Wooldy Edson Louidor
espacinsular.- ¿Qué tanto la “política” en nuestra región de América Latina y el Caribe refleja la búsqueda de la satisfacción de las necesidades reales de nuestros pueblos, más allá de la lucha entre partidos, personalidades e ideologías políticos?
¿En qué medida los Estados, las sociedades, la Academia, las organizaciones internacionales han comprendido que la migración, en particular la de los jóvenes, se debe a gran parte a la desesperanza que genera la “política” en los países de origen de los migrantes? ¿Por qué no hablar también de la “migración de la esperanza”?
Somos la región más desigual del mundo
América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo y, en consecuencia, la pobreza afecta a la mayoría de nuestra población, particularmente a determinados grupos étnicos y sociales tales como las negritudes, los indígenas, las mujeres, los niños, los campesinos “sin tierra”.
Sin embargo, la miseria nos incomoda cada vez menos, la indigencia es “nuestro” pan de cada día. Da la sensación de que cada quien se preocupa por construir y mantener su oasis, en medio de la aridez de nuestras sociedades incapaces de brindar lo necesario a gran parte de sus ciudadanos y ciudadanas. Nuestras capitales y grandes urbes son acordonadas por cinturones de pobreza. Convivimos a diario con la marginación social.
En nuestra región seguimos cometiendo el crimen más odioso: el “esperancidio”. Matamos a diario la esperanza por nuestras acciones y también por nuestras omisiones, nuestra indiferencia, nuestro silencio. Cada vez más jóvenes pierden esperanza en nuestros países y ven el futuro con mucho temor. La educación universitaria gratuita o a muy bajo costo es un lujo que muy pocos países de la región se dan (o se quieren dar). ¿Qué tanto hacemos honor a aquella idea según la cual los niños y los jóvenes son el futuro de la sociedad?
Existen países que enfrentan la violencia sistemática y el conflicto armado: los delincuentes armados (de todos los bandos) o disfrazados de políticos siguen sembrando la zozobra en las comunidades, las calles, los hogares, los medios de comunicación. Todos los espacios tienden a convertirse en trincheras. Se sigue justificando la guerra como la única solución.
En algunos países la política se convierte en el arte de hacer la guerra, de polarizar a la sociedad, de fragmentar a las comunidades, de excluir a ciertos grupos políticos, sociales y étnicos. Los discursos políticos son cada vez más violentos y “fundamentalistas”. Algunos personajes políticos son auténticos jefes de banda o “insignes” guerreristas. Se pierde muy a menudo en el horizonte la importancia de la negociación, la búsqueda de consensos, la concertación, la prosecución del bien común. La civilización va cediendo ante la barbarie galopante.
La corrupción se transmuta en una gangrena que “enloda” incluso a familiares de presidentes y a miembros de partidos políticos influyentes, de casi todo el espectro político: derecha, izquierda, centro, etc. La corrupción no tiene partido: está o puede estar en todos. El dinero del Estado acaba a menudo en bolsillos de particulares o en cuentas bancarias de paraísos fiscales, en vez de ser usado para los bienes y servicios públicos.
Nuestros territorios, principalmente donde existen importantes recursos naturales, son antojados y requeridos por empresas multinacionales. Nos convertimos progresivamente en neo-colonias que servimos para que las metrópolis extraigan nuestros recursos; y nuestros pueblos no ven aún cómo estas actividades lucrativas les benefician. Lo que ven – porque lo sufren en carne y hueso- son las consecuencias de la explotación indiscriminada de “nuestros” recursos: contaminación ambiental, despojo de sus territorios, destrucción de sus patrimonios colectivos, destrucción de sus culturas, desarraigo, prostitución, represión estatal, etc.
Las elecciones son eternas: cuando se acaban, los candidatos derrotados o victoriosos se preparan inmediatamente para las próximas elecciones; los nuevos puestos se convierten en trincheras para hacer campaña. O cuando dejan el poder, algunos ex presidentes actúan como si fueran candidatos, en vez de servir a sus países. Podemos hablar del “síndrome del perpetuo candidato” en el que nunca se cierra definitivamente el ciclo electoral.
El modelo económico “no está en discusión”, nos dicen descaradamente algunos jefes de Estado, no porque sea el que más conviene al pueblo, sino porque sirve a los intereses de nuestros dirigentes y élites.
¿Cuántos gobiernos pueden tomar la decisión de declarar como propiedad estatal o pública empresas que fueron privatizadas? ¿Cuántos gobiernos pueden exigir a las multinacionales que paguen más impuestos o que realmente asuman su responsabilidad social con rigor, más allá de “hacer algo” por los “pobrecitos”, los “negritos” o los “indiecitos”? ¿Cuántos gobiernos pueden aumentar el gasto social en su presupuesto, en detrimento de otros gastos inútiles, por ejemplo el aumento salarial de los parlamentarios?
Entonces, ¿para qué sirve la política en nuestra región?
Aún hay algunos “locos”, como el expresidente uruguayo, que creen (y “Mujica” lo mostró con testimonio) que la política debe servir a la gente y no para enriquecer a los políticos. Plantean que la política debe orientarse a la gestión del bien común, que somos los pueblos de cada colectividad, a la prosecución de los intereses comunes, la búsqueda de acuerdos o de la unidad en medio de la diversidad y los conflictos. Las excepciones son muy escasas.
Sin embargo, la política en nuestra región está cada vez más desarraigada de nuestros pueblos, de sus intereses y sus necesidades. Parecería que las agendas de nuestros pueblos y las de nuestros políticos están diametralmente opuestos.
Por un lado, nuestros pueblos exigen la reducción de la desigualdad económica, el acceso a los bienes y servicios públicos -como la salud, la educación, el agua potable-, la defensa de la soberanía territorial, la rendición de cuentas, la construcción o mejora de infraestructuras, garantías para el disfrute de sus derechos individuales y colectivos, etc.
Por el otro, gran parte de nuestros gobiernos y dirigentes políticos están preocupados por la carrera electoralista, la obtención del beneplácito de los países hegemónicos occidentales y las élites nacionales, el reconocimiento de las Instituciones de Financiamiento Internacional (IFI) para que “nos” consideren como países con buenos índices de desarrollo, de crecimiento o para la inversión global. Bajo la falaz promesa de que pronto el crecimiento macroeconómico se hará realidad en la microeconomía.
Pareciera que la polis, es decir, nuestra sociedad, nuestro pueblo, nuestra comunidad, no es ni la prioridad ni el foco principal de las políticas públicas. Cuando los obreros, los campesinos, los sindicatos se manifiestan contra dichas políticas o para exigir un aumento salarial, se ponen “parches” a las medidas gubernamentales. Pero desaparece del panorama la determinación gubernamental de construir y consolidar un Estado social, de garantizar la inclusión y el acceso de la población a los derechos socio-económicos. Se va menguando y desapareciendo lo poco que ha quedado del Estado social.
Como consecuencia de ello, lo último que debe morir es de hecho lo primero que muere: la esperanza. ¿Cómo no va a morir si se niega, constantemente en los discursos y en los hechos, toda posibilidad de cambio? ¿Si los pocos cambios que ha habido han sido, muchos de ellos, para no cambiar nada o para empeorar las cosas?
La migración de la esperanza
En este sentido, la motivación de gran parte de la migración de jóvenes, de cabezas de familias e incluso de familias enteras hacia los Estados Unidos de América, hacia Europa e incluso dentro de nuestra misma región ha sido para buscar esperanza. Para salvar la esperanza. Para decir no a la desesperación y a la desesperanza. Para “jugársela” por la vida, por el futuro, por nuestros países.
Esos migrantes que arriesgan la vida en los trayectos cada vez más peligrosos no buscan la asistencia humanitaria, un empleo o una cosa bien determinada sino simplemente la posibilidad de vivir con esperanza y de tener un futuro.
Al acogerlos, las sociedades de llegada reciben no a “ilegales” o “amenazas”, sino que posibilitan que miles y millones de sueños se hagan realidad. Se muestran hospitalarias con la esperanza, la utopía, los sueños, el futuro.
En América Latina y el Caribe necesitamos revisar qué tanto la política que hacemos sirve o no a nuestros pueblos, al futuro de nuestros países. En qué medida es una política arraigada en nuestras polis o desarraigada de las necesidades de nuestros pueblos. En qué medida es una política de la esperanza para nuestros países o un esperancidio en contra de nuestras familias y nuestros jóvenes.
El mundo necesita comprender que así como existen las migraciones forzadas, laborales, etc., existe la migración de la esperanza, del futuro y de la utopía. Que cada migrante que llega a nuestros países viene con sus sueños. Es una esperanza que inmigra.
Los académicos, necesitamos comprender que detrás del fenómeno migratorio está el inmigrante que arriba al país de llegada con sus sueños, está el emigrante que ha salido de su país de origen huyendo de la desesperación, está el migrante transeúnte que arriesga su vida para salvar la esperanza. Que la migración es un fenómeno profundamente humano que no se deja encerrar en las categorías y los análisis.
Los Estados deben comprender que los tres rostros de la migración (emigrante, inmigrante y transeúnte) deben gozar de sus derechos humanos fundamentales como seres humanos y como migrantes. Que la migración no es un crimen, sino un derecho. Que el migrante no es una amenaza, sino una oportunidad. Que la migración puede ser, en muchos casos, la única alternativa para salvar la esperanza y el futuro. Que la migración puede ser una apuesta por la dignidad. Que el migrante es un ser humano, antes de ser nacional de tal o cual país.