José Ángel Rivero
Sabiendo lo avasallante de los acontecimientos en la frontera colombo-venezolana, es muy posible que en el momento en el que usted lea estas líneas algo habrá pasado que supere la opinión que a continuación se presenta.
Aunque en los últimos días la comunidad internacional rompió el silencio en relación con el prolongado cierre de la frontera (19 de agosto de 2015), no ha sido suficiente su intervención para pensar que se perfila un eventual acuerdo que permita que las autoridades colombianas y venezolanas evalúen la posibilidad de abrirlas permanentemente. Habrá que esperar la reunión pautada entre las Cancilleres para el próximo 2 de agosto.
En los últimos días, la frontera colombo-venezolana volvió a ser noticia por el gran número de venezolanos –al menos 130 mil personas– que, apostadas en los puestos fronterizos de San Antonio del Táchira, Ureña y El Amparo, esperaron por horas su apertura para, finalmente, pasar al territorio colombiano en busca de alimentos, medicinas y otros productos casi inexistentes, o al menos muy escasos, en Venezuela, situación que en sí misma es ya una tragedia. La noticia generó un gran movimiento en las redes sociales y medios de comunicación, con fotos y videos virales, entrevistas, comentarios y especulaciones de toda índole. Pero la situación fronteriza es algo más que fotos y videos espectaculares.
La frontera colombo-venezolana antes del espectáculo de 6 a 6.
Se debe ver con mucha preocupación cómo el gobierno venezolano intenta despachar su responsabilidad en la violación de los DDHH en la frontera desplazando los argumentos que justifican las acciones a la presencia paramilitar en Venezuela y a la “falta de interés” del gobierno colombiano por resolver el problema de la violencia y el contrabando en su país. La vulneración de los derechos no sólo se expresa en la imposibilidad de quienes viven en frontera para verse con amigos y familiares, ni en las dificultades para la adquisición de medicinas o alimentos. La situación más grave de violación de los DDHH en ese territorio la constituyó la movilización forzada a la que fueron sometidos, el pasado mes de agosto, los colombianos que habitaban en algunos barrios de San Antonio del Táchira, a quienes se les obligó a regresar a su país.
Ambos países pudieron ver cómo estas personas cruzaban el rio Táchira, expulsados del lugar en el que se habían establecido como familias, con los pocos enseres que podían cargar. Según la oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), la cifra de colombianos que fueron expulsados o que abandonaron Venezuela se ubicó en al menos 21.434 personas entre el 19 de agosto y el 12 de septiembre de 2015.
En los meses sucesivos se supo que, al regresar a su país, muchos de estos colombianos se mantuvieron en refugios en vista de que en algunos casos les era imposible regresar a sus pueblos de origen ya que en esos lugares eran perseguidos por los grupos irregulares responsables de sus desplazamientos. Esta situación constituye, a todas luces, una re-victimización que pone a esos ciudadanos en situación de riesgo social, político y económico. En pocos días ambos países fueron testigos de sucesivos hechos que no se pueden pasar por alto.
Cinco días, cinco momentos, ningún derecho.
21 agosto: El Presidente Maduro decreta estado de excepción en una franja fronteriza del Táchira por sesenta días prorrogables y prolonga indefinidamente el cierre fronterizo.
22 agosto: Más de dos mil soldados venezolanos revisan “casa por casa” la localidad de San Antonio del Táchira en busca de paramilitares, contrabandistas y acusados de otros delitos.
23 agosto: Colombia informa que en dos días han llegado a Cúcuta 394 deportados, entre ellos 42 menores de edad, lo que marca el comienzo de una “crisis humanitaria”.
24 agosto: Los colombianos expulsados de Venezuela denuncian que sus casas fueron marcadas con las letras “R” o “D”, de revisada o demolición respectivamente.
25 agosto: Más de mil colombianos establecidos en Venezuela cruzan por trochas el río Táchira, en una salida desesperada para no ser expulsados, y denuncian atropellos y violaciones de sus derechos humanos por parte de militares de este país.
Frente a la opinión pública el gobierno venezolano contrarrestó la crítica nacional e internacional con una campaña mediática en la que se presentaban cifras de colombianos legalizados en Venezuela (5 millones en 40 años) lo cual lleva a criminalizar a quienes no han obtenido este estatus. Sin embargo, hay que destacar la vulnerabilidad jurídica y social del desplazado, que en muchos casos no tiene ningún tipo de documentación o encuentra en la clandestinidad la única forma de protección.
Tal vulnerabilidad impide o dificulta la posibilidad de alcanzar la condición de legalidad en el país al que se han visto forzados a desplazarse. Como parte de esta campaña se entrevistó a colombianos que defendían al Estado venezolano sin cuestionar siquiera el método usado por el gobierno para la deportación. Los entrevistados hablaban del conflicto colombiano y de las razones que los llevaron a salir de su país, y referían la acogida de Venezuela valorando de forma negativa las políticas implementadas por los gobiernos colombianos para afrontar históricamente el conflicto. Independientemente de la evaluación que se tenga de la política colombiana frente a esos asuntos, la campaña servía de refuerzo a los argumentos de Maduro y su gabinete mientras que invisibilizaba el problema de fondo: la incapacidad del Estado venezolano de hacerse presente en la región y controlar el contrabando de extracción y la criminalidad.
Lo complejo de todo esto, sin duda, es que en un país donde la forma de hacer política es tan volátil como la venezolana, situaciones como esas pueden ir de mal en peor. Al cierre de la frontera con el estado Táchira le sucedió la del estado Apure y Zulia en el mes de septiembre. Además del conflicto político, esos cierres, por una parte, han profundizado el conflicto social, al agudizar la precariedad de vida de estos pueblos interfronterizos; y, por otra parte, han generado un conflicto étnico o intercultural en comunidades yukpas, wayuu y guajibas, en las que no se reconocen las fronteras físicas entre países y, por tanto, se ven perturbadas las dinámicas cotidianas de quienes allí viven.
El problema no es la frontera
Otro aspecto que no se puede pasar por alto es la tendencia a atribuir al paramilitarismo colombiano el aumento de la criminalidad en el país, aun en regiones distantes de la frontera. Esto, además de banalizar la presencia de estas organizaciones, desplaza a entes exógenos el origen y la responsabilidad de la delincuencia en Venezuela sin observar los distintos actores y factores involucrados. Se vendió la idea según la cual, el cierre de las fronteras y la deportación de colombianos ilegales resolverían los problemas de abastecimiento de alimentos, el aumento del dólar paralelo e, incluso, la inseguridad.
A casi un año del cierre de la frontera, ni se ha abastecido de alimentos al país, ni se ha vencido al dólar paralelo, ni se ha resuelto la situación de inseguridad en la frontera, ni mucho menos en el país. A casi un año del cierre de fronteras, y a 5 meses de un Estado de Excepción Constitucional y Emergencia Económica, habría que preguntar al gobierno del Presidente Maduro si los problemas del país pueden ser resueltos con discursos xenofóbicos que trasladan la responsabilidad del Estado a grupos de civiles armados o a unos cuantos pequeños contrabandistas que habitan en la frontera, descontextualizando el problema y haciendo de él un acto de propaganda.
Aunque se hizo de ello un espectáculo, ha sido justamente la presión de quienes habitan en la región de frontera la que obligó a su apertura parcial los días 10, 16, y 17 de julio. Esta presión también ha obligado a que entre ambos gobiernos se establezca fecha para la apertura definitiva ante la permanencia cada vez mayor de venezolanos que cada fin de semana esperan pasar. Todo apunta a que venezolanos y colombianos recuperaran la relación de cotidianidad que siempre han tenido, no por voluntad de sus gobiernos, sino por la presión social y económica de sus habitantes, así como por el deseo de seguir siendo familias repartidas en dos naciones con arraigos y cultura compartida.
Con firme convicción hay que decir que la frontera colombo-venezolana no debe ser escenario para el espectáculo en el que grupos políticos de distintos signos encuentran un nicho a espaldas de quienes viven en y con la frontera. La frontera colombo-venezolana tiene rostros y nombres, es algo más que una moda o un espectáculo.