Por Alfredo Infante s.j.
El pueblo creyente en sus oraciones y eucaristías eleva sus plegarias por la paz. Esa petición va desde la paz personal ante tanta zozobra y malestar cotidiano, pasando por la paz social ante los indicadores de violencia y deterioro de la calidad de vida que aumentan dramáticamente cada día y nos sumergen en la miseria, hasta llegar a clamar por la paz política, mostrando desde la fe que hay una clara conciencia de que sin un cambio en el sistema político actual no tendremos vida digna ni paz duradera.
La paz es una urgencia para los venezolanos, un grito que clama al cielo, pero al mismo tiempo, muchos en su desesperación y angustia, ante tanta calamidad que amenaza la vida, asfixiados, experimentan, paradójicamente, un deseo existencial de la llegada de una especie de violencia mesiánica externa que nos saque de la tragedia que vivimos. Gran tentación en la que sectores extremistas de ambos bandos buscan apalancarse para ganar protagonismo.
Gracias a Dios, cada vez crece más la conciencia de que la salida violenta entraña más violencia, y que las guerras son un camino ciego que deja hondas heridas y resentimientos en el inconsciente colectivo. Esta certeza lleva a muchos a resistir a la tentación de apostar a una salida violenta.Tal conciencia va acompañada de la convicción de que las soluciones a nuestros conflictos, para que no haya más derramamientos de sangre, deben ser políticas y pacíficas.
En el evangelio de Juan (14,23-29), Jesús nos dice «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde».
En espiritualidad distinguimos «fuerza» de «poder». Esta distinción es importante para entender lo que dice Jesús sobre el contraste entre la paz del mundo y la paz que él nos entrega.
La fuerza es dinamismo interior que activa movimiento y crea capacidades y habilidades que generan fortaleza y confianza en los sujetos personales y sociales, la fuerza genera sinergia por lo que se alimenta de la reciprocidad y del reconocimiento mutuo, la fuerza no homogeniza, sino que despierta la diversidad para que se vierta en la construcción del bien común, la comunidad. Esta fuerza es el Espíritu, por eso Jesús dice «el Espíritu que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho».
El poder, por el contrario, es exterioridad que atrae y aliena la subjetividad si ésta se deja seducir. En su despliegue tiende a homogenizar y aplastar a las personas y a las sociedades si el mismo no tiene contrapesos, tensiones y regulaciones.
Es aquí donde radica la distinción que hace Jesús. La paz que él nos entrega es su Espíritu, su fuerza, su amor, que como decía San Agustín «es más íntimo que nuestra propia intimidad» y, esa fuerza crea capacidades, nos sana, nos libera del miedo y nos lleva a discernir caminos de vida digna, de reconocimiento, de fraternidad.
La paz del mundo, por el contrario, se inscribe en la lógica del poder y pretende alienar, doblegar, tiranizar y, por tanto, atenta contra la vida, la dignidad humana, el bien común y la fraternidad, ésta en contradicción con los absolutos relacionales de Jesús: «Dios y el prójimo».
Jesús nunca actuó desde el poder, por eso se decía de él que enseñaba con gran «autoridad». La «autoridad» es fruto de la fuerza interior, del espíritu fuente de vida que da vida. No sucedía lo mismo con los fariseos y saduceos, representantes del poder judío, mucho menos con Pilatos representante del imperio romano. A todos estos poderes les estorbaba el Nazareno.
Ahora bien, no basta pedir la paz, la paz es camino, se construye. Por eso, Jesús no se conforma con entregarnos su paz, sino que nos entrega como misión la tarea de construirla, hacerla posible, viable, y en la praxis de esa misma construcción encontraremos nuestra mayor alegría, por eso nos dice «Bienaventurados los que construyen la paz porque serán llamados hijos de Dios».
«Sagrado corazón de Jesús en vos confío» Parroquia San Alberto Hurtado. Parte Alta de La Vega. Caracas-Venezuela