Por Alfredo Infante, s.j.
Saber escuchar es una de las actitudes más enriquecedoras de nuestra condición humana. Sin embargo, escuchar se aprende, no se da por naturaleza espontánea. De hecho, muchos conflictos, tanto pequeños como grandes, ocurren por la incapacidad de escuchar y escucharnos. Cuando escuchamos aprendemos de los demás y cuando somos escuchados nos sentimos reconocidos y correspondidos. La corresponsabilidad en la escucha obra milagros en nuestros corazones, pero no es nada fácil saber escuchar con discernimiento.
El miedo a escuchar y que lo escuchado transforme o trastoque nuestras seguridades termina cerrándonos sobre nosotros mismos como una “concha” y no crecemos. Hoy, la palabra de Dios nos invita a aprender a escucharnos y a escuchar a Jesús. Ser discípulo es saber acoger la voz del maestro, discernirla inteligentemente y practicarla fehacientemente. Veamos.
Después de haber anunciado su pasión y muerte, Jesús sube a la montaña a escuchar a su Abba Dios, lo acompañan Santiago, Pedro y Juan, los más íntimos de sus discípulos.
El Nazareno se encuentra en un momento existencial muy difícil, porque cae en cuenta de que su proyecto del Reino –“la fraternidad de los hijos e hijas de Dios”- no ha sido comprendido ni siquiera por su círculo más íntimo y cercano: los discípulos.
También siente que su modo de ser y obrar, choca con las expectativas mesiánicas de Israel, y con las de sus discípulos, quienes, como parte del pueblo, coinciden con el imaginario del “Mesías Davídico” de poder y gloria. Dicho de otro modo, a los mismos discípulos les resulta escandaloso el paradigma del servicio que encarna su Señor y maestro, Jesús de Nazaret, y, aunque aman a Jesús, su propuesta les resulta difícil de digerir por “antimesiánica”.
El Señor Jesús, es consciente de que él no es el rey nacionalista y poderoso a quien el pueblo espera para restaurar históricamente a Israel como nación; Jesús está claro de que “su reino no es de este mundo”, pero le duele profundamente la cerrazón de mente y corazón de Israel, y especialmente la de sus discípulos, para entender que el camino de salvación pasa por el servicio y no por el poder-dominación.
Él es el hijo del Abba-Dios que viene a anunciar y apostar “aquí y ahora” por la fraternidad humana, que se consumará plenamente al final de los tiempos, y es un camino que él inaugura “ya” con su praxis “aquí y ahora”.
El paradigma de relación de Jesús se caracteriza por el servicio y la reciprocidad en el amor, desmarcado del poder como dominación propia de este mundo y del “mesianismo Davídico” que moviliza al pueblo, y esto es difícil de entender.
Este mesianismo-antimesiánico de Jesús es rechazado por el poder religioso, económico y político que ve en el mensaje y praxis del Nazareno; no una buena noticia, sino una amenaza y denuncia a sus intereses de poder, y por tanto, Jesús es consciente de que si continúa por este camino, se convertirá en reo de muerte.
Podríamos decir, pues, que Jesús sube a la montaña –con este conflicto en el corazón– a discernir a solas con su Abba-Dios su misión, a sentirse escuchado y a escuchar cuál es la voluntad de Papá-Dios en este momento crucial de su vida.
La escena de la transfiguración, tal como la describen los evangelios sinópticos, es la confirmación por parte de Abba-Dios de la misión de Jesús, Hijo de Dios, que hermana a la humanidad en su corazón; acontecimiento que se revela plenamente en la pasión, muerte y resurrección.
Podríamos decir que la transfiguración es signo de la plenitud de la encarnación, y prefigura el misterio de la resurrección, que pasa por la pasión y muerte en la cruz.
La escena es luminosa y en ella Jesús está en el centro; a un lado Moisés, quien simboliza la ley; del otro lado Elías, quien representa a los profetas y los tres dialogan sobre el Éxodo que ocurrirá en Jerusalén: “la pasión y muerte de Jesús”, donde llega a su culmen la ley y los profetas. Es decir, en la transfiguración se confirma, por parte del Abba Dios, el camino de la pasión y muerte, el paradigma del Siervo de Isaías 53.
Ante este acontecimiento, Pedro, quien se había quedado dormido de cansancio junto a Santiago y Juan, emocionado y deslumbrado por la escena resplandeciente, y sin haber escuchado el diálogo sobre la pasión, propone a Jesús instalarse, atrincherarse: “hagamos tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra para Elías”.
La tentación que Pedro pone a Jesús es la de abandonar la misión e instalarse en una religión autoreferenciada –en su zona de confort– que evade la salida y el compromiso con la misión fraternal en el mundo; seguimiento que pasa por la pasión y muerte como acontecimiento pascual.
Por eso, la nube, que simboliza al Espíritu Santo, cubre a Pedro, a Santiago y a Juan, quienes representan a la humanidad creyente, y se oye la voz de Abba-Dios que se dirige a Pedro: “éste es mi Hijo amado, escúchenlo”. Escuchar a Jesús es la clave para adentrarnos en su pasión gloriosa y no quedarnos una religión del espectáculo. Por eso, cómo preparación, la primera lectura del Génesis insiste, también, en la escucha, y nos recuerda que Dios dirigió la palabra y sacó de Ur a Abrán (Gen 15,5-12), quien escuchó con fe y salió de su tierra, haciéndose padre de una multitud, siempre en camino, peregrina hacia la tierra prometida.
De igual modo, la voz del Padre, en la escena de la transfiguración, nos pide que escuchemos a Jesús, su hijo amado, para no quedarnos postrados en nuestras zonas de confort. Contemplar y escuchar a Jesús es condición para ser Iglesia “discípula y misionera” que, siguiendo a Jesús, se configura con él y camina con la esperanza de ser transfigurada en su corazón, traspasado en su pasión gloriosa.
En la segunda lectura, Pablo, quien ha escuchado con docilidad al Señor y ha sido transformado en el seguimiento de Jesucristo, nos dice: “seguid mi ejemplo, hermanos, y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros”; y nos advierte con lágrimas en los ojos que si nos autocentramos insolidariamente, nos desfiguramos humanamente, “hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas”. Aquí está el origen de las guerras, en los apetitos compulsivos y desordenados, autoreferenciados que terminan desconociendo cualquier alteridad.
Pablo ha experimentado que escuchar sana y libera, porque nos abre y lanza más allá de nuestras apetencias y necesidades, y nos coloca en el horizonte trascendente de la búsqueda de la libertad. Por eso Pablo, desde su experiencia de conversión, insiste en que estamos llamados a escuchar y seguir a Jesús porque “somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para someterlo todo”.
Pablo, pues, nos advierte que si no escuchamos al Señor y nos autocentramos en los bajos instintos, esto es, vivir “para sí”, nos desfiguraremos, nos deshumanizaremos, perdiendo la felicidad; pero, si por el contrario, contemplamos y escuchamos al Señor, nos transfiguraremos en él, porque como repetimos en el salmo 26: “el Señor es mi luz y mi salvación”; y para que esto sea así, dejémonos arropar por la nube del Espíritu y escuchemos la voz de nuestro Abba-Dios que nos dice: “éste es mi hijo amado, escúchenlo”.