Por Jesús María Aguirre, s.j.
Las llamadas a los líderes religiosos para posicionarse en algún bando de la contienda entre Ucrania y Rusia, se han exacerbado en el lado occidental con las conminaciones contra el papa Francisco y la Santa Sede. Se critica su tibieza y ambigüedad ante el sufrimiento del pueblo ucraniano.
Dejando un momento de lado las matrices de opinión occidentales que intervienen en esta ciberguerra, recojamos algunos datos del contexto sociocultural y religioso de Ucrania en el que se encuentran los actores afectados por esta guerra injusta, que ha sido activada por Rusia contraviniendo las normas de lógica del Derecho Internacional.
Dentro de una población de unos 42 millones de ucranianos, según datos previos a la guerra, un 78 % de adultos se declaran ortodoxos (Pew Research). Ucrania tiene la tercera población ortodoxa más grande del mundo por detrás de Rusia y Etiopía.
A la Iglesia ortodoxa ucraniana (UOC) hay que añadirle la Iglesia ortodoxa autocéfala ucraniana que se fundó en 1919, en Kiev, durante la era soviética y que, si bien estaba proscrita, en 1989 fue nuevamente legalizada para volver a unirse a la primera en el año 2018.
La Iglesia greco-católica ucraniana y la Iglesia católica romana, que responden al primado de Roma, suman la minoría principal. Les siguen otros movimientos cristianos tanto de las iglesias históricas como de las sectas, y no faltan islámicos –medio millón– sobre todo en el sur y en Crimea, así como unos cien mil judíos practicantes dentro de unos 300 mil estimados.
Pero hay que tener en cuenta que la cohesión del campo religioso ortodoxo volvió a fracturarse a partir del año 2018. Desde hacía más de 300 años, la UOC estuvo bajo la jurisdicción del Patriarcado de Moscú (UOC-MP) y no de Constantinopla, pero en el 2018 decidió romper con la subordinación religiosa hacia Moscú.
Lo que a primera instancia aparecía como un problema religioso escondía larvadas otras diferencias cruciales de carácter político. Los conflictos entre Rusia y Ucrania en el terreno económico, diplomático y hasta militar, como demostró la crisis de Crimea con la anexión rusa de la península, se extendían así al campo religioso con una visibilidad aún mayor.
La reacción de los ortodoxos rusos, reunidos en torno al Patriarcado de Moscú no se hizo esperar, pues el sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa anunció que rompía sus lazos con el Patriarcado de Constantinopla, confirmando así la ruptura más grande en el seno de la Iglesia ortodoxa desde el Gran Cisma de 1054. Obvia decir que esta decisión frustraba una vez más la dinámica de la Unión de los Cristianos, planteada en el Concilio Vaticano II, y promovida por San Juan Pablo II y el actual papa Francisco.
El punto de quiebre se profundizó luego de que el patriarca de Moscú, Kirill, sin atender siquiera a las demandas de su mediación ante Putin a solicitud del Papa Francisco y de la Santa Sede, lejos de contener la invasión, bendijo a las tropas rusas y legitimó la agresión rusa.
Bajo una ideología nacional-ortodoxa rusa, que nos recuerda los discursos del nacional catolicismo en pleno siglo XX y la defensa de la cultura occidental cristiana (cruzada de la Guerra Civil española, Guerra de Vietnam, bendecida por el Cardenal Spellman…) Kirill ha justificado lo que ellos llaman la “operación militar especial” sobre Ucrania como un modo de “salvar” a este país del mundo occidental y sus valores depravados y decadentes. A ello se añade la ideología del mito fundacional del Rus, alimentado por ideólogos eslavistas, promovidos por Putin y adoptado por el patriarca.
Los católicos, sobre todo del oeste del país con una gran afinidad con los polacos, se movilizan con el ejército ucraniano mientras las comunidades ortodoxas se rompen según su fidelidad a Kiev o a Moscú. De los más de 5 millones que han huido de la guerra, la mayoría corresponden a los habitantes de la zona occidental, predominantemente cristianos católicos, evangélicos y ortodoxos afectos a la iglesia ucraniana.
La Santa Sede estuvo siempre muy activa no solamente en este periodo de guerra con su apoyo a los refugiados, sino mucho antes en el marco de su política de acercamientos con las diversas organizaciones religiosas –sobre todo cristianas– y trató de mediar a través de diversas instancias entre las partes para frenar el trágico desenlace en esta guerra criminal.
El periodo de mediaciones del Vaticano en vísperas de la guerra ha sido vituperado de complaciente con la invasión, sin tener en cuenta todas las acciones diplomáticas de bajo perfil, en prevención a la posible guerra, y los pronunciamientos papales, en especial en Malta cuando, en frontal oposición al patriarca Kirill, condenó la agresión rusa como “guerra sacrílega” en una Ucrania “atormentada” por matanzas como Bucha, y descalificó al mandatario ruso con una clara alusión a: “algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses nacionalistas, que provoca y fomenta conflictos”.
Llegará el tiempo oportuno para sopesar el papel de la Santa Sede, más allá del oportunismo político de la ciberguerra y de los reclamos irresponsables de la intervención de la OTAN, así como de reflexionar con Karem Armstron en su estudio Campos de sangre: “que los episodios que consideramos esencialmente religiosos –las cruzadas, la Inquisición española, o las guerras de religión de los siglos XVI y XVII– estaban también profundamente condicionados por la política. Era imposible separarlos. Y lo mismo ocurre hoy”.
Me pregunto: ¿No habrá para las iglesias otro rol distinto que el de legitimar a los bandos en guerra?