Por Noel Álvarez
Mi difunto padre por allá en la década de los años 70, con mucha elegancia y sabiduría en sus palabras, me dijo, hijo: “La lengua humana ha producido más guerras, más muertes y más sufrimientos que cualquier arma nuclear”. No así en los animales, debido a que algún ocurrente dijo que: “un perro tiene muchos amigos porque el meneo está en su cola y no en su lengua”. Una mentira es algo que no es verdad y es dicho para engañar, lo cual es conocido por la persona que lo pronuncia.
Otra palabra para el juramento falso es perjurio, que se considera un crimen serio. De acuerdo al grupo religioso Pulpit Commentary o Comentario del Púlpito, en Roma, el que hacía falso testimonio en el tribunal, era arrojado de cabeza desde la roca Tarpeya. En Egipto el perjurio era castigado con la amputación de nariz y orejas. Imagínese usted amigo Noel, “Un gobierno o parlamento lleno de chingos, estornudarían dólares o comida a granel”, me dice Agapito Bocanegra.
La lengua no miente es un documental francés del año 2003 basado en el diario de Víctor Klemperer escrito durante el gobierno nazi de Alemania. La película describe la opresión cotidiana del holocausto. Está narrado en primera persona intercalando fotografías personales e imágenes históricas para contar cómo el gobierno de Hitler utilizó el idioma donde predominaba la mentira como un medio de propaganda. El reportaje hace una descripción minuciosa de neologismos o expresiones diseñadas por los nazis para manipular a la opinión pública y promover el antisemitismo a través del uso diario del lenguaje común.
Víctor Klemperer, escribió su libro fruto de observaciones como ciudadano alemán y filólogo de prestigio. Comenzó así un diario en el que anotaba sus vivencias y cambios en la vida de Alemania. Pero además empezó a crear un listado de expresiones que eran propias del Tercer Reich. El surgimiento de siglas que invadieron la vida civil y la manipulación del lenguaje con términos propios del régimen tales como, “ciencia judía” o “estrategia bolchevique”, impregnaron a la población, convirtiéndose en casi el único lenguaje utilizado por millones de alemanes.
Según Klemperer el Tercer Reich inventó pocas palabras nuevas. Prefirió ampararse detrás de las ya existentes, cambiándoles el sentido y dándoles un valor inédito a partir de la “fanática” repetición. La palabra “pueblo”, por ejemplo, se utilizaba infinidad de veces hasta lograr que perdiera su sentido, “se emplea tantas veces al hablar y escribir como la sal en la comida, a todo se le agrega una pizca de pueblo: fiesta del pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, enemigo del pueblo, surgido del pueblo, entre otras”, decía Klemperer. Esto me recuerda lo rimbombantes que se han vuelto los nombres de los ministerios venezolanos del “poder popular”.
Sin embargo, el sistema dominado por el Líder no prohibía las palabras, ni tampoco que se inventaran nuevas. Pero con la propaganda lograba darles otro significado, cargarlas de prejuicios. La maquinaria terminó siendo eficaz. “Héroe” era quien moría defendiendo el nazismo y no quien se resistía a él. “Fanático” sonaba en el Tercer Reich como un elogio. La jerga militar o, peor aún, la de la burocracia reemplazaron al lenguaje coloquial. El propio Klemperer que se cuidaba con obsesión de repetir las envenenadas palabras de sus verdugos, se descubrió un día a sí mismo, usándolas, como si fuera la cosa más natural.
Muchos entendidos en materia propagandística señalan que quizá la más inquietante de las reflexiones sobre la Lengua del Tercer Reich es la exaltación del instinto, de lo emotivo y lo sentimental por encima del intelecto. Las palabras como seducción de las masas, la seducción como manipulación y la manipulación como ejercicio abusivo del poder. El secreto del autoritarismo no está tanto en la violencia que se ejerce, sino en los sutiles mecanismos que usa en la vida cotidiana para prolongarse. Las dictaduras necesitan tiempo para intoxicar a los opositores que casi siempre ceden a las apetencias del poder.
Agudizando la mirada, nos damos cuenta de que, relatos como el de Víctor Klemperer, pudieran estar hablándonos, tanto del ayer como del ahora, cuando en medio de “la barbarie”, las diferencias temporales parecieran difuminarse. Llamo la atención sobre esto, pues hoy, sin llegar a tener un lenguaje político parangonable a las atrocidades nazis, sí padecemos de una retórica que nos arrastra y engaña, que pretende hacernos comestibles las más burdas mentiras, como expresa la locución política, pretenden “hacernos comulgar con ruedas de molino”.