Por Germán Briceño Colmenares*
Cuando en un país hay que buscar protección frente a quienes se supone deben protegernos, estamos ante una señal inequívoca de que las cosas andan muy mal. Esto no es novedad para los venezolanos, quienes nos hemos pasado media vida tratando de poner a salvo nuestros bienes y personas de las siniestras garras del engendro chavista. El régimen se ha convertido en el peor y más temible enemigo de los venezolanos. Pero lo habitual en un país serio y respetable, es confiar en que aquellos investidos de autoridad harán su mejor esfuerzo para velar por el interés general y proteger a los ciudadanos con arreglo a las leyes.
De allí que en estos países avanzados, se produzca un escándalo mayúsculo cuando ocurre una agresión ilegítima y desproporcionada contra un ciudadano por parte de la autoridad. Fue lo que sucedió diez meses atrás con el asesinato a plena luz del día de George Floyd a manos del exagente de la policía de Minneápolis, Derek Chauvin. Todos recordamos esas dramáticas imágenes que consternaron y soliviantaron al mundo entero y desataron la enésima oleada de protestas antirracistas en los Estados Unidos. Sin embargo, enfocar el asunto desde una perspectiva exclusivamente racial sería hacerlo de forma parcial e inexacta, pues en el fondo lo que estaba en juego era el asesinato de un hombre indefenso por parte de quien debía protegerlo o, en el peor de los casos, garantizar su custodia; lo que estaba en tela de juicio era si los cuerpos de seguridad pueden ejercer una violencia ilegítima e impune contra los ciudadanos. Nadie discute, claro está, que muchos de estos incidentes en los Estados Unidos pongan en evidencia un sesgo racial, y una serie de casos ocurridos en los últimos días así lo atestiguan.
Acaba de terminar el juicio a Chauvin y muchos hemos podido revivir con impotencia e indignación aquellos fatídicos acontecimientos. Los testimonios han resultado demoledores para la causa de su defensa, que lucía tan desesperada que ya no intentaba demostrar la improbable inocencia de su defendido, sino que Chauvin habría cumplido con su deber y que Floyd supuestamente habría muerto como consecuencia de su mala salud, sus malos hábitos y su mala conducta. Por su parte, la Fiscalía no ha tenido más que volver a poner ante los ojos del jurado, los nueve agónicos minutos que el mundo entero pudo contemplar indignado poco menos de un año atrás, incluyendo algún metraje inédito sobre los momentos que precedieron y siguieron al trágico hecho, e invitar al estrado a los numerosos testigos que presenciaron en vivo aquel dantesco espectáculo. Como nos lo ha contado la buena periodista Antonia Laborde, son escasas las ocasiones en las que un agente de policía enfrenta cualquier tipo de consecuencia legal -y mucho menos una condena- por cometer actos de violencia letal contra detenidos.
Laborde, quien cubría el juicio para el diario El País de Madrid, destacaba que el millonario acuerdo alcanzado entre las autoridades de Minneapolis y la familia de Floyd, que recibirá 27 millones de dólares para evitar llevar a juicio la demanda civil contra la ciudad, hacía difícil sostener la presunción de inocencia del exagente Chauvin en el juicio. Además, el informe del médico forense concluyó que la muerte de Floyd fue un homicidio producto de un “fallo cardiopulmonar” por complicaciones debido a la actuación de la policía y “la compresión del cuello”. El documento incluye la intoxicación por fentanilo y el uso reciente de metanfetamina como factores que determinaban “otras condiciones importantes” de Floyd, pero no como causantes de su muerte. Es decir, la Fiscalía no ha negado la adicción de Floyd a los opiáceos, pero descartó que el fallecimiento fuera producto de una sobredosis.
Los testimonios más demoledores en contra de Chauvin, de acuerdo con los recuentos periodísticos, han surgido desde la trinchera más inesperada: sus propios colegas en el gremio y las ubicuas cámaras de vigilancia hoy presentes en todas partes, incluyendo las adosadas a los cuerpos de los funcionarios policiales. No ha sido poco el revuelo que se ha generado en todos lados ante esta supuesta invasión de la privacidad de los ciudadanos por parte del Gran Hermano, a cuya mirada omnisciente no parece escapar ningún detalle de cuanto acontece en las calles, pero va quedando claro en el caso de Floyd -y en otros similares- que tampoco los abusos y las agresiones que se cometan ante su implacable escrutinio podrán seguir ocultándose bajo el velo de las sombras para escapar de la justicia.
Jena Scurry se encontraba aquel fatídico día detrás de dichas cámaras en su trabajo como operadora del servicio de emergencias 911, así que pudo seguir la detención de Floyd en directo a través de las imágenes que se recibían en el centro de control, y llegó a considerar que el uso de la fuerza que se estaba ejerciendo contra el detenido durante el arresto era tan innecesario y excesivo que llamó a un supervisor. “Puede llamarme soplona si quiere”, dijo en el tribunal antes de asegurar que “todos los agentes se sentaron” sobre Floyd, implicando no solo a Chauvin, sino también a sus tres compañeros, acusados de complicidad. Scurry sostuvo que la inmovilización de Floyd se prolongó tanto que se preguntó si el vídeo se había congelado. “Mis instintos me decían que algo andaba mal”, afirmó la operadora. Como recalcó el fiscal, Scurry hizo algo claramente inusual que no había hecho nunca en toda su carrera: “La policía llamó a la policía”.
Los argumentos de la defensa pretendían sostener la peregrina tesis de que Chauvin sólo se limitó a hacer aquello para lo que había sido “entrenado”. Bastaron unos pocos días para que dicho alegato se hiciera añicos ante la contundencia de los testimonios opuestos. Donald Williams, un luchador de artes marciales de 33 años, quien también presenció lo ocurrido y se lo escuchaba visiblemente conmocionado ante lo que sucedía frente a él, reprendiendo a los policías mientras inmovilizaban a Floyd, explicó con detalle la técnica empleada por Chauvin para reducir al prisionero y afincarse con mayor fuerza sobre su nuca, mientras el jurado tomaba notas. Dijo que básicamente lo hecho a Floyd había sido una “tortura”.
El teniente Richard Zimmerman, veterano jefe de homicidios de Minneapolis, desmintió tajantemente la hipótesis de la defensa, y aseguró que en 40 años de carrera nunca recibió entrenamiento para una técnica que describió como letal. Zimmerman, además, citando el protocolo policial, puso de relieve una circunstancia crucial al recordar que una vez inmovilizado el detenido, su seguridad y custodia corren por cuenta de la autoridad.
El agente de más alto rango en subir al estrado fue nada menos que el jefe de la Policía de Minneapolis, Medaria Arradondo, quien acabó por darle el jaque a la agónica posición de los letrados de Chauvin. “No es parte de nuestro entrenamiento, y mucho menos es parte de nuestra ética o de nuestros valores”, aseveró con firmeza y sostuvo que: “Una vez que el señor Floyd dejó de resistirse, y ciertamente una vez que se estaba descompensando y tratando de verbalizarlo, eso (la táctica de clavar la rodilla en el cuello) debería haberse detenido”, afirmó Arradondo, quien agregó que las normas policiales profesionales establecen “tratar a las personas con dignidad y respeto por encima de todo”.
Sin duda, la declaración más sobrecogedora de las rendidas desde el estrado fue la de Genevieve Hansen, una bombera y técnico de emergencias médicas de 27 años. Aquel día, estando fuera de servicio, pasaba por casualidad por la esquina de la avenida Chicago con 38 cuando se percató del alboroto generado por la presencia policial, y quiso hacerse presente por si necesitaban sus servicios. Cuando llegó a la escena, los policías le ordenaron secamente que se mantuviera al margen. Al ser preguntada por los fiscales sobre por qué quiso intervenir en la escena, afirmó: “Había un hombre que estaba siendo asesinado”, lo que la hizo sentirse “totalmente angustiada”. “Les supliqué. Estaba desesperada por ayudar”, añadió, apuntando que ella habría podido brindar atención médica, pero que a Floyd “se le negó ese derecho”.
Según el relato de Antonia Laborde, en el juicio se escuchó la grabación de la llamada al 911 que hizo Hansen después de que Floyd fuera trasladado al hospital: “Literalmente vi a los agentes de la policía no tomarle el pulso y no hacer nada para salvar a un hombre”, acusó la bombera, dejando claro que tenía todo en vídeo. Esta fue la tercera testigo que llamó a la “policía de la policía” para dar cuenta de lo sucedido. Cuando el abogado de Chauvin le preguntó si la gente que se había congregado alrededor de la escena no estaba bastante perturbada, Hansen le espetó con dureza: “No sé si ha visto morir a alguien, pero es perturbador…”.
La tónica del testimonio de Hansen puso en evidencia un denominador común que ha venido aflorando entre quienes han comparecido ante la corte: una mezcla de dolor y frustración por revivir una tragedia sobre la que ya no pueden hacer nada, y remordimiento por no haber hecho más por tratar de evitarla en aquel momento. Para algunos, la oportunidad de testificar supone un cierto alivio ante la posibilidad de hacer justicia ante un suceso trágico que ya no pueden cambiar, para otros es solo un día más en el largo proceso de catarsis que vienen sufriendo desde hace diez meses. La mayoría cree que, aunque se condene a los culpables en este caso, las causas profundas que lo originaron siguen allí latentes. Para todos ha sido una reflexión sobre el daño que podemos causar si caemos presa de nuestros más bajos instintos, como le sucedió a Chauvin, y de la obligación que tenemos de socorrer a una indefensa víctima de una injusticia.
Todo lo sucedido aquel día y los testimonios que han ido saliendo a la luz posteriormente en el juicio producen una sensación francamente perturbadora e indignante ante la cruel agresión a un desvalido que culminó con su muerte. Siguiendo las diversas tomas de las múltiples cámaras que se han ido reproduciendo en el tribunal me tropecé con una que me dejó estupefacto. Se trata de lo ocurrido en el momento en que los policías levantan el cuerpo de Floyd ya inerte, sobre el que hasta tres de ellos se habían arrodillado con fiereza, para subirlo a una ambulancia que acababa de llegar al lugar. La absoluta y desdeñosa frialdad con la que manipulan el cadáver de un hombre todavía caliente para ponerlo a trompicones sobre una camilla realmente hiela la sangre, al punto de que lo arrojan de mala manera sobre ella sin haberle siquiera soltado las manos esposadas a la espalda.
Después de haber visto esa imagen de vileza, que no logro sacarme de la mente, y recordar los clamores de Floyd por su vida, no se puede concluir otra cosa que la sentencia culpable contra Chauvin por los tres cargos que se le imputaban, que acaba de ser dictada por el jurado, era un acto de justicia que clamaba al cielo.
*Abogado y escritor / germanbricenoc@gmail.com