Germán Briceño C.
¿Quién fue mejor escritor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa o Agatha Christie?
El primero, no llegaría a ver publicada en vida su única novela –el hoy celebérrimo Gatopardo–, escrita con maestría y frenesí durante los últimos treinta meses de su vida, después de casi tres décadas de pausa literaria (había garabateado algunos artículos, entre 1926 y 1927, para la revista cultural Le Opere e i Giorni); la segunda, dejó publicadas sesenta y seis novelas detectivescas y catorce colecciones de cuentos.
No es infrecuente plantearse la interrogante de si es mejor artista aquel con una obra amplia y prolífica o aquel otro que solo ha sido capaz de pergeñar unas pocas creaciones. En el fondo, la discusión es hasta cierto punto ociosa, pues nadie discute que el mejor artista es en realidad aquel que haya logrado plasmar en una obra (o varias, quién lo duda) admirable y genial, la capacidad de conmovernos, transformarnos o estremecernos hasta los tuétanos. No hablamos de quién ha sido más laborioso o productivo –en estos crematísticos y materialistas tiempos de producción en masa y rendimientos incrementales en que todo se mide por lo que produce–, sino de quién ha logrado capturar de mejor manera la escurridiza esencia del arte. Por cierto, tanto Lampedusa como Christie fueron ambos grandes escritores.
Lo curioso es que, en ocasiones, cuando nos lamentamos de que algún genio no le hubiera dado un poco más de rienda suelta a su imaginación y su creatividad para poder disfrutar de una obra más extensa, ignoramos las razones por las que se produjo la presunta sequía creativa, que unas veces son caprichosas y otras insospechadas. Nadie sabe a ciencia cierta por qué un escritor tan magistral como Juan Rulfo de repente dejó de escribir (o al menos de publicar), escudándose bajo el pretexto de que estaba preparando un nuevo libro que jamás llegaría a ver la luz. Quizás Rulfo llegó a la sabia conclusión, que otros se niegan a aceptar, de que nada de lo que escribiera sería mejor que lo que ya había escrito, ahorrándoles a sí mismo y a sus lectores el tormento de ser testigos de su propio declive.
Otro de esos genios con una obra que apenas superó las tres decenas de pinturas conocidas fue Johannes Vermeer, el gran maestro holandés del siglo XVII. Alguien diría que a Vermeer le faltó ambición, pues en vida no pasó de ser un más bien modesto pintor y marchante de arte de provincias, con moderado éxito, no demasiado conocido fuera del ámbito de Delft y La Haya, de donde pocas veces se alejó. Tampoco llegó a conocer la riqueza, legando al morir a su esposa y su numerosa prole una nada desdeñable cuantía de deudas, lo que los obligó a vender algunos cuadros para saldarlas. Tras su temprana muerte a los 43 años, se cernió sobre él una sombra de dos siglos en los que su nombre y su obra permanecieron en la oscuridad y el desconocimiento. Fue redescubierto en el siglo XIX, y desde entonces su reputación no ha hecho sino crecer, hasta alcanzar un sitial de honor entre los grandes maestros del Siglo de Oro holandés.
La vida de Vermeer estuvo hasta tal punto rodeada de un halo de misterio –por la sencilla razón de que llevó una existencia silenciosa y provinciana, sin aspavientos, dedicada a su familia y a su arte–, que Théophile Thoré-Bürger, el decimonónico periodista francés a quien debemos su redescubrimiento, no dudó en llamarlo la Esfinge de Delft. Entre los pocos episodios conocidos de la vida de Vermeer, hay uno que llama la atención: su conversión al catolicismo. Se dice que su futura suegra, de una posición económica bastante más holgada que la del futuro yerno, lo persuadió de hacerlo antes de la boda.
Pero al parecer el pintor no se tomó el asunto a la ligera, sino que abrazó su nueva fe con convicción y devoción. Los estudiosos han encontrado en su obra trazos de esta conversión, y el pintor bautizó a su hijo menor como Ignatius, probablemente en un guiño al fundador de la Compañía de Jesús que, a la luz de los últimos acontecimientos, no tuvo nada de casual. De acuerdo con una investigación hecha pública unas semanas atrás, según ha reportado la periodista Isabel Ferrer, fueron los jesuitas –quienes tenían una iglesia oculta en un ático junto a su casa, pues aunque existía libertad de culto en los Países Bajos, a los creyentes no protestantes se les sugería discreción– los que le revelaron los secretos de la cámara oscura, el instrumento óptico que marcó su estilo realista y su manejo de la luz, y que tiempo después facilitó el desarrollo de la fotografía. En todo caso, es evidente que esa exaltación de la vida doméstica de las personas sencillas que destila su obra, parece corresponderse con una fe profunda y operativa.
Entonces: ¿Por qué limitar un talento tan excepcional a tan solo un puñado de cuadros? No lo sabemos a ciencia cierta. Al parecer el bueno de Jan no podía evitar la tentación de representar esas apacibles escenas intimistas de gentes anónimas y ordinarias, utilizando solamente los mejores óleos. De manera que se aficionó irresistiblemente al azul ultramarino, un costoso pigmento trabajosamente obtenido de la piedra del lapislázuli, extraída de las entrañas montañosas del remoto Afganistán, que por aquellos tiempos cotizaba su peso en oro. Y quién puede culparlo por ello, pues el pigmento en cuestión es capaz de producir unas desconcertantes tonalidades de azul tan intensas y luminosas que hay que verlas para creerlas. El mismo Leonardo sucumbió también a los embrujos del lapislázuli, y lo desplegó a plenitud en el misterioso Salvator Mundi que se le atribuye, comprado por los saudíes por una suma inaudita para su versión árabe del Louvre. Rogier van der Weyden, otro flamenco predecesor de Vermeer, quiso dejar también su huella ultramarina en un soberbio Descendimiento de la Cruz en el que la palidez luctuosa de la Virgen María es arropada bajo el resplandor de su manto azulado.
El fulgor aterciopelado del lapislázuli captura irremediablemente la atención de quien contempla los cuadros de Vermeer. Fue así como seguramente muchos quedamos prendados para siempre de la misteriosa belleza de la Joven de la Perla desde el momento en que la vimos por primera vez. Su ubicuo retrato, que no logró salvarse de las iras de los majaderos climáticos, salió una vez más a relucir unos días atrás, acompañando la noticia de la mayor retrospectiva de Vermeer que busca reunir por primera vez la práctica totalidad de su obra –es decir, una treintena de cuadros– al abrigo del Rijksmuseum de Ámsterdam, y que se abrió al público el 10 de febrero.
Dicen los especialistas del Mauritshuis de La Haya, que aloja centenares de obras de la pinacoteca real holandesa, entre las que se encuentra la icónica pintura de Vermeer, que la obra no es en realidad un retrato sino un tronie, es decir, una figura imaginaria utilizada por los pintores para representar un cierto tipo de perfil humano. En este caso una doncella con un exótico turbante oriental y una perla enorme a modo de arete. Es una bonita teoría, pero no acaba de convencerme. Me cuesta creer que esa mirada tan inconfundiblemente humana, esa expresión que irradia serenidad y belleza inefables, no le hubiera pertenecido en realidad a una persona concreta.
Un par de años atrás, el propio Mauritshuis encargó un insólito estudio de la pintura: una empresa especializada en microscopios digitales procedió a digitalizar una imagen de la misma con una resolución de 10 mil millones de píxeles. Entre los hallazgos los investigadores se declararon sorprendidos por la gran cantidad de azul ultramarino empleado por Vermeer en el satinado turbante que lleva la doncella. Ya sabemos entonces dónde fue a parar la fortuna de Vermeer, que no solo puso todo su talento en su obra, sino además todo su patrimonio. Es decir, quiso desprenderse de todo de la forma más universal y generosa que imaginarse pueda: la dejó para siempre en su obra y en los vestidos y la mirada de la Joven de la Perla, cuyo enigma nos sigue contemplando desde la eternidad.