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La forma del agua

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Oscura fábula impregnada de belleza y maldad

Francisco M. Benavent

Otoño de 1962, en Baltimore, costa de Maryland. Son tiempos cada vez más difíciles, de pérdida de la inocencia y del color de los cincuenta, cuando John F. Kennedy es el príncipe de un Camelot a punto de derrumbarse. Años de tensión y paranoia, de las revueltas raciales en pos de los derechos civiles, de la Guerra Fría y la carrera espacial con los rusos, de los primitivos ordenadores y televisores. Allí, en un desvencijado apartamento vive Elisa, una muchachita muda, de pasado doloroso (las cicatrices en el cuello) y presente sórdido, cuyo apellido, Espósito, también dice mucho. De esa realidad se evade viendo por televisión los musicales clásicos, números que imita teniendo como pareja de baile al palo de su fregona. Trabaja junto a una amiga como limpiadora en un laboratorio donde científicos a sueldo del gobierno de los EE.UU. realizan experimentos secretos. A ese lugar es transportado cierto día un extraño humanoide, mitad hombre, mitad criatura acuática, que ha sido capturado en un río de Sudamérica por Strickland, un temible “G-Man” que lo considera una abominación y que disfruta golpeándolo con su porra eléctrica. A pesar de ser un salvaje capaz de rebanar dedos o comerse al gato, la Cenicienta encuentra en este Godzilla de los pantanos a un alma gemela. Ambos inadaptados comparten la falta de habla, el desamparo y la soledad de los que han visto truncadas sus vidas, y sus corazones conectan, teniendo incluso una aventura nada platónica. Pero un general del ejército quiere acabar con el bicho, ya que no ve su utilidad a la hora de mandarlo al espacio, lo mismo que unos espías rusos, decididos a acabar con esa baza de sus competidores. Llegado el momento de la verdad, la chica se juega el todo por el todo, y decide sacarlo de esas mazmorras para que recupere la libertad, poniendo en marcha un plan descabellado en el que van a participar un torpe vecino del apartamento (un homosexual), su amiga limpiadora (una negra) y un científico (un infiltrado de los rusos que comprende el valor de ese hallazgo). Vigilando el recinto desde su despacho en la planta superior, el iracundo Strickland tendrá que hacer frente a esa delirante conjura de los necios, cometiendo el error de subestimar a la gente invisible y despreciada.

Realidad y fantasía vuelven a compartir territorio en esta nueva producción hollywoodiense del mejicano Guillermo del Tóro (Guadalajara, 1964), funcionando el horror en ambos niveles. Como en varias de sus cintas, estamos ante un lugar y una época concretos, a los que se hacen constantes referencias: las películas que se proyectan en el cine -La historia de Ruth (The Story of Ruth, 1960) y Martes de carnaval (Mardi Gras, 1958), respectivamente un péplum y una de adolescentes tan en boga en aquellos años-, los discos de Benny Goodman y Glenn Miller, o la primitiva televisión en blanco y negro que ya empezaba a medirse con el cine, en la que se emiten series – Mister Ed (1958), Bonanza (1959), The Many Loves of Dobie Gillis (1959), Mister Magoo (1960)…-, o películas de Shirley Temple -La pequeña coronela (The Little Colonel, 1935), con el número “Tap on Stairs”-, una inconfundible Carmen Miranda -That Night in Rio (1941)- o Alice Faye en Hello Frisco, Hello (1943) cantando la memorable y oscarizada “You’ll Never Know”.

Sobre ese escenario, el autor de Cronos (1992) o El espinazo del diablo (2001), quien de pequeño quería ser ilustrador o biólogo marino (“el mar es una fuente de horror y anarquía”), erige otra de sus oscuras fábulas impregnadas de belleza y maldad, de su retorcida imaginación y humor negro, pobladas por seres patéticos, llenos de inocencia y monstruosidad, universo creativo similar al de Tim Burton (¿el incendio en la fábrica de chocolate es un guiño?), Terry Gilliam, Alex de la Iglesia o Jean-Pierre Jeunet. Una fábula plausiblemente narrada por este director amante del cine y en concreto de la serie B, que es lo que son sus películas, aunque provistas de un gran esplendor visual. Evidentemente, aquí ha tomado como modelo La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954), de la que hace no ya una nueva adaptación, sino una continuación, explicitando la atracción erótica entre la bella y la bestia que en aquella cinta de Jack Arnold apenas se insinuaba en las escenas donde ambos nadaban. La idea le rondaba desde 2011, cuando fue a los Estudios Universal para hablar del proyecto. A la vista de lo que aquí se ve en la bañera, no es raro que los ejecutivos lo invitaran a marcharse a los pocos minutos, lo que aprovechó para cruzar la calle e ir a la 20th. Century-Fox.

Del Toro ha contado con un reducido presupuesto de veinte millones de dólares, aunque cada uno de ellos luce en pantalla. Lo ha empleado para conseguir el habitual poderío de sus imágenes, gracias sobre todo a los sombríos decorados diseñados por Paul Austerberry (el 95% del filme se ha rodado en estudio) y a la labor fotográfica del danés Dan Laustsen -tercera colaboracion juntos tras Mimic (1997) y La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015)-, basada en colores apagados y sin brillo. La intención era hacerla en blanco y negro, aunque los sueños siempre chocan con la realidad de la taquilla; empero, algún momento hay, como el “pax de deux” entre el tritón y la chica (donde ella ¡canta!), reseguido del “Let’s Face the Music and Dance” entre Ginger Rogers y Fred Astaire en Sigamos la flota (Follow the Fleet, 1936). La banda musical de Alexandre Desplat (¿hay alguna película actual que no tenga música del compositor francés?) merece igualmente una mención, lo mismo que la presencia del agua en sus más diversas formas: lluvia, ríos, arroyos, canales que van al mar, pantanos, bañeras, inundaciones, vapor… incluso en los cubos para fregar. “El agua adopta la forma de lo que sea que la contenga en ese momento” -ha dicho el autor- “y aunque el agua puede ser algo muy apacible, también es la fuerza más poderosa y maleable del universo. Así es también el amor, ¿verdad? Independientemente de la forma que tenga aquello en lo que depositamos nuestro amor, éste se adapta, ya sea a un hombre, a una mujer o a una criatura”.

Lo mismo que en El laberinto del fauno (2006) aquí tenemos un alma pura, un fenómeno lovecraftiano y un villano sádico y torturador. La londinense Sally Hawkins –Happy, un cuento sobre la felicidad (Happy-Go-Lucky, 2008), Maudie, el color de la vida (Maudie, 2016)- interpreta magníficamente a la primera, una princesa sin voz que encuentra a alguien con quien compartir sus sentimientos (y los huevos duros). Llena de ternura, su mirada transmite también la determinación y la dignidad que siempre ofrecen los desheredados, dando todo un recital de expresividad donde no hacen falta las palabras.

El “Starman” con el que se topa esta Amélie Poulain ha sido recreado en algunas tomas mediante ordenador, aunque bajo su piel escamosa ha estado el actor Doug Jones, un gigante de casi dos metros especializado en la interpretación de seres fantásticos, lo que ha hecho también en varias ocasiones para Guillermo del Toro. El traje que se enfunda es muy parecido al del Abe Sapien de Hellboy (2004), hombre-pez bajo el cual también estaba el propio Doug Jones. “The asset”, que así es llamado aquí este anfibio (aunque se le bautizó como “Charlie” durante el rodaje) recuerda además a otros como los de El reptil (The Reptile, 1966), Humanoides del abismo (Humanoids from the Deep, 1980) (ávidos igualmente de mujeres), Enemigo mío (Enemy Mine, 1985), Frankenfish, la criatura del pantano (Frankenfish, 2004), e incluso a la ninfa necesitada de ayuda de La joven del agua (Lady in the Water, 2006).

No menos soberbio se halla Michael Shannon con su rostro anguloso y gran presencia física -tal vez algún día hará de villano en una de James Bond- en el papel del amenazador Strickland, cruel domador de fieras y carcelero que disfruta atormentando. El es el verdadero monstruo de la función y, lo que es peor, la imagen del estadounidense medio arrogante y sin imaginación, orgulloso de su casa en los suburbios y del Cadillac DeVille del 62 que compra. Cargando igualmente cada uno de ellos con su propia tragedia, aunque por razones de orientación sexual o raza, están los compañeros de la protagonista. Richard Jenkins (en un papel digno de los hermanos Coen y que en principio iba a ser para Ian McKellen) es el vecino de la chica, casi un padre para ella, un artista hambriento que malvive como ilustrador, un desgraciado sin suerte que ve viejas películas en la televisión y que trata de esconder su homosexualidad tras ser despedido del trabajo. Con su gracejo, Octavia Spencer -Criadas y señoras (The Help, 2011), Figuras ocultas (Hidden Figures, 2016)- es la amiga y confidente de Elisa, limpiadora como ella de sangre y orines, siempre dispuesta a echar una mano y soportando en casa a un marido de los de siempre.

El reparto se halla muy bien estratificado, del primer al último nivel (el dueño de la sala de cine sobre la que está el apartamento, el chico de la pastelería…), y si hablamos de una producción de este tipo tampoco pueden faltar los militares (Nick Searcy encarnando al engreído general de cinco estrellas, rango que no existía ya en 1962) y los científicos (Michael Stuhlbarg, el biólogo marino que trabaja para los soviéticos pero que a la vez se siente fascinado por el fenómeno).

En una filmografía poblada de monstruos, Del Toro añade unos cuantos más a ella, continuando peldaño a peldaño su carrera en un Hollywood que todavía le produce sus obras a pesar de que se lanza a dirigirlas sin red. Tal vez no sea un gran innovador, pero sabe absorber en ellas las influencias del cine fantástico y cocinar un producto bien hecho, adulto e impregnado de su sello personal. Ello no quiere decir que estemos ante una obra maestra, faltando algo de chispa -el romance no es donde mejor se mueve el director- e incluso de originalidad, siendo su habitual serie B de terror en la misma línea de Pacific Rim (2013) o La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015). A este respecto el León de Oro en Venecia y las 13 candidaturas a los Oscar aparecen como una laudatio algo exagerada, y lleva a preguntarse si aquí sí, porqué en áquellas no. Como decía el guionista William Goldman, en cine nadie sabe nada.

Fuente: http://cineparaleer.com/critica/item/2225-la-forma-del-agua

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