Por P. Alfredo Infante, s.j.*
Mientras preparaba esta homilía, una pareja joven del barrio tocó a mi puerta. Su niño, nacido hace 20 días, se encuentra en la maternidad luchando por la vida. Acudieron a mí, pidiendo el bautismo. Les acompañé hasta el hospital y entramos a la sala de cuidados a celebrar –de emergencia– el sacramento. Aquel angelito conmovió mis entrañas, me sacudió. La fe de aquella joven pareja me llenó de fuerza. Solo pude poner tres goticas de agua sobre su frente y sentí que aquella criatura de Dios era introducida en el corazón de Cristo, para morir y resucitar en Él. Como lanza de luz, una pregunta estalló en mi conciencia: ¿cómo hablar de resurrección ante tanto sufrimiento?
Este domingo, el evangelio nos ofrece contemplar la escena de la pesca milagrosa y el diálogo de Jesús y Pedro, al amanecer, en una comida, preparada por el mismo Jesús, crucificado-resucitado, a la orilla de la playa (Jn 29, 1-19).
Justo, es en el sufrimiento, donde se aparece el Señor para levantarnos de nuestras postraciones e introducirnos en el misterio de la esperanza. Todo apunta a qué el Señor Jesucristo, crucificado-resucitado, viene a despertar y sanar la memoria de sus discípulos y a revelar definitivamente el triunfo de la vida sobre la muerte, para reavivar y fecundar el mundo con su mensaje de amor, fe y esperanza.
A Pedro y compañeros, ambas escenas, la pesca y la comida compartida, les traen recuerdos significativos de momentos vividos con el Señor.
Y es que los discípulos habían vuelto a la vida que llevaban antes de conocer a Jesús, estaban con sus barcas y redes, sin mayor propósito trascendental. El proyecto de anunciar con la palabra y obra un mundo nuevo había quedado atrás, como sueño frustrado, al pie de la cruz.
La vida de los discípulos volvía a ser un círculo infecundo, intrascendente existencial e históricamente y, esto, Juan lo significa diciéndonos que, han pasado toda la noche y no han pescado nada, solo fatiga y cansancio.
Y, es en este estado de desolación que vive la comunidad discipular, en el que hace su aparición el Señor crucificado-resucitado. Es el tránsito de la noche al amanecer. Algo nuevo se inicia a orillas del lago, nos lo anunció Juan evangelista con los contrastes noche-amanecer; infecundidad-pesca milagrosa.
Ellos inicialmente no lo reconocen, Él está en la orilla y ellos en la barca, aguas adentro. No lo distinguen, pero escuchan la voz que les dice: “echen las redes”. Obedecen aquella voz que contra todo pronóstico invita a no desistir, a apostar, y, atrapan tantos peces que las redes están que revientan.
Con este signo, se inicia un proceso espiritual que les abre los ojos y la conciencia a los discípulos y el discípulo amado lo reconoce y comunica a los demás la noticia: “Él es el Señor”.
Pedro se lanza al agua, signo bautismal, para llegar a la orilla y encontrarse personalmente con el Señor y, a partir de ahí, comienza un nuevo nacimiento para Pedro y la comunidad discipular, mueren y resucitan en Cristo.
Vale la pena recordar que Mateo nos pone la escena de la pesca milagrosa en los inicios de la misión del Jesús histórico, cuando Pedro sobrecogido por el signo, se confiesa: “apártate de mí Señor que soy un pecador”, y Jesús le responde entregándole la misión “de hoy en adelante serás pescador de hombres”.
Ahora, este encuentro con el resucitado que nos propone Juan, activa la memoria de aquel primer encuentro a la orilla del lago, cuando Pedro, dejándolo todo, lo siguió, solo que ahora, lo seguirá para siempre, definitivamente, con todo el corazón.
Esta segunda pesca milagrosa que nos presenta el evangelio de Juan con el resucitado pareciera ser un memorial sanador, que le da modo y orden a la experiencia discipular vivida con el Jesús histórico, el Nazareno. Es ahora cuando comienzan a comprender lo que el Señor decía y hacía.
En la primera pesca propuesta por Mateo es emblemática la figura del pescador, en esta segunda, con el resucitado, lo será la imagen del pastor, tan central en el evangelio de Juan: “apacienta mi rebaño”.
El signo fecundo de la pesca abundante, seguido de la inmersión de Pedro en las aguas, lleva a reunir nuevamente a la comunidad discipular entorno a la comida compartida, esta vez, en la mesa de la creación, porque es la naturaleza, la madre tierra, el altar.
Y es con la creación de testigo y delante de la humanidad discipular que, Pedro, en diálogo íntimo y profundo con el resucitado, sana y resignifica la memoria herida por el pecado. Las tres preguntas de Jesús, “¿Pedro me amas?”, no pretenden restregar las tres negaciones de Pedro en la pasión, sino, por el contrario, es un camino de sanación, resignificación de la memoria herida y reencuentro en la amistad.
La misericordia del amor de Dios, en diálogo sanador, libera a Pedro de la carga de la negación y lo lanza a la misión. A cada confesión de amor le corresponde el envío: “apacienta mis ovejas”.
Y, por esta experiencia de gozo pascual, en los Hechos de los Apóstoles, aparece Pedro, en plena misión, perseguido y con libertad liberada, dando testimonio de su fe, predicando que el Nazareno, a quien crucificaron, el Padre lo ha resucitado, revelando, que es el Cristo, el Señor, y ningún poder podrá acallar su palabra, porque “primero hay que obedecer a Dios que a los hombres” (Hch 5,27-32.40-41) y, este Cristo, como lo recuerda el Apocalipsis (5,12-14), es el Cristo cósmico, en cuyo corazón, la creación y en ella la humanidad, llegan a su plenitud.
Por eso, con el salmista, decimos: Te alabaré, Señor, eternamente, Aleluya. (Sal 29).