sin embargo, el padre Pío de Pietrelcina al hablar de la envidia de los ángeles solía decir que ellos “solo nos tienen envidia por una cosa: ellos no pueden sufrir por Dios”. Yo me atrevería a decir que hay otra cosa más por la cual nos podrían “envidiar” –si es que cabe el término– nosotros podemos abrazarnos.
Habacuc es uno de los profetas menores, es decir, pertenece al grupo de los Doce Profetas1 que son los doce libros proféticos de menor longitud del Antiguo Testamento, que van a continuación de los profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel). El libro consta de tres capítulos y se divide en tres géneros diferentes: una discusión entre Dios y Habacuc, un oráculo de la aflicción, un Salmo.
Vayamos por partes.
La discusión entre el profeta y Dios es sin duda un atrevimiento, pero ¿quién no ha cuestionado a Dios en los momentos duros, en las pruebas, en las dificultades, ante las injusticias? Comienza Habacuc su diálogo “Señor, ¿hasta cuándo gritaré pidiendo ayuda sin que tú me escuches?”.
La respuesta final de este diálogo se convierte en el oráculo de la aflicción, Dios le dedica su anuncio y su vaticinio al afligido con una frase cargada de profunda fe, un llamado a la confianza y sobre todo a la paciencia: “Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso…”, y termina este segundo capítulo con una clara y contundente advertencia a los opresores, también a ellos les habla: “Ay de ti, que te haces rico con lo que no te pertenece” “Ay de ti, que construyes tus ciudades sobre la base del crimen y la injusticia” “En lugar de honor, te cubrirás de vergüenza… y convertirá en humillación tu gloria”.
Por último, en el tercer capítulo, Habacuc nos lega un salmo a la manifestación de Dios, un canto hermoso a la certeza de la actuación misericordiosa, esperanzada, confiada y justa de la Providencia:
Entonces me llenaré de alegría a causa del Señor mi salvador. Le alabaré aunque no florezcan las higueras, ni den frutos los viñedos y los olivares; aunque los campos no den su cosecha; aunque se acaben los rebaños de ovejas y no haya reses en los establos. Porque el Señor me da fuerza; da a mis piernas la ligereza del ciervo y me lleva a alturas donde estaré a salvo.
Habacuc en su libro, al interpelar a Dios nos interpela a nosotros, pues nos coloca de cara a la gran interrogante de por qué Dios permite que sucedan ciertas cosas. ¿Existe acaso una pregunta más actual e importante que esta? La ponerología como disciplina que estudia el mal (del griego ponerós, malo) tras mucho deambular solo puede concluir que, en un mundo material y finito, el mal es inevitable. La finitud –que esta vida termine, que llegue a un final y ya– es pues el mal mayor. Pero la respuesta que nos da Habacuc, es otra. Supera lo secular y se posa sobre lo Divino. Surge entonces la teodicea, pero no como la justificación de un Dios que permite el mal por razones misteriosas y punto, sino –y he aquí el aporte fundamental de Habacuc al cristianismo– como la respuesta reflexiva que el hombre encuentra ante la inevitable aparición del mal en el mundo material: la trascendencia divina de lo Infinito.
Quisiera para terminar volver a la idea inicial de esta breve aproximación. En su etimología, Habacuc significa aquel que abraza fuerte. El abrazo fuerte no como simple muestra de cariñoso sentimentalismo, sino como necesario consuelo ante la aflicción. Un consuelo que está siempre en las manos de Dios, pero que encuentra concreción en los brazos de los hombres y mujeres, porque en el mundo de los hombres y las mujeres, Dios actúa a través de nosotros.
Es esta la profecía del abrazo.
Que bien nos vendría un abrazo.
Que nos acomode un poco.
Que nos haga ver
Que no estamos tan solos…
Ni tan locos. Ni tan rotos.2
Notas:
- Son los 12 profetas menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías.
- Poema de Nicolás Andreoli