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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

La fuerza del jebumataro

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Minerva Vitti

Dieciséis días antes de morir su padre lo llamó y le dijo: “Hijo me muero. Aunque sea quédate con algo”. Pedro salió corriendo, buscó un cuaderno y un lápiz, y regresó al regazo del anciano quien comenzó a dictarle oraciones para curar la nobara (enfermedad)

El padre de Pedro era wisidatu (dueño del dolor), el chamán o sacerdote étnico que sirve de mediador entre su pueblo y el jebu (espíritu malo). No le gustaba que lo llamaran brujo sino curandero. Él conocía el secreto de las plantas y cómo se utilizaban. Los waraos siempre lo buscaban. Llegaban a medianoche y Pedro se preguntaba: “¿Será que a mi papá le pagan?”. No le pagaban. Pero mientras sanaba al enfermo, la madre de Pedro cocinaba un menjurje de matas que ayudaban a aliviar el dolor.

Un día el jefe de la comunidad reunió a un grupo de wisidatu, entre ellos estaba el padre de Pedro, porque se estaba muriendo mucha gente y no encontraban la causa. Y comenzaron a sonar el jebumataro o marimataro, una maraca utilizada para las curaciones. Las piedras que están dentro son cuarzos que ahuyentan a los jebus. Algunos sanaron. Pero muchos tenían la jebu sabana, que son enfermedades que vienen de afuera, y murieron, especialmente niños que tenían fiebre, diarrea y vómitos.

Los waraos sostienen que las almas de los niños que fallecen por otras causas en las que no han intervenido los jebu (espíritus malos), se quedan en la tierra vagando por los bosques y aldeas en forma de sombras.

Pedro se sentía impotente pero no podía hacer nada. Veía cómo lentamente los niños iban desapareciendo.

Yo no sé si los waraos celebran el Día de los Difuntos como lo hacen muchas poblaciones indígenas en México, llevando velas y haciendo comidas para sus muertos en el cementerio, encontrando esa conexión con sus ancestros. Solo sé que cuando voy al Delta del Orinoco, que es el lugar donde vive esta etnia, que es la segunda más numerosa de Venezuela, toda esta belleza del paisaje encierra una melancolía de otro plano, quizás son las sombras de los niños warao que hacen parte de este ecosistema, porque el jebu que los mató no pertenece a su pueblo; es el jebu de la indiferencia de un Estado, y no hay vela que alumbre el camino que ellos deben continuar hasta sus ancestros. Solo la luz interior de estas almas que se pueden oír con el zumbido del viento. Caminantes perpetuos en esta eterna reunión de exiliados de la vida terrenal. Mientras tanto Pedro sigue sonando el jebumataro no vaya ser que los cuarzos al fin funcionen para este mal.

 

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