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La enfermedad como acontecimiento existencial

soledad

Armando Rojas Guardia.

Foto: archivo WEB

En este inesperado y riesgoso tiempo de pandemia, justo ahora que encaramos la posibilidad del contagio, el dolor e incluso la muerte, publico nuevamente mi reflexión, escrita hace dos meses, sobre la enfermedad como acontecimiento existencial, repleto de pregnancia filosófica y teológica: la dolencia corporal como la hora de Job, cuyas consecuencias físicas, psíquicas y espirituales nos interpelan y nos ofrecen el albur de transformarnos acaso en seres humanos más densos y completos.

Desde hace tres semanas estoy aprendiendo a convivir con un nuevo, inesperado e inoportuno huésped de mi cuerpo: la diabetes. Todavía el médico no sabe, porque la evolución del tratamiento lo determinará, si voy a requerir insulina de manera permanente. El lunes próximo voy a ser hospitalizado en el Clínico Universitario para someterme a una serie de exámenes, necesarios a fin de diseñar una estrategia coherente que enfrente adecuadamente la enfermedad. Aunque estoy mejor de lo que estaba en días pasados, aún me siento mal y los síntomas propios de la diabetes se me multiplican de forma abrumadora. He reflexionado mucho sobre ese incontrovertible dato antropológico que es la enfermedad. Quiero compartir con todos aquellos que me son significativos el fruto de tal esfuerzo reflexivo. Tal vez los ayude y fortalezca espiritualmente; quizá los consuele e ilumine.

Este malestar físico me ha devuelto la conciencia de la precariedad, la vulnerabilidad y la fragilidad de la condición humana. A través de él estoy sensorial y visceralmente alerta ante mi propia, constitutiva labilidad. Me ha hecho paladearla de un modo inédito. La enfermedad me religa a la masa atávica del cuerpo, a la materia de la cual mi conciencia es el producto livianisimo. Jacob Bohme afirmaba que ella, la conciencia, era “angustia y tormento de la materia”: eso lo aprendo todos los días gracias a la diabetes.

La enfermedad forma parte de la inconmensurable carga de dolor que se expande en el mundo. Y el dolor es una de las variantes de la realidad del mal. ¿Por qué hay sufrimiento en el universo? ¿Por qué existe el mal?

El dolor y, en general, el mal son consecuencia de la finitud. Una finitud perfecta, no sufriente, sería tan absurda y contradictoria como un círculo cuadrado o un hierro de madera. Dios decidió crear la finitud como una realidad-otra, distinta de él mismo, precisamente porque ella, siendo diferente de su Creador, podía ser su interlocutora y el objeto de su amor. Un mundo perfecto hubiera sido otro Dios, la disparatada realización de un narcisismo divino, tautológico. El dolor presente en el mundo constituye el precio a pagar por la realidad autónoma de lo creado, que no es un mero espejo donde Dios se automira y autoadmira, regodeándose vanidosamente en sí mismo, sino algo en verdad disímil de su perfección infinita y, por eso mismo, auténtica alteridad respecto de él, amada por él como tal-otra.

El mal, y el sufrimiento que es su epifenómeno, implican la ausencia de Dios. Le debemos a la mística judía, singularmente a Isaac Luria (siglo XIV), un concepto crucial que él acuñó para definir la creación del mundo por parte de Dios (retomado en el siglo XX por Simone Weil), el concepto de “tsumisu”, palabra hebrea que designa el acto por medio del cual el Todo, que todo lo ocupaba, voluntariamente se contrae, se retira, se autolimita, se impone a sí mismo una frontera esencial para que el universo emerja autónomo fuera de él. Esta contracción de Dios sobre sí mismo hace posible la existencia de lo que no es total y absolutamente Dios: la finitud, necesariamente imperfecta, es decir, modulada por la posibilidad estructural del mal y del sufrimiento.

Esta autolimitación de Dios, producto abismal de su amor, se radicaliza dentro del cristianismo en la Encarnación y la Pasión de Cristo. Es lo que teológicamente se denomina la “kenosis” de Dios, su olvido de sí mismo. El segundo capítulo de la Carta a los Filipenses afirma que Cristo se despojó de su rango divino, al punto de vaciarse literalmente de él, para hacerse uno de nosotros, carne de siervo hasta la muerte, “y una muerte de cruz” (el castigo más infamante en la Antigüedad). La crucifixión hace más que demostrar, o sea, muestra que el Dios que está con nosotros es el mismo que nos abandona: el incomprensible silencio de Dios ante el injusto y cruel destino de Jesús constituye una revelación, una manifestación privilegiada del ser de Dios: en él se revela Dios como aquel que está a merced del hombre: ya no es Dios el llamado a evitar el sufrimiento del hombre sino que es el hombre el llamado a evitar el dolor de Dios en la historia del mundo.

La única forma en que Dios interviene no es cambiando la acción humana sino sometiéndose a las consecuencias de ella, de esa acción. La autonomía del mundo y la historia es total: la ausencia de Dios no es lejanía sino Cruz, presencia kenótica, anonadada. La historia se encuentra totalmente en manos del hombre, y Dios ha aceptado, en virtud de su amor, una vez más, someterse a ese poder que ha dado al hombre. La opción evangélica por los últimos, los “nadies”, aquellos que nada cuentan y de los que no se habla, la hez de la sociedad, brota de ese amor, surge del modo de ser de Dios: cada vez que ofrendamos pan al hambriento, bebida al sediento, vestido al desnudo, acogida al forastero, atención al enfermo y al prisionero” a Mí me lo hicieron” (Mt 25, 26): somos convocados a evitar el dolor de Dios en la historia y el universo porque estos son, sí, radicalmente autónomos, pero en su interior está en juego nada menos que la presencia de Dios mismo. Una presencia que tiene la forma de una ausencia. Una ausencia que es el otro nombre del exquisito respeto de Dios por su creación y su criatura. Respeto, discreción y paciencia inefables. “La eternidad está enamorada de los frutos del tiempo” (William Blake).

La finitud es la comarca ontológica de lo que Simone Weil llama “la Necesidad”. “Dios no envía los dolores y las desdichas como pruebas; permite que la Necesidad los distribuya de acuerdo a su mecanismo propio. De lo contrario, no estaría retirado de su creación como debe estarlo para que existamos (…) La ausencia de Dios es el más maravilloso testimonio del perfecto amor y por ello la pura Necesidad (…) es tan bella” (Simone Weil).

La enfermedad, que es una manifestación de nuestra finitud, y que encarna para nosotros la mecánica existencial de la Necesidad, debe ser asumida adultamente. Ello supone, en primer lugar, eludir a conciencia la tentación de la superstición mágica, del milagrerismo ingenuo. Luego, implica también combatirla como aquello que degrada, entristece y atormenta al hombre: este es el sentido de los actos taumatúrgicos de Jesús curando a los enfermos con los que se encontraba. Afirma el gran teólogo evangélico Karl Barth: “La enfermedad es una expresión de la sublevación del caos contra la creación… (por eso) frente a la enfermedad, lo mismo que frente a todo ese reino de lo siniestro, (el cristiano) ha de querer precisamente lo que Dios quiere desde siempre: unido a Dios ha de decirle no. Capitular frente a ella no puede ser nunca una obediencia a Dios”.

 Enseguida hay que decir que, cuando la enfermedad es inevitable y crónica como mi diabetes, podemos y debemos apoyarnos en la convicción de que no hay coyuntura o episodio de nuestra vida, por trágicos o desgraciados que parezcan, que no podamos vivirlos en el Espíritu del Dios de Jesús, de acuerdo con él, en sintonía con él. Lo que equivale a afirmar que los podemos vivir con su misma mentalidad, dentro del universo valorativo que él impulsa en nosotros. Esto nos lleva de la mano a buscar otorgarle un sentido existencialmente creador a la enfermedad, superando el trauma y el duelo que representa su constatación ineludible. Sólo así nos es accesible entender las sabias palabras de Albert Camus: “La enfermedad es un convento que tiene su regla, su ascesis, sus silencios y sus inspiraciones”; y recordar la enseñanza del libro de Job: al lado de mi lecho de enfermo, el sol no deja de brillar, los árboles continúan floreciendo y los pájaros siguen cantando. Aún en medio de mi enfermedad, trascendiéndola, la belleza del mundo permanece intacta.

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