Emiliano Teran Mantovani
Ya han pasado casi tres años (24/05/2015) de la publicación de la carta encíclica Laudato si del Papa Francisco, sobre “el cuidado de la casa común”, un documento sin precedentes en la historia de la narrativa del Vaticano, en el cual no sólo se interpela al mundo cristiano creyente acerca de la relación del humano con la naturaleza, sino también se hacen llamados de atención globales ante el camino que transitamos como civilización.
En esta eco-encíclica se muestran interesantes ideas y reflexiones sobre la crisis ambiental global, al parecer muy influidas por numerosos debates provenientes de la ecología política, de movimientos sociales ambientalistas y de diversos pueblos en resistencia ante la devastación de sus territorios.
Podemos resaltar su crítica al mito del progreso; sus llamados ante el dramático problema del cambio climático y la contaminación de las aguas; su uso recurrente de la noción de bien común, planteando la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes; su aguda crítica a las visiones tecnocráticas, la economía verde, la hegemonía del capital financiero, y el consumismo e individualismo. A su vez, propone una visión ecológica integral de la vida, persigue una sensibilización subjetiva respecto a la naturaleza y reivindica la idea de decrecimiento, la sabiduría de los pueblos indígenas y la justicia con las próximas generaciones.
A poco tiempo de su difusión (junio de ese mismo año), el presidente Nicolás Maduro saludaba la encíclica planteando que se trataba de “uno de los documentos más importantes que han salido en las últimas décadas” y que representa “las bases de un nuevo ecologismo del mundo”. Maduro expresaba en alocución televisiva que asumía plenamente el compromiso propuesto en la encíclica por el Papa Francisco, que deseaba la difusión del documento en comunas, barrios y organizaciones de base, al tiempo que afirmaba que en Venezuela estas premisas se estaban poniendo en marcha en el marco de la construcción del “ecosocialismo”.
Desde esta asunción presidencial, muchas cosas han ocurrido. En el marco de la profundización de la crisis y el conflicto político interno, varios problemas ambientales se han agravado, como la degradación de las fuentes de agua y graves deficiencias en su gestión y distribución, aceleración de la deforestación, aumento de agentes particulares de extracción ilegal de bienes comunes (oro, madera, especies protegidas, entre otras), o incremento de la vulnerabilidad ante la intensificación de sequías e inundaciones (producto también del cambio climático).
No basta mostrar la gran responsabilidad que tienen los países del centro capitalista y los emergentes BRICS en las lógicas y marcos que provocan esta crisis socio-ecológica, que tiene escala global. Dígase lo que se diga, el Gobierno nacional es un actor central en la gestión de nuestros ecosistemas; en su rol sobre qué se puede hacer aquí, en nuestros territorios, para evitar profundizar este modelo devastador denunciado en la carta papal, que finalmente tiene que ver con la reproducción de la vida de todas y todos los venezolanos. La encíclica sobre esto es clara en el punto 176:
“No sólo hay ganadores y perdedores entre los países, sino también dentro de los países pobres, donde deben identificarse diversas responsabilidades. Por eso, las cuestiones relacionadas con el ambiente y con el desarrollo económico ya no se pueden plantear sólo desde las diferencias entre los países, sino que requieren prestar atención a las políticas nacionales y locales”.
La respuesta gubernamental ha sido, a nuestro juicio, de desprecio y desestimación respecto las dimensiones de la crisis ambiental en el país y los reclamos que diversas comunidades, organizaciones sociales y ambientalistas, así como académicos y expertos, han realizado para detener estas preocupantes tendencias que se evidencian en la actualidad.
Apenas ocho meses después de asumir los principios de la encíclica, el Gobierno de Maduro oficializa la creación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional del “Arco Minero del Orinoco” (feb. 2016), que plantea la instalación de diversos polos industriales de minería de gran escala en el corazón del territorio continental del país (una inmensa área al sur del río Orinoco), el cual será impulsado de la mano de numerosas corporaciones transnacionales.
Pero en realidad no es sólo el A.M.O. El llamado “Motor Minero” –de la Agenda Económica Bolivariana 2016– propone una recuperación de proyectos mineros existentes (como la minería de níquel en el sur de Aragua), su expansión cuantitativa (como puede ocurrir con la minería de carbón en el Zulia o de oro en el Imataca), así como la creación de nuevos enclaves mineros (como el de coltán en Parguaza u otros de minería no metálica) a lo largo y ancho del país, que llevarían a esta actividad a una escala sin precedentes en la historia venezolana. Entre los principales desafíos ambientales que enfrentamos, uno de los más preocupantes es precisamente el de la expansión minera.
A contrapelo del espíritu de la encíclica, y por ende de su propia asunción por parte del Gobierno nacional, la narrativa oficial ha insistido en posicionar a la minería y mega-minería como nuestra salvación, y como una actividad “ecológica” –utilizando en buena medida el mismo discurso de las transnacionales mineras y gobiernos tecnócratas neoliberales–, cuando la contundente evidencia revela a una América Latina con numerosos conflictos y luchas populares –desde río Grande hasta la Patagonia– contra esta actividad, por la forma cómo contribuye a la introducción de la violencia en los territorios, a la degradación de las fuentes de vida (en muchos casos irreversibles) y las economías locales de las zonas, a la generación de pobreza e incremento de las desigualdades, a la proliferación de enfermedades, a cambios de las culturas territoriales y la instalación de la cultura de la mina, entre otras consecuencias. Esto es también corroborado por una amplia producción científica y de investigación académica que muestra con claridad estos patrones y secuelas.
Como lo ha planteado el Papa Francisco en la encíclica, específicamente en el punto 185:
“En toda discusión acerca de un emprendimiento, una serie de preguntas deberían plantearse en orden a discernir si aportará a un verdadero desarrollo integral: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará?”.
Pero, ¿se ha planteado este debate en la sociedad venezolana? ¿Es esta la única alternativa para enfrentar la extraordinaria crisis actual? ¿O en cambio puede esta lógica extractivista profundizarla? Este debate sencillamente ha sido esquivado, o bien despachado con simplismos y estereotipos por parte del Gobierno nacional. Suele abordarse desde una visión dicotómica: extractivismo o no extractivismo, cuando el asunto es también sobre magnitudes y volúmenes.
¿Para qué sería la minería de coltán? ¿Cuánto va a ingresar anualmente por exportación de coltán? ¿Cuánto representa eso ante los ingresos petroleros? ¿Expansión de la minería de carbón, por qué y para qué? ¿Cuáles serán los costos sociales, ambientales, económicos y culturales de la expansión de la minería de carbón? ¿Cuánto podrá aportar en total la minería a los ingresos nacionales de la Venezuela petrolera, que seguirá siendo petrolera? ¿Cuánto petróleo se necesita extraer para financiar gastos corrientes y posibilitar una transición hacia un modelo productivo y popular? ¿Cuál es el monto de las divisas requeridas para el pago de la deuda? ¿Cómo se hará ese pago? ¿Cómo se distribuye la política fiscal y los incentivos económicos internamente?
Y surgen algunas preguntas más. ¿Venezuela solo necesita una orientación extractivista para la exportación o producción endógena para el consumo alimentario? ¿Puede la población contar con una auditoría pública de todas las cuentas de la nación, para ver a dónde se fueron los cientos de miles de millones que ingresaron en los años anteriores por el boom de los precios petroleros? ¿En qué sentido la forma de enfrentar la severa crisis que vivimos debe hacerse impulsando nuestro suicidio ecológico como sociedad?
La carta del Papa Francisco, muy reivindicado por el Presidente Maduro, ofrece numerosas coordenadas para dar respuestas a muchas de estas preguntas. El punto 184 de la encíclica es enfático:
Cuando aparecen eventuales riesgos para el ambiente que afecten al bien común presente y futuro, esta situación exige «que las decisiones se basen en una comparación entre los riesgos y los beneficios hipotéticos que comporta cada decisión alternativa posible». Esto vale sobre todo si un proyecto puede producir un incremento de utilización de recursos naturales, de emisiones o vertidos, de generación de residuos, o una modificación significativa en el paisaje, en el hábitat de especies protegidas o en un espacio público. Algunos proyectos, no suficientemente analizados, pueden afectar profundamente la calidad de vida de un lugar debido a cuestiones tan diversas entre sí como una contaminación acústica no prevista, la reducción de la amplitud visual, la pérdida de valores culturales, los efectos del uso de energía nuclear. La cultura consumista, que da prioridad al corto plazo y al interés privado, puede alentar trámites demasiado rápidos o consentir el ocultamiento de información.
Si el Gobierno nacional asumiera este y otros principios de la carta, tal y como el reconocimiento de los terribles efectos de la vulneración de pueblos indígenas por proyectos extractivos (punto 146), la necesidad de priorizar la preservación del agua en la aprobación o no de este tipo de proyectos (punto 185), pero principalmente el espíritu del punto 186 –detener o modificar cualquier proyecto que socialmente se evidencie que implica peligro de daños graves o irreversibles–, tendría que considerar la suspensión del proyecto del Arco Minero del Orinoco. Los perjuicios superan en todos los ámbitos a cualquier cosa que se considere beneficio.
Del mismo modo, debería declarar tajantemente y sin ambigüedades la no expansión de la minería de carbón en el Zulia, y la revisión sobre la pertinencia o no de las diversas minas existentes, que, de mantenerse, debería establecerse el cuánto, para qué y hasta cuándo de su funcionamiento.
La situación en cambio merece atender múltiples propuestas y alternativas que surgen desde energías alternativas (como la recuperación del parque eólico de La Guajira), experiencias de diversas escalas en el campo de la agricultura, eco-turismo, nuevas políticas de distribución de la renta petrolera, economías de pequeña escala impulsadas desde organizaciones populares, comunales y ambientalistas en el país, entre otras.
La invitación de la carta papal en el punto 179 es clara: la población organizada debe obligar a sus gobiernos a evitar y/o controlar los daños ambientales. Se trata de un principio político fundamental: la defensa de los bienes comunes comienza desde abajo.
Fuente:http://www.ecopoliticavenezuela.org/2018/04/09/la-enciclica-papal-avance-la-mineria-venezuela/