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“La palabra poética llama a la Palabra de Dios”

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El título de este artículo es del teólogo Karl Rahner y resume cómo la palabra escrita, los libros, “nos salvan”. De eso va este trabajo de Germán Briceño.

Se dice que el exilio a Babilonia fue un parteaguas crucial para el judaísmo: este dejó de ser la religión del Templo para convertirse en la religión del Libro. Perdida la referencia del lugar de culto por antonomasia que fuera el  Arca de la Alianza –resguardada en el sanctasanctórum del espléndido templo erigido por Salomón sobre el monte Moriah y destruido por Nabucodonosor–, aunque nunca el anhelo de regresar a Jerusalén  (Si me olvido de ti, Jerusalén, que se paralice mi diestra; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo), la devoción se volcó hacia la Torah como templo espiritual que podían llevar consigo los exiliados a todos los confines hasta los que llegó la diáspora. Es un hecho histórico pero además una magnífica metáfora; los libros, sacros o no, no son otra cosa que eso: valijas maravillosas que nos permiten llevar a cuestas nuestros afectos, nuestros recuerdos, nuestras creencias y nuestros sueños a todas partes; puertas misteriosas que se abren hacia los templos del alma.

El cristianismo abrazó muy pronto esa tradición y, ya a partir de la segunda mitad del siglo I, pasó de ser una religión de testimonio vital y transmisión oral –aunque tampoco haya dejado nunca de serlo–, mientras vivió y predicó Nuestro Señor Jesucristo y sus primeros discípulos, a una religión de testimonio escrito en la que casi todo gira en torno a la Biblia y en especial al Evangelio, la buena noticia contenida en el Nuevo Testamento, nuestro libro sagrado por excelencia, “… el corazón de todas las Escrituras por ser el testimonio principal de la vida y la doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador”, que narra canónicamente “… lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó”. Desde entonces esa idea bidireccional de leer y poner las cosas por escrito ha estado profundamente imbricada en la tradición católica, partiendo de los primeros evangelistas y la antigua patrística hasta las actuales encíclicas y cartas apostólicas de los pontífices, pasando por las obras de los doctores de la Iglesia y la minuciosa preservación de los clásicos por parte de los copistas medievales, y el ingente aporte de una miríada de autores cristianos de todos los tiempos que se extiende hasta hoy. No por casualidad fue la Biblia de cuarenta y dos líneas el primer libro que salió de la recién inventada imprenta de Johannes Gutenberg hacia 1455.

A la luz de esta larga y arraigada tradición, no resulta por lo tanto sorprendente que el papa Francisco haya querido referirse expresamente –por escrito, cómo no– a la importancia que tiene la literatura para la formación cristiana en una reciente Carta Pastoral. Tampoco resulta extraño que, en su más reciente encíclica sobre el Corazón de Jesús, el Papa haya comenzado evocando a Homero y a Platón. El santo padre recomienda la lectura de buenos libros –es evidente que los malos no le hacen bien a nadie– no solo a los sacerdotes y seminaristas, sino a todos los cristianos. 

Los libros nos salvan de malgastar el tesoro del tiempo en la inutilidad del ocio, pero además pueden ser un remanso de serenidad en momentos difíciles, haciendo bueno aquel sabio consejo de Pascal: he buscado el sosiego en todas partes, y sólo lo he encontrado sentado en un rincón con un libro entre las manos… Los libros, y de ello daba fe Santa Teresa, pueden ser también una ayuda invaluable para encauzar la oración en momentos de dispersión o sequedad.

Son, asimismo, ingenios para darle alas a la imaginación y a la memoria en un mundo en el que estamos perpetuamente encadenados a lo visual, tangible o inmediato, a redes y contenidos prefabricados en los que el aporte de quién los recibe es casi nulo. Leer un libro por el simple gusto de hacerlo nos puede enseñar a tomar distancia de ese inmediatismo, a desacelerar, a contemplar y a escuchar. “Distancia, lentitud y libertad son rasgos de una aproximación a la realidad que encuentra en la literatura una forma de expresión no exclusiva, sino privilegiada”, apunta con acierto el Papa en su texto.

La lectura serena y libre es una especie de diálogo íntimo y silencioso en el que tanto el escritor como el lector aportan sus propias perspectivas y experiencias, resultando en una síntesis enriquecedora. Nadie es el mismo después de haber leído un buen libro. O, en palabras de Francisco: 

Una obra literaria es, pues, un texto vivo y siempre fecundo, capaz de volver a hablar de muchas maneras y de producir una síntesis original en cada lector que encuentra. Al leer, el lector se enriquece con lo que recibe del autor, pero esto le permite al mismo tiempo hacer brotar la riqueza de su propia persona, de modo que cada nueva obra que lee renueva y amplía su universo personal.

 La lectura, de la Palabra, pero también de otro tipo de literatura, puede ser un camino hacia el discernimiento en cuanto que nos sumerge en lo que va más allá de la superficie, nos confronta con nuestra realidad más íntima, enriquece la sensibilidad y amplía nuestros horizontes, dotándonos de elementos nuevos para la reflexión y para la interpretación de la vida (food for thought lo llaman gráficamente los angloparlantes).

El Papa no deja de advertir contra ciertos enfoques demasiado rigoristas de la formación teológica y pastoral –y probablemente también de la formación escolar y universitaria en otros ámbitos– que consideran a la lectura libre como una actividad no esencial, señalando que la privación de dicha lectura coarta la posibilidad de comprender la diversidad y la riqueza de la cultura humana y el misterio del corazón humano, de entrar en diálogo con la cultura de nuestro tiempo y de todos los tiempos, con la vida de personas concretas. En efecto, leer es también escuchar la voz del otro, ver a través de los ojos de los demás, ponernos en sus zapatos, hacer acopio de la diversa y compleja experiencia de la vida al tiempo que, saliendo de nosotros mismos, descubrimos la universalidad de las cosas que nos pasan y que, al identificarnos con nuestros semejantes, nos hace compañeros de camino y nos mueve a la empatía, la tolerancia, la misericordia y la solidaridad. Cuenta el Papa que su ilustre compatriota, el inagotable Borges, explicaba a sus alumnos que al leer es posible que no entendieran todo de una vez, pero que en todo caso habrían escuchado “la voz de alguien”. Esta hermosa idea conecta con otra expresada por António Lobo Antunes, quien decía que escribir consiste en escuchar con atención; así, nosotros al leer, somos capaces de escuchar el eco de los otros, abrirnos al misterio de los otros, con la fuerza del lenguaje, los matices y la riqueza expresiva de los buenos escritores.

Contrario a lo que se cree, la lectura es un gusto adquirido, pues nadie nace sabiendo o queriendo leer. El secreto está en adaptarla al gusto del lector, pues, y en esto el Papa se hace eco nuevamente de Borges: la “lectura obligatoria” es una contradicción y un sinsentido. Entre más lee uno cosas que le gustan, más quiere seguir leyendo esas y otras cosas. Él mismo pudo experimentarlo durante aquellos tiempos lejanos en que con 28 años se desempeñaba como profesor de literatura en un colegio jesuita de Santa Fe. Mientras se empeñaba en hablarle a sus alumnos del Cid, estos se negaban rotundamente a leerlo y, en cambio, le pedían que les hablase de García Lorca. Al final, llegaron a una sabia transacción: hablarían de García Lorca en clase, pero a cambio ellos procurarían leer al Cid en casa.

Cuenta Francisco una anécdota sobre el discurso de San Pablo en el Areópago que bien puede servirnos para entender la relación entre fe y literatura: los atenienses, después de escuchar su revolucionario discurso a propósito del Dios desconocido, lo calificaron de spermologos, es decir, “cuervo, parlanchín, charlatán”, pero literalmente significa “recolector de semillas”. Esto es, en definitiva, lo que todos los hombres, también los cristianos, buscamos en los libros: semillas de sabiduría, de belleza, de calma, de inspiración, y a veces también de drama y emociones fuertes… Semillas que en un alma recta y bien abonada pueden florecer y dar fruto abundante. Viéndolo bien, rescatando una idea expresada por Pablo VI, la tarea de un escritor no es muy distinta de la de un predicador: poner en palabras lo inefable, hacer inteligible el misterio.

Para terminar, me atrevería a sugerir (aunque tiendo a creer que tampoco existe la “lectura sugerida”) empezar por leer con pausa y reflexión esta breve carta del Papa, para entender el por qué y el para qué de la lectura, como educadora de la mente y el corazón, como camino para escuchar la Voz entre tantas voces, también como parte fundamental de nuestra vida cristiana. Y, a partir de allí, continuar nuestro viaje literario siguiendo un consejo suyo, otra vez, de reminiscencias borgeanas: no hay nada más contraproducente que leer algo por obligación, haciendo un esfuerzo considerable solo porque otros han dicho que es imprescindible. No, debemos seleccionar nuestras lecturas con disponibilidad, sorpresa, flexibilidad, dejándonos aconsejar, pero también con sinceridad, tratando de encontrar lo que necesitamos en cada momento de nuestra vida.

Notas

 1Sal 137, 5-6.

2Nuevo Testamento en edición digital. Facultad de Teología Universidad de Navarra, EUNSA. 2017.

3 CCE 125; C. Vat. II, Dei Verb. 18.

4 C. Vat. II, Dei Verb. 19.

5 Carta del Santo Padre Francisco sobre el papel de la literatura en la formación: https://www.vatican.va/content/francesco/es/letters/2024/documents/20240717-lettera-ruolo-letteratura-formazione.html

6 Carta encíclica Dilexit nos, del Santo Padre Francisco sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo https://www.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/20241024-enciclica-dilexit-nos.html

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