La paz estaba muerta ya antes de que estallaran violentos cada uno de esos conflicto. Antes de que rodaran los tanques y de que surcaran los cielos los aviones preñados de bombas, antes de que hablaran los cañones y los fusiles, tampoco había paz. Porque la paz, la verdadera paz, es mucho más que la mera ausencia del conflicto armado.
Cuando los hombres destruyen y agotan en provecho de unos pocos los recursos de un planeta que se nos dio para todos -también para los que vendrán antes después de nosotros- y una civilización de despilfarro transforma en basureros las fuentes de la vida, no hay paz. Si el hombre no está en paz con la Tierra, no hay paz en la Tierra. Porque esa situación produce para las mayorías hambre y miseria, porque en silencio mueren antes de tiempo los pobres de la tierra. La verdadera paz supone que el hombre -todos los hombres- sean señores del mundo, supone que lo dominan y lo ponen a su servicio, obteniendo de él los bienes necesarios para todos y respetando sus leyes. Hoy la humanidad no puede estar en paz con el mundo si no se llega a una voluntaria -y absolutamente necesaria- opción de austeridad por parte de los países y los grupos sociales más desarrollados.
No hay paz verdadera cuando las excesivas desigualdades entre las personas, entre los grupos sociales y entre los pueblos, impiden eficazmente la fraternidad. Mientras “no se allanen los collados y se rellenen los valles”, mientras no se socialice más, mucho más, el tener, el poder y el saber. Mientras las grandes mayorías sigan siendo privadas no sólo de lo necesario para la vida, sino de la capacidad de decisión sobre sus propios destinos.
Cuando frente al conflicto que existe o que puede surgir, se plantee como solución la eliminación o sometimiento del adversario, ya está rota la paz. Frente a esa postura se hace cada vez más necesaria en un mundo cruzado por ideologías antagónicas, por cosmovisiones excluyentes, por intereses contrapuestos, la decidida voluntad del diálogo. La búsqueda de la negociación que renuncia a la obtención del todo y considera más plena la consecución de una parte, que permite una parte también para el otro, para el diferente. Hay que preferir las armas de la paz frente a las armas de la muerte para la solución de los enfrentamientos y problemas.
No hay paz posible para la humanidad mientras ese valor cristiano que es el perdón no llegue a ser un valor que circule como moneda corriente en las relaciones entre las personas, las clases y las naciones. Mientras frente a la ofensa se reaccione con espíritu de venganza, mientras se piense que para eliminar la injusticia hay que acabar con el injusto, mientras se busque la paz en ese “equilibrio del terror” que asegure a los bloques enfrentados la capacidad de venganza, no hay paz.
Porque el hombre está en conflicto con la Tierra que lo sustenta. Porque las desigualdades excesivas en el tener y en el poder han quebrado la fraternidad. Porque el distinto es percibido como alguien a quien hay que eliminar o, al menos, doblegar… las raíces de la paz están ahogadas y la paz no puede florecer…
Revista SIC 460. Diciembre de 1983