Ronald Balza Guanipa*
No todos los socialismos son iguales. Los autodenominados socialistas del siglo XXI, en particular, se han planteado “crear un enfoque … nuevo ‘a la venezolana’, inventar, ingeniar, y construir de acuerdo a las enseñanzas de nuestros pueblos originarios, la afrovenezolaneidad [sic] y el aporte cultural de nuestros próceres”. Sus promotores han afirmado que “construir la vía venezolana al socialismo [es el] único camino a la redención de nuestro pueblo, a la salvación de nuestra Patria y a la construcción de un nuevo mundo donde se haga realidad el sueño de tantos y tantas venezolanas ‘La mayor suma de felicidad posible’ [sic]” (ver Exposición de Motivos de la Propuesta de Reforma Constitucional del Presidente Chávez, sometida a referéndum aprobatorio el 2 de diciembre de 2007). En el Plan de la Nación 2007-2013, aprobado a pesar del rechazo en referéndum de la Reforma Constitucional que le serviría de soporte, se dedica una de sus siete Líneas Generales al anuncio de “la construcción de una estructura social incluyente, un nuevo modelo social, productivo, humanista y endógeno, [que] persigue que todos vivamos en similares condiciones, rumbo a lo que decía el Libertador: ‘La Suprema Felicidad Social’” (ver Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2007-2013, presentado por el Ejecutivo el 28 de septiembre de 2007 y aprobado por la Asamblea Nacional el 13 de diciembre de 2007).
Mucho se ha escrito sobre el socialismo del siglo XXI, sobre la claridad de sus metas y la viabilidad de su construcción. En este texto adoptaremos un enfoque poco transitado [ver, por ejemplo, Rey (2005)]: el de resaltar los curiosos vínculos entre el utilitarismo clásico y nuestra versión tropical de socialismo, derivada de la recurrente invocación de una frase escrita por Simón Bolívar y pronunciada ante el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819.
a. El principio de la utilidad
Jeremy Bentham (1748-1832) publicó en 1781 el libro An Introduction to the Principles of Morals and Legislation. En él definió el principio de la utilidad como “aquél que aprueba o desaprueba toda acción según parezca tender a aumentar o disminuir la felicidad de la parte cuyo interés está en cuestión: … si tal parte es la comunidad en general, entonces la felicidad de la comunidad; si es un individuo particular, entonces la felicidad de dicho individuo”. Para Bentham la comunidad es un cuerpo ficticio compuesto por individuos, y el interés de la comunidad es la suma de los intereses de sus miembros. A su vez, el interés de cada individuo se define como la suma total de sus placeres menos la suma total de sus penas. Una acción de un privado o un gobierno que afectase a una comunidad sería admisible únicamente si tendiese a aumentar su felicidad más que a reducirla.
El principio derivaba de una verdad sagrada, que Bentham reconocía haber aprendido de Joseph Priestley (1733-1804) o de Cesare Beccaria (1738-1794) y que Claude Adrien Helvetius (1715-1771) había anticipado en 1758: “que la mayor felicidad del mayor número es el fundamento de la moral y la ley”. Aceptar esta verdad obligaba a desarrollar una aritmética moral para calcular la felicidad. Para ello Bentham listó catorce placeres y doce dolores, que derivaban de la riqueza o pobreza, la habilidad o la torpeza, la amistad o la enemistad, el buen o mal nombre, los sentidos, la piedad, la benevolencia, la malevolencia, la memoria, la imaginación, la esperanza, el tipo de asociación, el poder y el alivio. Cada placer o dolor debía medirse según su intensidad, duración, certeza, proximidad, fecundidad (posibilidad de que a un placer o dolor siga otro de la misma clase), pureza (posibilidad de que siga otro de clase distinta) y extensión (número de personas afectadas).
Llevar a cabo la contabilidad de la felicidad imponía no sólo el problema de la unidad de medición, sino también de los criterios de ponderación: ¿todos los placeres pesarían lo mismo o habría diferencias? ¿La utilidad de unos individuos pesaría más que la de otros o serían todos iguales? Aún así, Bentham demostraba confianza en su propuesta: “en todo esto no hay nada más que la práctica de la humanidad: en cualquier parte donde los hombres tengan una clara visión de sus propios intereses la aceptarán. ¿Por qué es valioso, por ejemplo, un artículo de propiedad? Porque se contabilizan los placeres de todas las clases que es capaz de producir a un hombre y los dolores de todas las clases que pueden evitarle”. El dinero, por lo tanto, podría servir como unidad de medida [ver Camacho (2008)].
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b. Felicidad y estabilidad en Angostura
Francisco de Miranda (1750-1816) y Jeremy Bentham se conocieron entre 1808 y 1809. Gracias a la amistad entre ambos, Simón Bolívar (1783-1830) visitó al filósofo en su casa durante la misión diplomática que cumplió en Londres en 1810. Según anota McKennan (1978), Bentham quiso ir a Caracas con Miranda en 1810, con la intención de contribuir en la redacción de códigos y leyes para la nueva República. A pesar de la derrota y prisión del Precursor en 1812, Bentham mantuvo su interés por influir sobre los patriotas latinoamericanos, comunicándose sin interrupción con ellos (directamente o por medio de artículos de prensa) al menos hasta 1815. Sus intentos por reestablecer contacto con Bolívar se iniciaron a fines de 1818, cuando un periódico londinense citó un discurso del Libertador donde proponía la convocatoria de una asamblea a su Consejo de Estado. Ya para entonces destacados patriotas eran partidarios de sus ideas: entre ellos Francisco Antonio Zea (1770-1822), Antonio Nariño (1765-1823) y Francisco de Paula Santander (1792–1840), quienes serían respectivamente Presidentes de los Congresos de Angostura y Cúcuta y Vicepresidente de la República de Colombia. En agosto de 1825, según registra McKennan, el filósofo escribió a Bolívar su última carta conocida, proponiendo modificar la Constitución de Colombia y enviando algunos fragmentos de su Constitutional Code como modelo. Con el propósito de lograr mayor felicidad en interés de la multitud pasiva, los pocos gobernantes deberían sacrificar algunos de sus intereses particulares. Bolívar contestó año y medio después, lamentando no haber recibido los escritos y testimoniando su admiración por el autor.
Es posible que Bentham influyera sobre Bolívar a través de sus libros, conversaciones y cartas y por medio de discusiones con sus compañeros de lucha más ilustrados. Acercándose a la verdad sagrada de Helvétius, Beccaria, Priestley y Bentham, Bolívar afirmó en Angostura que “el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”, mientras proponía una Constitución para Venezuela y anunciaba su unión con la Nueva Granada. Sin sugerir un modo de calcularla, el Libertador afirmó que “la felicidad consiste en la práctica de la virtud”. Según Bolívar, “gloria, virtud moral, y, por consiguiente, la felicidad nacional”, dependen de la adopción de un conjunto de leyes “compatible con nuestra frágil naturaleza”.
Sin embargo, Bolívar dedicó mayor atención a examinar los requisitos necesarios para lograr la “mayor suma de estabilidad política” (aunque tampoco definiera los sumandos) que “la mayor suma de felicidad posible”. Sostuvo que “para formar un gobierno estable se requiere la base de un espíritu nacional, que tenga por objeto una inclinación uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general, y limitar la autoridad pública”. Aunque “los términos que fijan teóricamente estos dos puntos son de una difícil asignación”, el Libertador advierte sobre los peligros de la libertad absoluta y propone procurar una regla que la restrinja “a fin de que haya la menos frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo”. Teniendo en cuenta que “ninguna forma de gobierno es tan débil como la democracia, su estructura debe ser de la mayor solidez; y sus instituciones consultarse para la estabilidad. Si no es así, contemos con que se establece un ensayo de gobierno, y no un sistema permanente; contemos con una sociedad díscola, tumultuaria y anárquica y no con un establecimiento social donde tengan su imperio la felicidad, la paz y la justicia”.
Aspirar a la democracia absoluta y la libertad indefinida parecía presuntuoso al Libertador, puesto que los hombres no “poseen toda la sabiduría, [ni] practican toda la virtud, que exigen imperiosamente la liga del poder con la justicia… ¡Ángeles, no hombres, pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana!”. Por el contrario, “la naturaleza hace a los hombres desiguales, en genio, temperamento, fuerzas y caracteres”, por lo que “no todos … nacen igualmente aptos a la obtención de todos los rangos”. Lo que sería aun peor, “los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses y constantemente procuran asaltarlos en las manos de sus depositarios; el individuo pugna contra la masa, y la masa contra la autoridad”. Para evitar “celos, rivalidades y odios”, las leyes deben colocar “al individuo en la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios, las virtudes” corrijan las diferencias, creando una igualdad ficticia: la igualdad política y social.
El sistema que Bolívar propuso debía reconocer “la soberanía popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en la política”. Aunque según él las “repetidas elecciones son esenciales”, no todo “se debe dejar al acaso y a la ventura en las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte”. Por ello “habremos dado un gran paso hacia la felicidad nacional” si, entre otras decisiones, se encomendase el Poder Ejecutivo a “un Presidente, nombrado por el Pueblo o por sus Representantes” y se crease un Senado hereditario, cuyos primeros miembros fuesen elegidos entre los Libertadores por el Congreso y cuyos sucesores recibiesen una educación ilustrada desde su infancia. Aunque se limitaría el poder del primero asignando responsabilidades por sus actos a Ministros, jueces y administradores del Erario público, no habría forma de limitar el del segundo. No debiendo “su origen a la elección del gobierno, ni a la del pueblo; [gozaría] de una plenitud de independencia que ni tema, ni espere nada de estas dos fuentes de autoridad”.
No es el lugar para comentar con detalle las implicaciones de la propuesta del Libertador. Sin embargo, conviene destacar su sorprendente confianza en la disposición, capacidad y coincidencia de opiniones de los Senadores en cuanto se refiriese a “reprimir todo principio de mal y propagar todo principio de bien”. Aun cuando Bolívar afirmaba que “nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder”, también creía que un cuerpo “investido de los primeros honores, dependiente de sí mismo, sin temer nada del pueblo, ni esperar nada del gobierno” podía ser neutral al punto de constituir “la base de todo gobierno [y] contrapeso para el gobierno y para el pueblo”. Sorprende porque Bolívar sostuvo que un sistema de gobierno completamente representativo era “tan sublime que [sólo podría] ser adoptado [por] una república de santos” o por el pueblo de los Estados Unidos, “modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral … único en la historia del género humano” capaz de lograr un “gobierno inteligente que liga a un mismo tiempo, los derechos particulares a los derechos generales; que forma de la voluntad común la ley suprema de la voluntad individual”. Su Senado hereditario, sin embargo, también habría tenido que ser un Senado de santos, y su santidad forzosamente hereditaria. Aunque para Bolívar era un principio de la naturaleza “la desigualdad física y moral” (“pues todos deben practicar la virtud y no todos la practican; todos deben ser valerosos, y todos no lo son; todos deben poseer talentos, y todos no lo poseen”) y aun cuando “estos senadores no saldrían del seno de las virtudes”, parecía seguro del éxito de “una educación ilustrada” y de la benéfica influencia de los Libertadores, “raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados que superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa de los más heroicos sacrificios”. Bolívar parecía creer que la educación corregiría plenamente a la naturaleza, y que habría acuerdo entre los bienhechores del pueblo de Venezuela al decidir cuáles eran “las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público” y que debían aprender los niños que “la Providencia … destinaba” al Senado.
La propuesta del Senado hereditario no fue aceptada. Decidir el contenido de una educación ilustrada a nivel universitario tampoco fue fácil. Sirva como ejemplo la enseñanza de los textos del propio Bentham, ordenada por medio de leyes y decretos en 1821, 1825 y 1826 con apoyo de Santander. Bolívar aseguró a Bentham el 15 de enero de 1827 su interés por conocer y divulgar sus “obras de legislación civil y judicial, juntamente con las de educación nacional, para estudiar en ellas el método de hacer bien y aprender la verdad, únicas ventajas que la Providencia nos ha concedido en la tierra, y que Vd. ha desenvuelto maravillosamente prodigando con profusión sus goces a los individuos de nuestra desgraciada especie, que largo tiempo sufrirán todavía el mal y la ignorancia”. Sin embargo, el 12 de marzo de 1828 prohibió su enseñanza en todas las universidades de Colombia, cediendo, según Bravo (2000), a la presión de conservadores y defensores de la educación clerical. Con la muerte de Bolívar y el retorno de Santander, los libros de Bentham regresarían a las universidades de la antigua Nueva Granada, donde tendrían defensores fervientes y severos críticos durante décadas.
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c. Moral, utilidad y justicia
Es posible que el Libertador, a diferencia de Bentham, no pretendiera ser literal al poner como meta del gobierno el logro de “la mayor suma de felicidad posible”. Ganar la guerra y convencer a los colombianos de las ventajas del centralismo sobre el federalismo pudo interesarle más que adentrarse en “las teorías especulativas de los filósofos y legisladores modernos” franceses e ingleses, a pesar de apreciar su “valor intrínseco”. En efecto, en 1827 Bolívar se describe ante Bentham como “un soldado feliz”, sorprendido al ser visto con tanta “indulgencia … por los primeros genios del Universo”. Suponer que Bolívar citaba a Bentham en Angostura, adhiriéndose conscientemente a su principio de utilidad y a todas sus consecuencias, puede ser por tanto excesivo.
Sin embargo, en Caracas otros recurrirían a la idea de un modo más preciso: los defensores del laissez faire, los economistas duramente descritos en 1845 por Fermín Toro (1806-1865). En sus Reflexiones sobre la ley del 10 de abril de 1834, ley que admitía la libertad de contratos entre deudores y usureros (defendida en 1787 por Bentham), Toro afirmó que “los economistas pecan ordinariamente por el carácter exclusivo de sus principios y porque subordinan toda otra ciencia, toda consideración moral o política, de filosofía o de religión, a los principios económicos. Su objeto es resolver los problemas de la creación, aumento y conservación de la riqueza de un modo absoluto; y así como aconsejan la tala de un bosque improductivo, así condenan a muerte la población pobre que no participa de la riqueza”. Por ello, “partidarios de este rigorismo especulativo, … permiten todo daño, toda extorsión en la sociedad, con tal que sea ejercida a nombre de la libertad de industria y con el objeto de acrecentar la riqueza … Say, Bentham y otros de la misma escuela nos dirán que todo esto es natural y legítimo; que lo que unos pierden lo ganan otros; que la nación en su totalidad se beneficia; que los principios lo quieren así y que los principios deben salvarse”.
Reconocer en los tribunales contratos monstruosos entre particulares no era moralmente aceptable para Toro. Ante tal situación era “preciso admitir o que no hay tal cosa llamada obligación moral y que el principio de la utilidad que cada uno debe conocer cuando se trate de su interés es la única regla de las acciones humanas; o que la legislación positiva, que varía en cada país según sus circunstancias especiales, no tiene nada que hacer con la moralidad de las acciones”. Llevando al extremo su primera alternativa sugiere que el principio de la utilidad justificaría la violencia de los deudores contra sus acreedores. Aceptar la segunda opción tampoco le complacía: “si las leyes de un país que tienen por objeto la armonía y la felicidad de los asociados no tienen relación necesaria con la moral y pueden permitir lo que es contrario a la equidad y la justicia natural, es preciso advertir que las palabras felicidad o conveniencia pública son de sentido muy lato”.
No todos compartieron el rechazo de Toro. Francis Edgeworth (1845-1926) publicó en Londres su New and Old Methods of Ethics en 1877 y su Mathematical Psychics, an Essay on the Application of Mathematics to the Moral Sciences en 1881. En el primero definió el problema del utilitarismo exacto como la obtención de una fórmula matemática para calcular “la mayor felicidad para el mayor número”. En el segundo definió la “suprema felicidad” como “la mayor suma total posible de placeres, sumada a través de todos los momentos del tiempo para todos los seres sensibles”. También sugirió una analogía para justificar el uso de las matemáticas en su cálculo: “la analogía entre los Principios de la Suprema Felicidad, Utilitaria o Egoísta, que constituyen los primeros principios de la Ética y la Economía, y aquellos Principios de la Energía Máxima, que se encuentran entre las principales generalizaciones de la Física”. En su revisión de este libro, William Stanley Jevons (1835-1882) destacó su concepción del hombre como una máquina de placer y la de la sociedad como un gran agregado de tales máquinas, que a pesar de su gran complejidad presentaría “una apariencia de regularidad cuantitativa … que recuerda las características generales de la electricidad y el magnetismo”.
Como problema del cálculo hedónico, Edgeworth se propuso determinar valores para cuatro variables (la calidad y tamaño de la población y la distribución de trabajo y de medios de placer) que fueran compatibles con el logro de la “suprema felicidad posible”, considerando cuántas personas disfrutan, por cuánto tiempo y en qué grado. Axiomáticamente propuso que “todos los placeres son mensurables, de modo que un tipo de placer sentido por un ser sensible puede igualarse a otros tipos de placeres sentidos por otros seres sensibles”. Aun más, establece que “un individuo tiene mayor capacidad de felicidad que otro cuando para la misma cantidad de cualquier medio él obtiene mayor placer, y también para el mismo incremento … de cualquier medio un mayor incremento de placer”. A partir de estos supuestos dedujo que no debía presumirse que “la igualdad de circunstancias [fuese] necesariamente el arreglo más feliz; especialmente cuando se tienen en cuenta los intereses de la posteridad”.
Con respecto a los seres sensibles contemporáneos, Edgeworth afirmó que “en las mentes de muchos buenos hombres entre los modernos y los más sabios de los antiguos, existe un profundo sentimiento a favor del privilegio aristocrático: el privilegio del hombre sobre el bruto, del civilizado sobre el salvaje, o de los bien nacidos, talentosos o de sexo masculino” sobre los demás seres sensibles. Con respecto a las generaciones futuras, Edgeworth sostuvo no sólo que el tamaño de la población debía limitarse, sino que sus secciones (definidas según grados de capacidad u órdenes de evolución) no debían multiplicarse igualmente. Las clases más cultivadas y el proletariado deberían crecer a menores tasas que la clase media, “de modo que la felicidad de la próxima generación pueda ser la mayor posible”. Aunque su teoría de la justicia distributiva se acercó con ello notablemente al darwinismo social y la eugenesia, Newman (2003) destaca el reconocimiento que hizo Edgeworth de su inconformidad con algunas de sus deducciones.
Aun dejando pendiente la ciencia hedonométrica, la formalización que Edgeworth añadió a las ideas desarrolladas por Bentham y Henry Sidgwick (1838-1900) fue incorporada a la tradición económica Anglo-Americana. Según Arrow (1972) mientras se supuso que la utilidad era mensurable y comparable interpersonalmente “la maximización de la suma de las utilidades de todos los individuos” era un criterio “tácitamente aceptado aunque raramente se le diera mucha prominencia”. Por ello la justicia distributiva continuó siendo un tema relativamente menos estudiado que otros.
En 1938 Abram Bergson (1914-2003) propuso el concepto de función de bienestar social, que sirvió a Kenneth J. Arrow (1921- ) para plantear y demostrar un teorema de imposibilidad que lleva su nombre. Este teorema, publicado en 1951 y 1963, fue uno de los trabajos que le valieron el Nobel de Economía en 1972. En primer lugar, definió una Constitución como “una regla que asocia a cada posible conjunto de preferencias individuales una regla de elección social [que], a su vez, es una regla para elegir una acción socialmente preferida dentro de un conjunto de alternativas factibles”. En segundo lugar propuso un conjunto de condiciones cuya satisfacción simultánea implicaría racionalidad colectiva y soberanía individual. Finalmente demostró matemáticamente que “si diseñamos cualquier Constitución … siempre es posible hallar un conjunto de ordenamientos individuales que causarán que la Constitución viole alguna de estas condiciones”. Por ello la racionalidad colectiva se lograría en todos los casos únicamente si coincidiera con la de un individuo racional: un dictador[1].
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d. Felicidad socialista y bolivariana
En el Plan de la Nación 2007-2013 se coloca “la suprema felicidad para cada ciudadano” como “fin último” del socialismo del siglo XXI. Se afirma que “la suprema felicidad social es la visión de largo plazo que tiene como punto de partida la construcción de una estructura social incluyente”. Se insiste en la necesaria “refundación ética y moral de la Nación venezolana [a partir] de un proyecto ético y moral que hunde sus raíces en la fusión de los valores y principios de lo más avanzado de las corrientes humanistas del Socialismo y de la herencia histórica del pensamiento de Simón Bolívar”. Se anuncia que su “base … fundamental descansará en los caminos de la justicia social, la equidad y la solidaridad entre los seres humanos y las instituciones de la República”. Conviene examinar estas declaraciones a la luz de las ideas expuestas previamente.
- El hombre nuevo y la igualdad real
En el Plan se sostiene que la “suprema felicidad” individual y la social se alcanzarán únicamente si el Proyecto Ético Socialista Bolivariano logra la “construcción del hombre nuevo del Siglo XXI”, aprovechando “la confrontación entre un viejo sistema (el capitalismo) que no ha terminado de fenecer, basado en el individualismo egoísta, en la codicia personal y en el afán de lucro desmedido, y un nuevo sistema (el Socialismo) que está naciendo y cuyos valores éticos, como la solidaridad humana, la realización colectiva de la individualidad y la satisfacción racional de las necesidades fundamentales de hombres y mujeres, se abre paso hacia el corazón de nuestra sociedad”.
Aunque los revolucionarios reclaman como propios (y aparentemente exclusivos) valores inalienables como la solidaridad, el desprendimiento personal y el amor (“pues como dijera Ernesto ‘Che’ Guevara: ‘el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor’[, p]orque lo que tiene sentido es amar al prójimo, aún cuando éste no nos ame a nosotros”), aparentemente conceden que “hay un conjunto de normas, de valores, de principios que tienen que ver con el principio Justicia y que están en la conciencia social no por un pacto sino por algo que está adentro de cada uno y del corazón social, que lo sentimos como un deber de humanidad y que tiene que ver con el sentido moral que une a todos los hombres”.
El Plan reconoce las diferencias entre los individuos. Por una parte las que derivan de “distintas religiones, distintas culturas, distintas concepciones de la vida”. Por otra, las debidas “a la diversidad biológica, de edad, étnica y de género”. Por último, las “desigualdades sociales reproducidas [históricamente] por un Estado al servicio de los intereses del capital en detrimento del trabajo, que han contribuido al aumento de las limitaciones en las capacidades individuales y colectivas, requeridas para el disfrute de los derechos humanos y sociales”.
Ante las primeras diferencias el Plan responde prometiendo “tolerancia activa militante en un medio plural”, a menos que la presencia de injusticias conviertan a la “intolerancia e intransigencia … en una plataforma indispensable para poder iniciar una convivencia pacífica”. Para corregir las últimas, promete que “el poder político será utilizado como palanca para garantizar el bienestar social y la igualdad real entre todos los miembros de la sociedad”.
- Ser social colectivo y bien común
En el Plan se lee que la sociedad, “un tejido comunitario y solidario”, tiene un “corazón social” y un “interés general”, así como la comunidad una “voluntad general”, cuyo ejercicio “hace tangible” la soberanía popular. Esta, a su vez, “es indelegable, indivisible e infalible pues está al servicio de toda la comunidad”. El soberano, “que no es sino un ser colectivo, no puede ser [re]presentado más que por sí mismo”. Por ello el pueblo debe “por sí mismo dirigir el Estado”.
La referencia al “ser social colectivo”, según los planificadores, “no niega al ser individual pero lo trasciende positivamente”. En su Plan rechazan directamente a los “individuos aislados y egoístas atentos a imponer sus intereses a la comunidad” y proponen que vivamos “en función de la felicidad de todos”. Requieren “que los individuos se organicen [en] asociación cooperativa [para] transformar su debilidad individual en fuerza colectiva, [asegurando] que el establecimiento de la organización no implicará menoscabo de la independencia, autonomía, libertad y poder originario del individuo”. Sin embargo, informan que para producir una voluntad general, “en el sentido de un poder de todos al servicio de todos, es decir, sustentado moral y colectivamente”, se necesita de la “entrega [de] todo el poder originario del individuo” a la comunidad. Además, “la conducta de los asociados, aunque tengan intereses particulares, (voluntades particulares), para poder ser moral deberá estar guiada por la justicia, es decir, por principios de igualdad –única manera de fortalecer el cuerpo político colectivo-, y de libertad”.
La soberanía sería “el derecho del pueblo para garantizar el bien común”, cuya búsqueda es el fin del Estado. El bien común determinaría “el sentido de lo justo y lo bueno, es decir, de lo ético, lo cual determina el contenido de la legislación general, es decir, de la Constitución y las leyes”. Argumentando que “todos no pueden actuar en contra de sus propios intereses comunes”, los planificadores sostienen que la soberanía es “indivisible e, incluso, infalible”.
Aunque supongan que los ciudadanos sean “éticos, autónomos, cooperativos y conscientes”, los planificadores rechazan la democracia representativa y defienden la participativa, afirmando que delegar la soberanía implicaría la disolución del pueblo. Aun cuando “los ciudadanos conservan siempre el poder político, es decir, la soberanía”, en el Plan se advierte que el Estado, fundándose “en la conciencia ética y no en la represión”, no admitirá “que intereses particulares se impongan al interés general de la sociedad y el bienestar de todos”.
- Trabajo, igualdad y empresa.
Los revolucionarios anuncian un “sistema de planificación, producción y distribución … donde lo relevante es el desarrollo progresivo de la propiedad social sobre los medios de producción, la implementación de sistemas de intercambios justos, equitativos y solidarios contrarios al capitalismo, avanzar hacia la superación de las diferencias y de la discriminación entre el trabajo físico e intelectual y reconocer al trabajo como única actividad que genera valor y, por tanto, que legitima el derecho de propiedad”.
El Modelo Productivo Socialista respondería más “a las necesidades humanas [que] a la reproducción del capital” y eliminaría “la división social del trabajo, … su estructura jerárquica actual y … la disyuntiva entre satisfacción de necesidad y producción de riqueza”, promoviendo una “política de inclusión económica y social” orientada “por el principio de cada cual según su capacidad, a cada quien según su trabajo”. El Modelo se conformaría básicamente con Empresas de Producción Social (EPS), es decir, por “entidades económicas dedicadas a la producción de bienes o servicios en las cuales el trabajo tiene significado propio, no alienado y auténtico”. En ellas la planificación es “participativa y protagónica”, a sus integrantes se reconoce “igualdad sustantiva” y el excedente económico resultante de la actividad se repartiría “en proporción a la cantidad de trabajo aportado, [determinándose] el peso relativo de la participación … con base en la persona y no con base en el capital aportado”.
- Presidente, plan y felicidad
En su Propuesta de Reforma Constitucional de 2007, el Presidente asignaba al Estado la responsabilidad de promover el Modelo Productivo, “fundado en los valores humanísticos de la cooperación y la preponderancia de los intereses comunes sobre los individuales, que garantice la satisfacción de las necesidades sociales y materiales del pueblo, la mayor suma de estabilidad política y social y la mayor suma de felicidad posible”. En este sentido, “la política económica general y [el] Plan de Desarrollo Integral de la Nación [se formularían para] alcanzar los objetivos superiores del Estado Socialista y la mayor suma de felicidad posible para todo el pueblo”. La nueva Constitución habría conferido al Presidente exclusiva competencia en la formulación de dicho Plan de Desarrollo, la administración de la Hacienda Pública Nacional, la política monetaria. La política militar y la política territorial, entre otras. Convertido en Jefe del Estado y coordinador de los poderes públicos, su período se aumentaría a siete años con reelección inmediata, puesto que, según su Exposición de Motivos, extender “el horizonte del mandato presidencial, [permitiría] la formulación y ejecución de proyectos cuyo éxito depende de [su continuidad] porque superan los límites de uno o dos mandatos”. En este caso, correspondería al Presidente decidir la importancia relativa de cada individuo antes de orientar al Estado tras la “suprema felicidad social”.
Conclusión: ¿socialismo utilitarista del siglo XXI?
Lograr la “mayor suma de felicidad posible” es un problema matemático en los libros de microeconomía de nuestro tiempo [ver, por ejemplo, Kreps (1990) y Villar (2000)]. En su versión más sencilla su objetivo es repartir dos bienes entre dos individuos, maximizando el promedio ponderado de sus utilidades. Lo utilizaremos como referencia al examinar algunas implicaciones de encontrar al principio de la utilidad entre los objetivos más divulgados del Estado socialista del siglo XXI.
- No es cierto que sólo pueda definirse una única “suprema felicidad social”. Cuando los dos individuos se suponen iguales, el promedio ponderado de sus utilidades es igual al promedio simple. Si se ignora la utilidad de uno, el promedio ponderado es igual a la utilidad del otro. Ambos casos son extremos: en uno las ponderaciones son iguales a 1/2, en el otro las ponderaciones son 0 para el ignorado y 1 para el tenido en cuenta. Hay infinitos casos entre ambos, y por tanto infinitas “sumas de felicidad posible” que podrían ser maximizadas. En cada caso la importancia relativa entre los dos individuos es diferente, y estaría cuantificada con la ponderación que le corresponda en el promedio. Así, por ejemplo, si en el promedio la utilidad de un individuo tiene una ponderación de 2/3 diríamos que su importancia relativa es el doble de la del otro individuo.
- Hay infinitas “supremas felicidades posibles”, pero no todas parecen “justas” a todos. Cada solución del problema distributivo tiene consecuencias distintas para cada individuo: mientras mayor es la utilidad de uno menor es la del otro. Determinar cuál es el par de ponderaciones justo implicaría un problema adicional, cuya solución requeriría de explícitos argumentos éticos. Aun si aceptara que la felicidad de una persona pudiera compararse con la de otra, John Rawls (1921-2002), por ejemplo, rechazaría ponderaciones igualitarias e intentaría favorecer a quien tuviera la menor utilidad. Robert Nozick (1938-2002), por otra parte, temería que ponderaciones igualitarias favorecieran en exceso a un imaginario monstruo de la utilidad: si para un individuo el placer derivado de consumir una unidad de cada bien fuese, por ejemplo, 1.000 veces mayor que el placer derivado por otro, podría ocurrir que el promedio de utilidades fuese máximo asignando al monstruo la existencia completa de todos los bienes. Aunque estos argumentos rechazarían ponderaciones igualitarias no bastarían para determinar las ponderaciones desiguales justas. Aunque los socialistas del siglo XXI afirman que adentro de cada uno hay algo que denominan principio justicia, no necesariamente todos considerarían justas ciertas ponderaciones que impliquen importancias relativas distintas entre las personas.
- La “mayor suma de felicidad posible” no parece neutral ante la construcción deliberada del hombre nuevo. Todos los hombres nuevos, según las descripciones del Plan, serían iguales. Digamos más: idénticos. En términos utilitaristas, cada uno tendría la misma función de utilidad, de modo que no hubiera diferencias de intensidad en la felicidad. Todos tendrían en sus funciones de utilidad su propio consumo y el de los demás, de modo que todos alcanzarían la misma suprema felicidad individual en la asignación elegida por el Estado de modo que maximice la felicidad social. Lograr este resultado llevaría tiempo, si fuera posible. Según la Exposición de Motivos, sería “un largo tránsito en el cual, a través de etapas sucesivas, se va aproximando más en el alcance y consolidación de la estructura de una sociedad venezolana en donde imperen los nuevos valores y marcos referenciales socialistas, recorrido que es conocido por los teóricos como el proceso de la transición. La transición al socialismo puede durar muchos años, resultando un proceso de quiebre generacional”. No es evidente que la construcción de nuevas funciones de utilidad individuales tenga un efecto favorable sobre la suma de felicidad social, dadas las ponderaciones.
- La personalización del pueblo implica la anulación del individuo. A pesar de afirmaciones contradictorias, el Plan deja claro el sometimiento de las voluntades particulares ante la denominada voluntad general. Esta se produce como resultado de una supuesta identificación unánime del llamado bien común, que sería reconocido infaliblemente por el pueblo, entendido como ser social colectivo. Si tal unanimidad no existiera se debería al egoísmo moralmente inaceptable de algunos individuos, merecedores de la intransigencia y la intolerancia. Una crítica de Marx a Bentham es pertinente aquí: antes de recurrir al principio de utilidad para juzgar “todos los actos humanos, movimientos, relaciones, etc., … debe tenerse en cuenta la naturaleza humana en general y luego que la naturaleza humana cambia en cada época histórica”. Según Karl Marx (1818-1883), Bentham no lo hizo. Tampoco los intérpretes de un hipotético ser social soberano, con voluntad y corazón, infalible, indivisible y maximizador de su felicidad.
- La democracia no es participativa sin el reconocimiento de los intereses particulares. Bolívar descartaba un sistema completamente representativo por no creer que Venezuela pudiese ser una república de santos. Los bolivarianos evitan esta objeción tratando al pueblo como una persona virtuosa, capaz de dirigir por sí misma el Estado. Por ello postulan que la democracia participativa es superior a la representativa. Sin embargo, al negar la existencia de intereses particulares admisibles que se opongan la voluntad general, el Estado queda encargado de reprimir la disidencia utilizando argumentos éticos. Con ello se elimina la oportunidad de participar para quienes no compartan tales argumentos. En una sociedad polarizada, por ejemplo, ello sería ilustrado por la pretensión de uno de los polos de maximizar la felicidad social resultante de ponderar con 0 la felicidad de los miembros del otro polo.
- Soslayar las diferencias entre los individuos puede hacer inviables los modos de producción socialistas, reduciendo todas las “supremas felicidades posibles”. Promover la igualdad sustantiva en la planificación de las actividades de las EPS y la repartición de sus excedentes económicos “en proporción a la cantidad de trabajo aportado, … con base en la persona y no con base en el capital” implica no reconocer todas las desigualdades físicas y morales entre los individuos, que para Bolívar era una ley natural. Supone la existencia de unidades de medición que hagan comparables las horas de trabajo aportadas, y parece minimizar la importancia de mantener la reproducción del capital. Si este modelo no fuese viable, como parece ser el caso, la producción de todos los bienes podría reducirse, reduciendo a su vez todas las posibles “supremas felicidades sociales”.
- Bentham y los utilitaristas adoptaron literalmente el principio de la utilidad. Muy posiblemente, el Libertador no. Según Marx, Bentham no sólo no descubrió el principio de la utilidad, sino que se limitó a reproducir “torpemente lo que Helvétius y otros franceses habían dicho con ingenio en el siglo XVIII”. Aun si así fuese, es innegable su influencia sobre europeos y americanos durante los siglos XIX y XX. Bentham no se limitó a pronunciar la que consideraba una verdad sagrada: también propuso un modo de calcular la felicidad e hizo explícitos algunos de los muy discutibles supuestos que sería necesario aceptar, entre ellos que los placeres eran mensurables y las felicidades individuales comparables y jerarquizables. Bolívar no avanzó en esta dirección, prefiriendo detallar un sistema que lograse “la mayor suma de estabilidad política”. Aunque tampoco propuso un método de cálculo, sugirió entre otras cosas dividir los poderes, asignar responsabilidades individuales a los funcionarios públicos, someter a elecciones al Presidente de la República, impedir su permanencia prolongada en el poder y atarle de manos, mientras liberaba su cabeza. Del examen de los documentos emblemáticos de los socialistas del siglo XXI se observa que encuentran mayor afinidad aparente con las ideas promovidas por Bentham que con las defendidas por el Libertador.
* Economista
Referencias
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Camacho, J. (2008): Bentham y el Hombre Económico: un acercamiento ético al utilitarismo remanente en la teoría económica neoclásica, Universidad Católica Andrés Bello, Escuela de Filosofía (Trabajo de grado).
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Newman, P. (2003): F. Y. Edgeworth’s Mathematical Psychics and Further Papers on Political Economy, Oxford University Press.
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Villar, A. (2000): Lecciones de Microeconomía, Antoni Bosch.
[1] Este punto puede ser ilustrado con la paradoja de los votantes, primero expuesta por el Marqués de Condorcet (1743-1794). Supongamos que un curso de tres estudiantes debe elegir la fecha de un examen por regla de la mayoría, siendo las opciones lunes (L), miércoles (M) o viernes (V). Si para todos L es preferido a M (L>M) y M es preferido a V (M>V) entonces por unanimidad el curso elige el día L para hacer el examen. Si para dos estudiantes L>M>V entonces, independientemente de la opinión del tercero, el curso elige por mayoría el día L para hacer el examen. Sin embargo, la regla de la mayoría no conduce a una elección si para el primer estudiante L>M>V, para el segundo M>V>L y para el tercero V>L>M. Obsérvese que dos estudiantes preferirían L a M, dos M a V y dos V a L, generando un ciclo que hace imposible la elección si se recurre a la regla de la mayoría y se preserva la soberanía de todos los individuos. Si el primer estudiante eligiese independientemente de la opinión de los otros dos, el examen se haría el día L. Si eligiese el segundo o el tercero, el examen se haría el día M o el V. Puede observarse que en este caso la existencia de un dictador haría posible la elección de un resultado social.