José Luis Pinilla Martin
Una foto reciente me golpeó el rostro. Y el Corazón . Un niño en una maleta. Y no era precisamente un contorsionista.
Estoy en la sala de espera, antes de poder embarcar en el avión. Ese tiempo que se hace aburrido, líquido y largo. Como los relojes de Dalí. Observo las maletas variadas que están ante mi vista.Veo que hay maletas de pobres y maletas de ricos; hay maletas grandes para los precavidos y mochilas pequeñas y abultadas para los aventureros que sueñan a lo grande. Veo maletas que escapan de una tormenta, y que corren deseosas por empezar una nueva vida. O maletas viejas a quien nadie escucha aunque cuenten historias dignas de ser escuchadas. Como las de nuestros emigrantes españoles de los años 60, de cartón, atadas con cuerdas. Maletas con el olor a las viandas caseras que escondían para el largo y doloroso viaje hacia una estancia larga y lejana. La que sostuvo con sus trabajos y divisas nuestro desarrollo en la dictadura reciente. De los que a pesar de haber sido viajes tan cercanos para nosotros, nos hemos olvidado tanto y tan pronto.
Hay maletas preparadas con antelación y con detalles, porque van preparadas para acontecimientos muy esperados; y maletas que se llenaron con la rapidez de las desgracias sobrevenidas inesperadamente; hay maletas que viajan por placer, otras por negocios. Hay maletas que sólo ven lo turístico y superficial (suelen ser las de los más brillantes colores); y maletas que aún recuerdan con asombro que llegaron a los lugares más recónditos del planeta. Quizás estuvieron cerca de los últimos de la tierra.
Estas últimas son las que deberíamos tener cerca.
Hay maletas de muchos tipos. Son como las personas, los ojos, los atardeceres, los paisajes, los días o los años.
Pero si hay maletas, es porque hay sueños. Y si no, que se lo pregunten a Abou y a su padre.
Viniendo de Castillejos (Tánger, Marruecos), Fátima se había detenido en la frontera del Tarajal, en Ceuta. Con su trolley de ruedas. Fátima intentó evitar la cinta del escáner donde tenía que haber depositado su maleta. Los guardias sospecharon. Controlaron su equipaje. No podían ni imaginar la imagen que aparecería en la pantalla: acurrucada en el interior de la maleta, como protegiendo sus sueños, una figura casi esquelética. Parecía humana. Abren la maleta. Abou, sacó la cabeza de entre un puñado de ropas y de sueños: “Je m’appelle Abou”, dijo en francés. Era el mediodía del 6 de Mayo de 2015. El sol hizo abrir los ojos del niño. No llegaba a los 9 años. Y más tarde deshizo los sueños de A.O, su padre, que a sus 42 años soñaba con abrazar a su hijo (solo quería eso) trayéndolo de una manera tan peculiar, a través de Fátima, cuando se le habían agotado los recursos legales que hoy mismo se vuelven a pedir para evitar la separación familiar . Quizás esta manera de llegar era más fácil -al menos era más rápida- que cuando él llegó hace años, en cayuco a Canarias.
Al fin y al cabo Abou tuvo más suerte que los 50 niños ahogados en la tragedia siempre penúltima del Mediterráneo. El cadáver de una niña africana fue fotografiado días después flotando en el Mediterráneo. “¿Qué hacer con esas manos?” se preguntaba Luis Sepúlveda, escritor y cineasta chileno, ante esa fotografía.
“¿Qué hacer con la mirada de Abou?”, me pregunto yo. Intento responder con sinceridad. Lo primero que hago es “situarme”, viajando en la maleta o en la patera. Naufragando en la huida, por tierra o por mar (¡qué más da!). ¡Ay! Lo hago confortablemente sentado en mi sillón a la luz de la preciosa luna primaveral que baña mi habitación. Aceptar los privilegios que por mi nacimiento en el norte me fueron concedidos es fácil o difícil. Depende. ¿Qué hacer con la injusticia? Intimo dilema cotidiano. Y a la vez la responsabilidad de ser feliz con lo que misteriosa me “ha tocado” y he podido ir escogiendo. Libremente.
Ahora solo debo imaginar el naufragio. O el viaje en la maleta cerrada. Hundiéndote. O ahogándote. Llorar.
Abou y la niña africana en el Mediterráneo eras tú; soy yo. Niñas ahogadas flotando en el mar por quienes lloro. Y miradas aterradas de niños que me asustan.
Las miro. Silencio. Callar no es otorgar.
Me pongo a escribir estas letras. Es la mano de la niña africana resucitada quien conduce mis trazos. Y es Abou quien mira la escena a mi lado, esta vez sonriendo. Sin la cinta negra protectora de su inocencia que tapaba sus ojos.
Seguir luchando por las niñas y los niños emigrantes, mientras beso las fotografías tan preciosas de mis pequeños sobrinos españoles situadas en mi estantería. Y llorando, beso también las manos y los pies en las fotografías de estos niños africanos. Suspiro hondo. No dejaré que me mientan los que hablan de construir más vallas o hundir las barcas en esta hora individualista e insolidaria.
“Je suis Abou”. He escrito por un lado en mi camiseta. Y por el otro he serigrafiado la foto de las dos orillas del Mediterráneo que me regaló Gabriel. Y he marchado hacia el aeropuerto.
Que la camiseta se me pegue a la piel. Que me queme.
Que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de Ti (de ellos).