Por Mibelis Acevedo Donís
Entre los perversos legados del populismo del siglo XXI, descuella el equívoco de que la democracia liberal, representativa, debe ser sustituida por aquella fullería de la “democracia directa”. Una “radicalización de la democracia”, según sus exaltados promotores, pero ajena a la misión de procurar mejoras que no traicionen el ideal pluralista de comprometerse con reformas plausibles o de operacionalizar propuestas que la hagan menos prosaica (como las que remiten a la democracia deliberativa y su razón comunicativa, descrita por Habermas, en contraste con el modelo agonístico que defienden Laclau y Mouffé). En su lugar, se privilegia la ilusión de la relación directa entre el líder y el pueblo. Esto, por vía de la remoción de mediaciones, los “estorbos” institucionales –partidos políticos, entre ellos– que retrasarían la satisfacción de demandas de multitudes enardecidas, aunque sensibles a la conducción de un caudillo ungido por el pueblo y, por tanto, habilitado para actuar y situarse por encima de las leyes.
Son esos los planteamientos que sedujeron a los cultores de la democracia “directa, participativa y protagónica” que, según Chávez, prosperaría en Venezuela. La creencia que también alentó a las masas que en el 2021 asaltaron el Capitolio norteamericano para reclamar el supuesto fraude electoral contra Trump; o a los miles de seguidores de Bolsonaro que, tras los comicios de 2022, pedían a los militares brasileños una “intervención federal” para dejar sin efecto el ascenso de Lula da Silva a la presidencia. He allí una distorsión manifiesta del principio de autogobierno popular. La de un demos que, presa de los demagogos de ocasión y persuadido por la sensación de que el poder que delegó en sus representantes le ha sido usurpado, considera legítimo pasar por encima de las reglas de juego, anular el contrato social, desmontar al establishment. (La descomposición de los canales políticos tradicionales, sin duda, está nutriendo esa tendencia a la desintermediación, expresada en movimientos como el de los Gilets jaunes, en Francia: tan contundentes, contestatarios y catárticos como fugaces; nulos a la hora de trascender políticamente o de proponer nuevos paradigmas).
Luego de un trayecto preñado de menoscabos reputacionales como de superación de extravíos –recuerda Sartori que, desde el siglo III a.C. hasta el XIX, la democracia sufrió “un largo eclipse”; fue “durante dos mil años (…) una palabra negativa, derogatoria”– no cabría sino apostar a que el malestar del presente sirva para generar fórmulas que aporten eficiencia a un régimen siempre inacabado, siempre perfectible; una forma de sociedad que acoge y preserva la indeterminación, añade Claude Lefort. Pero el simple repudio a la jerarquía y la delegación, elementos propios de la política instituida y electoral de la modernidad sólida, funcionaría como cuchillo de doble filo, un desasosiego incurable. ¿Acaso es posible una gobernanza democrática sin la serie de limitaciones y (auto)controles que, atados al cumplimiento ciudadano de deberes, reducen la amenaza del “terror revolucionario”, el anticipo de todo despotismo? Difícilmente. Como apuntan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, “la democracia funciona siempre que se apoya en dos normas: la tolerancia mutua y la contención institucional”.
De estas y otras desviaciones, hoy encontramos un amplio abanico, alimentado por la eclosión de los populismos autoritarios. La “democracia”, manoseada hasta la náusea por el discurso de líderes-caudillos, encajaría en la categoría de significante vacío propuesta por Laclau. Esto es, un significante susceptible de tomar este o aquel significado, de ir llenándose con las determinaciones que resulten políticamente convenientes; de adecuarse a la circunstancia, a la necesidad o expectativa de su emisor, pero nunca de totalizar en sí todos los significados posibles. Democracia se convierte así en palabra sospechosa, una cuya definición y alcances, incluso entre quienes se venden como sus acérrimos defensores, importa precisar; sobre todo cuando hay que abordar procesos que exigen la articulación de los distintos. Conscientes de ese trágico vaciamiento, y aun sabiendo que existen parámetros objetivos que permitirían dilucidarla, lo cierto es que esa precisión está lejos de ser obvia.
La dinámica electoral, nunca exenta de elementos populistas, de la tentación de polarizar entre un virtuoso “nosotros” y un pérfido “ellos”, provee un terreno propicio para el ejercicio de este oportunismo discursivo. Si a eso añadimos el trastorno antes descrito, el debilitamiento institucional, la crisis de representatividad, la falta de confianza en las élites políticas y en los mecanismos que permiten elegir a nuevos representantes, cabe esperar que la confusión semántica se profundice y sea inescrupulosamente explotada. Resulta útil examinar, por cierto, cómo el proceso de armar y desarmar el imaginario democrático ha operado en Venezuela, a partir de la histórica apropiación de “los principios de una democracia generosa y de un republicanismo sabio y grave” (Gazeta de Caracas, 1810). En 1810, por cierto, y en línea con El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, el fundador del Semanario de Caracas, Miguel José Sanz, partía de una lúcida certeza: “en la democracia, la potestad soberana reside siempre en el pueblo en cuerpo (no en tropeles o motines) juntándose en ciertas ocasiones, en lugar señalado, y convocado según reglas anteriormente dadas”.
Los hechos recientes, no obstante, exhiben una regresión innegable: a cuenta del apoyo popular que recibía, la revolución chavista dio buena cuenta de las resemantizaciones. Vació y amoldó la de democracia, entre otras nociones, para que sirviese a los propósitos de extender indefinidamente su permanencia en el poder. Bajo la fachada de la movilización permanente, lo cuantitativo desplazaba así a lo cualitativo: cundían las elecciones, los referendos, las consultas, el ánimo plebiscitario, por ejemplo, pero las condiciones de competitividad se degradaban. De allí que, durante su visita a Caracas en 2006, en pleno auge del Socialismo del siglo XXI, el filósofo e historiador Pierre Rosanvallon observaba que “bajo la palabra democracia se ocultan muchas cosas diferentes”. Hacía alusión a ciertas visiones “mecanicistas” según las cuales el perfeccionamiento de esta forma de gobierno “significa exclusivamente más democracia directa, más referéndum, más inmediatez”. En cambio, decía, la historia pone de manifiesto que tal aspiración depende “de más reflexión, más deliberación. Introducir la razón en el mundo público: eso es una definición de la democracia”. Valga este recordatorio para quienes, invocando transformaciones radicales, siguen afanados en vaciar a la democracia de su imprescindible sustancia.