Por Jackeline Fernández
Una pediatra de un hospital trabajaba y se secaba las lágrimas mecánicamente, ante la devastación a la que se enfrentaba día a día sin poder resolverla. Un día no aguantó más y se desplomó anímicamente. Una colega le sugirió que pidiera un reposo. Tras 60 días en casa, recomponiendo una vida cotidiana con los suyos, encontró el alimento para volver a su tragedia cotidiana sin dejar de ofrecer asistencia.
Hacía una semana que se había reincorporado al hospital. Y aunque volvió de su reposo con el compromiso y la fortaleza renovados, en la medida en que escuchaba al residente explicarle la situación del niño que había ingresado dos días antes, no pudo evitar sentir una punzada en el pecho. Mientras caminaba hacia la Sala de Emergencia Pediátrica, sus pensamientos intentaban tomar el mando de sus emociones. Pero nada la podía haber preparado para lo que vio al entrar.
Tres meses antes, sus ojos eran un aguacero. Nunca supo en qué momento empezó a reaccionar de ese modo, porque no era que lo pensaba, o anticipaba. Simplemente ocurría. Llegaba a su guardia religiosamente, como desde hacía 12 años atrás, con todas sus capacidades y habilidades dispuestas para atender a sus pacientes. Y los veía morir, uno a uno, sin que sus años de preparación y especialización pudieran ofrecerle más que consuelo a aquellos padres aferrados, hasta el final, al menor atisbo de esperanza.
Uno de esos padres se le había acercado para decirle: “Doctora, en 15 días que llevamos mi esposa y yo aquí, hemos visto morir a más de 40 niños, estamos preocupados, queremos hacer algo”, y ese “algo”, en el alma desesperada de aquellos padres, era secuestrarla a ella dentro del ala pediátrica para llamar la atención de las autoridades. Su respuesta fue: “Haga lo que deba hacer”, y se alejó con taquicardia.
En los momentos más álgidos, cada cama tenía tres niños, y había otros en los pasillos. Ni ella ni sus colegas se daban abasto. La crisis de los otros hospitales de la zona había convertido su sala de emergencia en el único lugar donde la población infantil podía ser atendida. Aunado a ello, la falta de antibióticos e insumos erosionaba aún más el ya frágil piso que sostenía la infraestructura y el servicio de la emergencia pediátrica, donde ni gasa había. Tampoco contaban con respiradores artificiales.
El grito desesperado en los ojos y a veces en las bocas de padres y familiares de los niños, le retumbaba en el alma. Y así, sin apenas notarlo, sus ojos comenzaron a desbordarse, como le ocurría al Orinoco por allá en Guayana. Ella no lo notaba. Como autómata se secaba las lágrimas, y seguía. Pero otros sí lo notaron. También su familia. Cuando regresaba a casa, era como un fantasma, sombrío y gris, que respondía de mala gana y quería encerrarse en su cuarto sin hablar ni escuchar a nadie. Su esposo y sus hijos eran víctimas colaterales del colapso de un sistema que estaba destruyéndola.
Vivía sobresaltada. Sin importar donde estuviera, o lo que estuviera haciendo, aquellas palabras de las enfermeras cuando la llamaban “!Corra doctora, se está muriendo otro niño!”, la mantenían en zozobra. No dormía, apenas probaba bocado, estaba malhumorada y triste, y lloraba, lloraba todo el tiempo.
Y en el borde de ese abismo, llegó Sara.
Era una hermosa bebe de 9 meses, con neumonía. Sus padres, gente humilde, acudieron a familiares y amigos los 21 días que estuvo recluida en la emergencia, para poder comprar todo lo que la pequeña necesitaba para sobrevivir. Pero no lo logró.
—Cuando Sara murió, colapsé —dice ella, mirando al vacío.
Un colega le habló: debía pedir reposo. Y así lo hizo.
Se alejó por 60 días de aquellos pasillos llenos de tristeza, y empezó a reconstruir su fortaleza. No contó con apoyo de la institución; ellos, los doctores, no tienen seguro médico más que aquel que se teje con la solidaridad de sus pares. Así que apeló a esa solidaridad, y le puso palabras al río que salía de sus ojos. También a la furia y al silencio que destruía su hogar. Poco a poco, volvieron las tardes de calma frente a la tele, las cenas con cuentos de ¿qué hiciste hoy?, los abrazos y los besos de “Que tengas un buen día”. Poco a poco ella recordó que era una mujer valiente, que había enfrentado el cáncer que padeció su esposo y que era sostén de hogar, hija, hermana, madre, amiga. Poco a poco, ella volvió a sumarse, a multiplicarse, y cuando le tocó regresar a su trabajo, lo hizo con la entereza de una mujer de 55 años, consciente de su rol de cuidadora dentro y fuera del hogar.
Cuando el viernes de esa semana en que regresó le llevaron a aquel niño, ella no quiso ingresarlo. Le había dicho al director del hospital que no iba a seguir atendiendo pacientes en condiciones inhumanas. “¡Estoy harta de solo ayudar al buen morir!”, decía. Y les señalaba a sus residentes: “No se acostumbren a lo malo, a las carencias, así no debe ser un hospital”.
Pero el niño estaba realmente mal. Venía remitido de otro centro hospitalario, donde se suponía que le habían dado tratamiento para su enfermedad. Pero cuando llegó a su consulta, el niño apenas reaccionaba. Su guardia estaba por terminar.
Decidió ingresarlo, explicándoles a los padres que lo hacía debido a las condiciones en las cuales estaba su hijo, pero que realmente ya no tenían camas. Le comenzaron a dar los cuidados paliativos, y ella se fue a casa.
El sábado le avisaron que el niño había convulsionado. Tenía malaria cerebral. Al ser indígena, lograron hacerle una tomografía a través del Servicio de Apoyo Indígena. Los resultados indicaron que había sufrido una hemorragia, por lo cual sus funciones físicas y cognitivas estaban comprometidas.
Los residentes le explicaron los hallazgos y el diagnóstico del neurólogo infantil, mientras ella iba hacia la sala de emergencias.
Y cuando entró, ya no pudo avanzar más.
Junto a la cama del pequeño, estaban sus padres. Lo sostenían abrazado, meciéndolo con infinita ternura, mientras lloraban y cantaban con una voz de tan profunda tristeza, que ella volvió a sentir al Orinoco desbordando su reconstruido muro de contención. La joven del servicio le explicó que esa era su manera de despedirse, porque no sabían si su hijo, de apenas 5 años, iba a volver a despertar.
Ella, la mujer, la madre, la hija, cerró con fuerza sus ojos y sintió las lágrimas quemándole el rostro. Ella, la doctora, abrió sus ojos, se secó el llanto y avanzó hacia aquella escena, dispuesta a pelear contra las carencias y la negligencia de los administradores del sistema público de salud. Y lo logró, el pequeño superó la crisis y pudo regresar a su comunidad.
El tiempo que estuvo fuera del hospital la había ayudado a darle perspectiva a la situación. Ante la ausencia de respuestas efectivas por parte de las autoridades del hospital, buscó ayuda en entes externos. Así, ha podido ofrecer apoyo económico a algunos padres, consiguiendo medicamentos, traslados y hasta un respirador para un niño de 3 años con una fuerte infección debido a un accidente, después de intentar ubicar ese apoyo vital en otros hospitales. En ese proceso, uno de los médicos con quien habló le dijo: “Doctora solo tenemos un ventilador, y está conectado un señor a quien se le removió parte de los intestinos, si lo desconectamos muere”.
Sigue viendo llegar a pacientes con patologías que se exacerban debido a la desnutrición. Sabe que si se agravan probablemente mueran, porque no hay respiradores, ni sangre para hacer transfusiones. Ella lo sabe, por eso cada día, al llegar a su casa, reconstruye su muro de contención. Cena con los suyos, habla con ellos de cualquier tema, aferrándose al hilo de la vida más cotidiana y amable de la que es capaz.
La protagonista de esta historia pidió que no fueran identificados ni ella ni el hospital ni la zona donde está ubicado para evitar retaliaciones en su trabajo.
Fuente: lavidadenos.com