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La pedagogía de Jesús

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Por Pedro Trigo, s.j.

Ante todo, quisiera insistir en la humanidad de Jesús. En efecto, nosotros afirmamos que Jesús es tan humano como sólo el Hijo único y eterno de Dios podía serlo. Jesús nos supera infinitamente en humanidad. En eso se le nota que es el Hijo eterno de Dios humanado. En eso, y no en el poder de imponerse sobre todos a las buenas o a las malas. Tampoco en que tuviera arrobamientos, visiones ni otros fenómenos místicos. Lo que proponemos es lo que dice en forma de tesis la carta a los Colosenses: “en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (2,9). En la humanidad de Jesús cabe toda la plenitud de la divinidad y esa humanidad es capaz de expresarla.

Jesús es tan humano que es el que encarna lo que es la humanidad absoluta, la verdadera humanidad. Por eso es el parámetro de humanidad. A él tenemos que acudir sobre todo para ver cómo tenemos que vivir fecundamente. En esto consiste su magisterio. 

Lo primero que es muy significativo y no suele considerarse y que es especialmente pertinente para la educación es que Jesús crecía. Se nos afirma por dos veces y se nos especifica que crecía no sólo, lo que es obvio, en estatura y en fuerzas, sino en sabiduría y en gracia y no sólo ante nosotros, sino ante su Padre. La visión tópica de Jesús es que sabía todo y que se las sabía todas, es decir, que sabía cómo reaccionar ante cualquier circunstancia y que siempre iba a salir ganando. Frente a esta visión estereotipada que impide que Jesús sea paradigma para nosotros, que nos vemos siempre en proceso, hay que asentar que Jesús creció a lo largo de toda su vida, porque, como nosotros, no estaba hecho sino en trance de hacerse porque “el modo humano de ser es ser siendo” (Ellacuría). Por eso, la necesidad de la continua interacción para no desdibujarnos. 

Pero, eso sí, a diferencia de nosotros, Jesús creció siempre en la misma dirección humanizadora y siempre dio el máximo de sí y nunca dio pasos en falso. Y creció cuando tuvo el viento a favor y cuando no había viento y cuando lo tenía en contra. Y cuanto más creció es cuando lo estaban torturando: cuando se consumía se consumaba. Y tuvo conciencia de ello, por eso ésa es su última palabra según el cuarto evangelio (Jn 19,28.30). Vivió la tortura no reactivamente, sino del modo más humano: llevándonos a todos en su corazón y pidiendo perdón a su Padre por los que lo habían condenado y lo estaban torturando. Venció al mal a fuerza de bien. Ésa fue su última y definitiva lección.

En concreto, por él sabemos que la calidad humana no equivale de ningún modo a las cualidades humanas. Se puede ser el más fuerte, el más sabio, el más influyente, el más sagaz, el más hermoso, el más rico, el más poderoso y ser inhumano. Sin embargo, si es verdad que de las cualidades no se pasa a la calidad, la calidad sí pide desarrollar las cualidades al máximo. La calidad humana acontece en la entrega de sí libre, horizontal, gratuita y abierta. Pues bien, si alguien quiere en verdad que esa entrega sea fecunda se cualificará al máximo. Para decirlo de un modo gráfico: si yo quiero servir, pero no sirvo para nada y no me cualifico al máximo, es mentira que quiera servir. 

Como Jesús amó personalizadamente a todos, que en eso consiste el vivir con calidad humana, ese amor lo capacitó para vivir en la realidad, para hacerse cargo de lo que en ella dificultaba y favorecía el desarrollo humano. Y por eso fue capaz de levantar a ese pueblo que estaba contra el suelo por el peso de la vida y el desprecio de los de arriba. No les dio cosas, pero liberó su libertad para que lo que le hacían, aunque lo afectara mucho, no lo influyera. 

Esa libertad liberada, esa consistencia humana fue lo que lo distinguió a él. El pasaje del evangelio en donde aparece esto más claro es en la cruz y el testigo cualificado que lo declara es el centurión. Él, como no era judío nada sabía sobre Jesús, pero presuponía que si su jefe lo había condenado al suplicio más cruel y degradante habría hecho algo muy malo. El centurión se colocaba frente al crucificado y daba órdenes hasta certificar su muerte. Él sabía cómo morían los crucificados: la tortura era tan cruel que unos morían de terror, otros se echaban a morir para que acabara cuanto antes y otros morían como perros rabiosos. Pues bien, él vio, primero con curiosidad, luego con interés, después con admiración y finamente con sobrecogimiento que Jesús moría, no reactivamente sino desde sí mismo y no encerrado en sí mismo sino abierto positivamente a todos, incluso a él mismo y, por supuesto, a Dios. Por eso concluyó que era hijo de Dios porque un ser humano no da para tanto. Su humanidad fue tan densa que lo que le hicieron lo afectó tanto que lo mató, pero no le influyó nada: en la cruz se consumó su humanidad, murió llevándonos en su corazón y pidiendo perdón por los que lo estaban asesinando y murió puesto en las manos de su Padre en el momento en que experimentaba su abandono. En vivir con esta libertad es, sobre todo, Jesús maestro de vida.

Éste es el mayor aporte del cristianismo a nuestra situación, porque uno puede ser muy clarividente, pero si no tiene libertad liberada, no tiene más remedio que plegarse a lo establecido, aunque comprenda que es inhumano. Y eso les pasa a no pocos intelectuales.

¿Y de dónde le vino a Jesús la libertad liberada? De las relaciones: ante todo con su Padre y, desde su Padre, con nosotros sus hermanos. Por ellas pudo vivir proactivamente sin tener dónde reclinar la cabeza. Esas relaciones fueron su querencia. Durante su misión vivió en el camino, en la calle, como decimos hoy, sin avidez ni amargura, porque vivió como Hijo y Hermano. Siempre en manos de su Padre y siempre entregado a los demás. Eso fue lo que nos enseñó.

La pedagogía de Jesús no consiste, sobre todo, en darnos conocimientos. Él ciertamente dice de sí mismo que es la luz, pero la luz de la vida (Jn 8,12). Eso significa que lo que dice Jesús no puede captarse descomprometidamente, como si asistiéramos a una clase magistral. La luz que aporta Jesús sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre las situaciones y sobre Dios es la luz de la vida vivida en su seguimiento: a medida que la vamos viviendo, vamos viendo, nos vamos haciendo cargo. No se trata, pues, de conocimientos objetuales, sino del conocimiento que sale de esa relación íntima: de recibir con fe la entrega de Dios y de Jesús y de tantos otros que nos han dado vida con su entrega y de entregarnos nosotros mismos correspondiendo con esa misma horizontalidad, libertad y gratuidad.

Hoy se nos insta a vivir como meros individuos que competimos constantemente en la lucha por la vida y disfrutamos de eso conseguido con tanto esfuerzo. Para Jesús eso no es ganar la vida sino perderla. La alternativa superadora de Jesús es la reciprocidad de dones. Jesús vivió aceptando siempre la vida de su Padre y correspondiéndole. Y esa relación no lo ensimismó, sino que lo llevó a hacerse hermano de todos desde los más necesitados. Como no tenía dónde reclinar la cabeza no dio nada, pero se dio a sí mismo concreta, personalizada, situadamente. Muchos se sintieron tan dignificados con esa entrega de Jesús, que le dieron a su vez comida y cobijo y, aunque pasaría días sin comer y durmiendo viendo las estrellas, podemos decir que tuvo cientos de casas, porque tuvo cientos de hermanas y hermanos. Así nos reveló que Dios no es el monarca universal, el que está más arriba y manda sobre todos, aunque, al contrario de muchos que están arriba, mande para nuestro bien. Él nos reveló que “las personas divinas son relaciones subsistentes” (santo Tomás). Y por tanto que lo que más entidad tiene no es la sustancia, el individuo, sino la relación, cuando es libre, horizontal, gratuita y abierta. Ese es el cambio de horizonte más profundo que nos propone Jesús, el contenido más decisivo de su magisterio, y nos lo propone no para que lo sepamos, sino para que nos abramos absolutamente a su relación y correspondamos.

Hoy no nos queda mucho tiempo para decidir. Si seguimos por donde vamos, un individualismo que cada día excluye a más personas y ha roto el equilibro ecológico y lleva al desastre que incluye el humanicidio, el desastre alcanzará a la generación que se levanta. Un mínimo de sensatez tendría que llevarnos a cambiar de rumbo, pero, como insiste el Papa, no se cambiará mientras cada quien sólo mire para sí mismo. Piensan que ellos se salvarán y no les importa la suerte de los demás ni la vida del planeta. Hasta que no nos veamos íntimamente ligados a todos y a todo, hasta que las relaciones de recibir la entrega de los demás y entregarnos nosotros mismos no den el tono a la situación, no tendremos remedio. 

Esto es lo que hizo Jesús, que nos llevó y nos lleva a todos en su corazón como Hermano universal y lo hace por ser Hijo de Dios, porque ese es el designio de su Padre. Éste es su magisterio; en esto consiste el hacerle caso: en aceptarnos en su corazón, es decir en aceptarlo a él como el Hermano y a su Padre como nuestro Padre y a sus hermanos como nuestros hermanos y en vivir por lo tanto como hijos, es decir con confianza en Dios y con disponibilidad hacia lo que él quiera, y como hermanas y hermanos de todos, sin excluir a nadie y privilegiando a los pobres. 

Dios quiera que nos decidamos.

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